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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (5 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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Éste, que no aguardaba semejante sorpresa, detuvo, sin embargo, el tajo con extraordinaria celeridad y contestó al instante, sucediéndose sin descanso las estocadas.

Ambos caballeros combatían con igual denuedo, cubriendo al mismo tiempo las cabezas de sus cabalgaduras para no quedar desmontados inopinadamente.

El capitán aventurero atacaba con ardor, con saña, maldiciendo de todo, por no perder la costumbre, bien fuera para amedrentar o para insultar al turco, y afirmaba que le partiría en dos mitades igual que si de un sapo se tratase.

Su espada chocaba con furia contra la cimitarra, intentando partirla, y en algunas ocasiones rebotaba sobre la coraza. Por su parte, Muley-el-Kadel buscaba sin cesar el pecho de su enemigo con el yatagán, haciendo saltar chispas de la armadura del polaco.

Los espectadores lanzaban de vez en cuando grandes gritos para estimular a los combatientes.

—¡Ánimo, capitán Laczinski! —exclamaban los guerreros venecianos al ver al turco perder los estribos ante las tremendas estocadas del aventurero.

—¡Extermina al guiaurro! —exclamaba la tropa infiel cuando Muley embestía haciendo dar a su corcel saltos de gacela.

El capitán Tormenta continuaba mudo e inmóvil en su caballo. Examinaba con atención la forma de luchar de cada adversario, en especial la del león de Damasco, para poder sorprenderle en el supuesto de tener que batirse con él.

Como discípula de su padre que era, el cual tenía fama de ser una de las mejores espadas de Nápoles, ciudad que contaba en aquella época con los más hábiles espadachines, y cuya escuela era muy apreciada, se consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentarse al turco y derrotarle sin arriesgarse en exceso.

Mientras tanto, el duelo prosiguió entre ambos campeones con mayor denuedo. El polaco, que tenía más confianza en su fortaleza que en su destreza, se dio cuenta de que el turco poseía músculos de acero, de extraordinaria resistencia, y procuró emplear una de tantas estocadas secretas que entonces se enseñaban.

Aquello fue su ruina. El turco, que quizá no la desconocía, paró el golpe con suma rapidez y replicó con otro de su cimitarra con una celeridad tal, que el aventurero fue incapaz de detenerlo.

El acero le alcanzó por encima de la armadura, tocándole en la parte derecha del cuello y ocasionándole una gran herida.

—El león ha derrotado al oso! —exclamó, en tanto que cien mil voces acogían la súbita victoria con un atronador vocerío desde las murallas.

El polaco había dejado caer la espada de su mano. Permaneció un instante sobre su caballo, con las manos en la herida, como si intentara contener la sangre que brotaba a borbotones y, por último, cayó pesadamente a tierra con gran fragor de hierro, quedando inmóvil al lado del corcel, que no se había movido.

El capitán Tormenta no parpadeó ni tan siquiera.

Alzó la espada y, avanzando hacia el vencedor, dijo:

—¡Ahora nos toca a nosotros dos, señor!

El turco contempló a la joven duquesa, entre admirado y condescendiente.

—¡Vos! —exclamó—. ¡Si sois un muchacho!…

—¡Qué os dará trabajo! ¿Queréis descansar un momento?

—¡No es necesario! ¡Terminaré enseguida con vos! ¡Sois en exceso flojos para combatir contra el León de Damasco!

—¡No por ello pesará menos mi espada! ¡En guardia!

—¿Tal vez seréis un pequeño león más temible que el oso de Polonia?

—¡Es posible!

—Decidme, por lo menos, antes cuál es vuestro nombre.

—Me conocen por el capitán Tormenta.

—No es ésta la primera ocasión que oigo mencionar ese nombre —repuso Muley-el-Kadel.

—Ni yo tampoco el vuestro.

—Ya sé que sois un héroe.

—¡No lo imaginéis! ¡En guardia, que os ataco!

—Ya estoy en guardia, si bien me desagrada matar a un joven tan leal y tan valeroso como vos.

—¡Vuelvo a repetiros que tengáis cuidado con la punta de mi espada! ¡Por san Marcos!

—¡Por el profeta!

La duquesa, que además de ser una expertísima esgrimista era también muy buena amazona, espoleó su montura, pasando con la velocidad de una flecha y con la espada en la línea, junto al turco.

En el instante en que éste se disponía a cubrirse con la cimitarra, le lanzó una estocada hacia la gola donde la coraza no llegaba.

Muley-el-Kadel, que ya se hallaba prevenido, detuvo el golpe con rapidez. Aunque no por completo, y la espada, al ser rechazada hacia arriba, tocó la cimera, arrancándosela y enviándola a considerable distancia.

