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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (7 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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El cuerpo de la joven decapitada permaneció por unos segundos sobre la silla, en tanto que el blanco velo se inundaba de sangre y, por último, se desplomó en tierra, acompañado por un grito de indignación de los cristianos.

El gran visir, luego de limpiar su cimitarra en la gualdrapa de su corcel, la envainó con frío ademán, y con el puño en dirección a Famagusta, exclamó con terrible acento, semejante al terrible retumbar del trueno:

—¡Y ahora, guiaurri, pagaréis la sangre que he derramado! ¡Esta noche nos veremos!

5. El ataque de Famagusta

La amenaza del gran visir de los turcos causó profunda impresión entre los capitanes, convencidos de la audacia y energía del temible guerrero, al cual se debían hasta aquel momento las victorias conseguidas contra los venecianos.

En la seguridad de que a la noche habrían de resistir un ataque encarnizado, más formidable que los asaltos hasta entonces rechazados, y conociendo su estado de inferioridad por los estragos ocasionados en los fuertes y murallas por las minas de los otomanos, por consejo del gobernador se tomaron las medidas necesarias para hacer frente al tremendo peligro que se cernía sobre ellos.

Se reforzaron las guardias, en especial las de los fuertes de defensa de los fosos, si bien éstos ya no podían servir de nada en absoluto por hallarse llenos de escombros, y se emplazaron las culebrinas en lugares de buena altura desde los cuales se podía dominar la llanura y barrer con los proyectiles a los atacantes.

La población, ya prevenida, a pesar de su extraordinaria debilidad como consecuencia de prolongados ayunos, sabiendo que si los turcos conseguían rebasar las murallas iba a ser víctima de las cimitarras infieles, intentó en masa reforzar los puntos más maltrechos con escombros y cascotes procedentes de sus propias casas, ya casi todas destruidas.

Una gran angustia se había apoderado de todos. Adivinaban que se aproximaba el fin de Famagusta y que una horrorosa matanza iba a precederlo.

Se podía presumir que el ejército turco, veinte veces superior en número al veneciano y convencido de su extraordinario poder y de la enorme superioridad de su artillería, enervado por lo prolongado del sitio, procuraría llevar a cabo uno de esos esfuerzos imposibles de contener por medio de las armas ni por la fe sorprendente de los asediados. En el transcurso del día los sitiadores redujeron toda su actividad a efectuar de vez en cuando algún disparo de culebrina, aunque más con el objeto de rectificar la puntería que para abatir las obras de defensa de los venecianos. Pero en su campamento se advertía un insólito movimiento.

Grupos de jinetes partían de la tienda del visir y del bajá llevando instrucciones a las dos alas del ejército. Los artilleros trasladaban sus piezas en dirección a las trincheras y reductos, y pelotones de zapadores-minadores se diseminaban por la planicie para no ser alcanzados por los proyectiles de los cristianos.

Los capitanes cristianos Bragadino, Martinengo y Tiépolo, con el albano Manuel Spilotto, luego de haberse reunido en consejo con el gobernador de la plaza, Astorre Baglione, habían acordado anticiparse al asalto turco con un intenso bombardeo, con el objeto de dispersar a los zapadores y evitar que la artillería adversaria tomara posiciones.

Así se efectuó. Después del mediodía todas las piezas que defendían los fuertes abrieron un endiablado fuego, llenaron la llanura de hierro y piedras, mientras los más expertos arcabuceros, protegidos tras los parapetos, disparaban contra los minadores que intentaban aproximarse amparándose en las escabrosidades del terreno.

El fuego se prolongó hasta la puesta del sol, ocasionando muchas bajas a los asaltantes, y una vez que la noche hubo caído, las trompetas tocaron a rebato, llamando a toda la población a defender las murallas.

El ejército turco iniciaba el despliegue por la llanura en imponentes columnas, disponiéndose para el asalto general.

Las trompas otomanas sonaban ininterrumpidamente, los timbales redoblaban exaltando los ánimos, grandes alaridos alzábanse de vez en cuando, sonando de una forma lúgubre en los oídos de los cristianos, y en los escasos momentos de silencio al
muezzin
, que estimulaba a los fanáticos, exclamando:

—¡Por Alá! ¡Aniquilad! ¡Matad! ¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta!

La defensa de Famagusta se centraba principalmente en el fuerte de San Marcos, ya que sabían que el máximo esfuerzo de los turcos iba dirigido hacia aquella parte, por ser la llave de la plaza.

Los mejores capitanes —entre los cuales estaba Tormenta— habían trasladado a ese punto sus compañías y veinte culebrinas de las de mayor calibre fueron llevadas allí. Los disparos de toda esa artillería, manejada por los más diestros marineros venecianos, deberían concentrarse sobre las cerradas columnas turcas, que proseguían su avance, impávidas, desafiando a la muerte.

Casi no había vuelto a reanudarse el fuego, cuando El-Kadur, que abandonó el campamento turco antes que los sitiadores se pusieran en movimiento, trepó por la muralla, apareciendo ante el capitán Tormenta.

—¡Señor —exclamó con voz temblorosa—, ha llegado el momento definitivo para Famagusta! ¡Como no acontezca un milagro, la ciudad se encontrará mañana en manos de los infieles!