—¡Estupenda estocada! —exclamó el León de Damasco, sorprendido—. ¡Es mejor este muchacho que el oso de Polonia!

El capitán Tormenta prosiguió su carrera durante una veintena de metros y, obligando a su corcel a dar una veloz vuelta, se dirigió de nuevo hacia el turco con la espada siempre en línea, presta a herir.

Pasó por la izquierda, deteniendo un golpe de cimitarra, y empezó a girar en torno al turco, espoleando con energía al caballo de continuo.

Muley-el-Kadel, sorprendido por semejante maniobra, no era capaz de afrontar a un adversario tan ágil.

Su caballo árabe, totalmente agotado por el cansancio, daba vueltas sobre sus patas traseras sin poder seguir al del joven capitán, que parecía estar endemoniado.

Tantos turcos como cristianos lanzaban grandes gritos, animando a los combatientes.

—¡Valor, capitán Tormenta!

—¡Viva el defensor de la cruz!

—¡Muera el guiaurro!

—¡Por Alá! ¡Por Alá!

La duquesa, que continuaba conservando toda su serenidad, se iba aproximando cada vez más al turco. Sus ojos relampagueaban, su cutis había adquirido un color rosado y sus rojos labios temblaban.

El círculo que iba encerrando al turco se estrechaba más a cada momento y el caballo de éste empezaba a perder fuerza y agilidad.

—¡Ten cuidado, Muley-el-Kadel! —exclamó al cabo de unos segundos la duquesa.

Casi no había terminado la frase, cuando su espada alcanzó al turco debajo de la axila izquierda, en un punto no protegido por el peto.

Muley-el-Kadel lanzó una exclamación de cólera y dolor, al mismo tiempo que en las huestes bárbaras se elevaba un clamor semejante al de la marea en una noche de huracán.

En los muros de Famagusta los guerreros agitaban sus picas y alabardas, gritando con voces desaforadas:

—¡Viva nuestro joven capitán! ¡Laczinski ha sido vengado!

En lugar de precipitarse sobre el herido y asestarle el golpe definitivo, como era su derecho, la duquesa hizo parar al caballo y examinó entre compasiva y orgullosa al joven León de Damasco, que hacía extraordinarios esfuerzos para sostenerse en la silla.

—¿Os declaráis derrotado? —inquirió, haciendo avanzar su caballo.

Muley-el-Kadel intentó levantar la cimitarra para continuar el combate, pero le fallaron las fuerzas.

Se tambaleó, se agarró a las crines del caballo y se desplomó en tierra, igual que el polaco, entre un gran fragor de hierro.

—¡Matadle! —gritaban los guerreros de Famagusta—. ¡No os compadezcáis de ese perro infiel, capitán Tormenta!

La duquesa bajó del corcel con la espada cubierta de sangre en la mano y se aproximó al turco, que había logrado ponerse de rodillas.

—¡Os he derrotado! —le dijo.

—¡Matadme! —contestó Muley-el-Kadel—. ¡Estáis en vuestro derecho!

—¡El capitán Tormenta no mata al que no puede defenderse! ¡Sois un hombre valeroso y os perdono la vida!

—¡No supuse que fuera tanta la generosidad de los cristianos! —reconoció Muley con voz débil—. ¡Gracias! ¡No olvidaré jamás la generosidad del capitán Tormenta!

—¡Adiós y curáos pronto!

La duquesa se encaminaba a su caballo, cuando los turcos, enfurecidos, la rodearon.

—¡Muerte al guiaurro! —exclamaban.

Ocho o diez jinetes se aproximaban enarbolando las cimitarras, decididos a vengar la derrota del León de Damasco.

Un griterío enfurecido se alzó entre los cristianos de Famagusta.

—¡Viles traidores!

Realizando un supremo esfuerzo, Muley-el-Kadel se había incorporado, pálido, pero con los ojos llameando a consecuencia de la ira que le invadía.

—¡Canallas! —gritó, dirigiéndose a sus compatriotas—. ¿Qué hacéis? ¡Retiraos todos o haré que os empalen como indignos de estar entre los valerosos y nobles guerreros!

Los jinetes habían interrumpido su avance, confundidos y atemorizados.

En aquel instante, dos disparos de culebrina surgieron del fuerte de san Marcos, seguidos de una lluvia de proyectiles que hizo rodar por tierra a siete de los infieles. Los demás hicieron volver grupas a sus caballos huyendo a todo galope hacia el campamento turco, entre las risotadas y burlas de sus camaradas, que no habían estado de acuerdo con aquella inoportuna intervención.

—¡Ésa es la lección que os teníais ganada! —exclamó el León de Damasco, en tanto que su escudero acudía en su ayuda.

La artillería turca no había respondido a los disparos de los cristianos.

El capitán Tormenta, que todavía llevaba la espada en la mano, decidido a vender cara su vida, hizo un ademán despidiéndose de Muley-el-Kadel con la mano izquierda, subió sobre su caballo, y se alejó en dirección a Famagusta, en tanto que la tropa cristiana lo acogía con un verdadero huracán de aplausos y hurras.

En el instante en que se marchaba, el polaco, que no había muerto, alzó con lentitud la cabeza y le siguió con la mirada mientras murmuraba:

—¡Confió en que nos volveremos a ver jovencita!

A Muley-el-Kadel no le pasó inadvertido el movimiento del capitán Laczinski.

—¡Ése no está muerto! —advirtió a su escudero—. ¿El oso de Polonia tendrá el alma atornillada?

—¿Debo matarle? —indagó el escudero.

—¡Llévame junto a él!

Apoyándose en el guerrero y conteniendo con la mano la sangre que manaba en abundancia, se aproximó al capitán.

—¿Pretendéis rematarme? —inquirió éste con voz lastimera—. Desde este momento soy correligionario vuestro…, ya que he renegado de mi religión. ¿Mataréis a un mahometano?

—¡Haré que os curen! —respondió el León de Damasco.

—«¡Eso es lo que deseo!», díjose para sus adentros el aventurero. —«Ah, capitán Tormenta: ¡me las pagarás!»

4. La fiereza de Mustafá

Tras aquel caballeresco duelo, que había consolidado la bien cimentada fama del capitán Tormenta, considerado desde entonces como la mejor espada de Famagusta, los turcos prosiguieron el asedio, aunque con bastante menos vigor del que los cristianos esperaban.

Semejaba que a raíz de la derrota del León de Damasco una intensa desmoralización se hubiese adueñado de los atacantes. Lo cierto es que no se lanzaban al asalto con su antiguo arrojo y que el cañoneo decaía.

Ya no se distinguía, como antes, al jefe supremo de las huestes bárbaras, Mustafá, revisar por la mañana, a continuación de la oración, a la columna de asalto, ni aparecer junto a las compañías de artilleros para animarlos.

Incluso el griterío salvaje, que siempre acababa en un terrible alarido de«¡Muerte y exterminio a los enemigos de la Media Luna!», cesó en el campamento turco. ¿Qué más ocurriría? Las tropas enmudecieron y los timbales de las fuerzas de a caballo no hicieron sonar de nuevo su repique de asalto.

Parecía como si alguien hubiese impuesto al ejército el mutismo más absoluto.

Fue inútil que los capitanes cristianos intentaran averiguar el secreto. Todavía no había llegado el tiempo del Ramadán o cuaresma musulmana, durante la cual los adoradores del Profeta interrumpen sus campañas militares para orar y efectuar a la vez grandes ayunos.

No podía además admitirse que el gran visir hubiera ordenado guardar silencio para ayudar al restablecimiento del joven León de Damasco, quien, a fin de cuentas, sólo era el hijo de un bajá.

El capitán Tormenta y sus tenientes aguardaban la justificación a tan insólito proceder por medio de El-Kadur, único que tal vez pudiera explicar algo al respecto. Pero, desde la conversación ya descrita, el árabe no había regresado a Famagusta.

La inopinada tranquilidad del enemigo, en lugar de consolar a los cercados, los desesperaba, ya que las provisiones iban disminuyendo con gran rapidez y el hambre empezaba a cundir entre los moradores de la población, cuyos últimos alimentos (aceite y cuero) comenzaban también a escasear.

De esta manera pasaron algunos días, con disparos aislados de culebrina por los dos bandos, cuando cierta noche que el capitán Tormenta y Perpignano se encontraban de guardia en el fuerte de San Marcos observaron una sombra escalar con la agilidad de un simio por los salientes de la muralla.

—¿Eres El-Kadur? —interrogó el capitán Tormenta, tomando con cuidado un arcabuz arrimado al parapeto y que tenía encendida la mecha.

—¡Sí, señor; soy yo: El-Kadur! ¡No dispares! —replicó el árabe.

Con un esfuerzo final, el hombre se asió a una tronera, alcanzó de un salto el parapeto y cayó junto al capitán.

—Estabas preocupado por mi larga ausencia, ¿no es cierto? —preguntó el árabe.

—Tenía miedo de que te hubieran descubierto y dado muerte —respondió el capitán Tormenta.

—No recelan nada de mí: tranquilízate. Desde luego, el día de tu desafío con Muley-el-Kadel me vieron cargar las pistolas con la intención de matarle, como lo hubiera hecho en el supuesto de que te hubiese matado.

—¿Va mejorando?

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