—¡Todos estamos decididos a morir! — contestó la duquesa, en tono de resignación.

—¿Y el señor de Le Hussière?

—¡Dios lo protegerá!

—¡Todavía hay ocasión de escapar! ¡Tapada con mi
faub
puedes pasar inadvertida entre la horrorosa confusión que va a seguir al ataque!

—¡Soy un guerrero de la cruz, El-Kadur —replicó la duquesa con acento altivo—, y no dejaré a Famagusta sin una espada que sabrá cumplir con su obligación!

—¡Piensa, señora, que tal vez mañana no te encuentres viva, pues estoy enterado que el gran visir ha ordenado despiadadamente llevarlo todo a degüello!

—¡Sabremos morir! —insistió la duquesa, reprimiendo un suspiro —. ¡Si el destino ha decidido que ninguno de nosotros salga con vida de este cerco, que se cumpla nuestro sino!

—¿Entonces no viene, señora? —inquirió El-Kadur.

—¡No es posible! ¡El capitán Tormenta no debe deshonrarse delante de la cristiandad!

—¡En tal caso, moriré junto a ti! —decidió el árabe, con vehemente acento.

Y añadió para sí:

—«¡La muerte todo lo extingue y el desgraciado esclavo descansará tranquilo!»

Mientras tanto, el bombardeo era terrorífico. Las doscientas culebrinas turcas, artillería extraordinaria para aquella época, habían abierto fuego, tronando con inusitada potencia contra los fuertes y muros, medio derruidos.

Proyectiles de hierro y piedra llovían en gran cantidad sobre las defensas, ocasionando numerosas bajas entre los sitiados, y los tiros de mosquete eran incesantes. La siniestra llanura semejaba un mar de fuego y el estruendo era tan espantoso que tanto fuerte como murallas se estremecían y se agrietaban cubriendo los fosos de ruinas.

Los guerreros venecianos aguardaban el asalto con aspecto tranquilo, sin amedrentarse por los alaridos ni por el terrible estruendo de aquellos miles y miles de hombres, bárbara hueste que aullaba igual que manadas de lobos hambrientos.

Todos los habitantes que estaban en condiciones de sostener todavía un arma se hallaban en los fuertes, provistos de picas y alabardas, espadas y mazas, dominados por una loca furia, en tanto que sus mujeres y sus hijos se refugiaban entre sollozos y rezos en la iglesia principal, en medio de una ininterrumpida lluvia de bombas que destruían las últimas viviendas.

Un horripilante fragor cercaba a Famagusta. Las torres, desmanteladas por el fuego de los cañones enemigos, se venían abajo con gran estrépito, en tanto que esquirlas de proyectiles de piedra saltaban por todas partes hiriendo a guerreros, mujeres y niños.

Astorre Baglione, gobernador de la plaza, contemplaba impertérrito semejante desastre, apoyado en su espalda y aguardando con el corazón lleno de angustia el momento supremo del ataque.

Teniendo a su alrededor a sus capitanes dio con acento sereno las órdenes pertinentes, conocedor ya de lo que iba a suceder.

Tenía la certeza de que el visir no le perdonaría aunque saliera vivo del asalto general y aguardaba impasible el peligro que sobre él se cernía. ¡Magnífico ejemplo de heroísmo!

Las huestes turcas, mientras tanto, resguardadas por su artillería, seguían disparando sobre Famagusta y avanzaban, indiferentes al peligro, animadas por las exclamaciones del
muezzin
:

—¡Aniquilad! ¡Matad! ¡El Profeta y Alá os lo ordenan!

Los jenízaros se habían situado a la cabeza del ejército turco y se desplegaban por la llanura, arrastrando tras ellos a los albanos y guerreros del Asia Menor.

Los zapadores que los precedían no desaprovechaban el tiempo. Protegidos por la confusión y la oscuridad llegábanse con loca temeridad a la parte baja de los fuertes y las torres, amontonando barriles de pólvora para provocar brechas que dieran acceso a la infantería.

Sus esfuerzos principales se dirigían al fuerte de San Marcos, minándolo por todo los lados. Estruendosos estampidos se sucedían sin cesar, agrietando el revestimiento y derrumbando las aspilleras.

Sin embargo, la reducida fuerza de venecianos y dálmatas que todavía quedaba con vida no interrumpía el fuego, diezmando de una manera cruel las filas enemigas y cubriendo la planicie de muertos y heridos.

El estruendo iba en aumento. A los alaridos de los musulmanes respondían las plegarias y los lamentos de las mujeres y niños. En el aire, saturado de humo y de polvo, sonaban entre el ruido del bronce las campanas que llamaban a los habitantes de la ciudad, por si todavía quedaba alguno con vida en las casas ya incendiadas.

La horda de los bárbaros avanzaba, lenta y pesadamente, diseminándose por la llanura. Se dirigían por miles hacia la contraescarpa de los fuertes, como una marea irresistible, en tanto que las minas estallaban con fragor enorme, alumbrando la planicie con lúgubres y rojizos resplandores.

—¡Por Alá! ¡Por el Profeta! ¡Muerte y exterminio a los guiaurri! —aullaban cien mil voces, sofocando el retumbar de la artillería.

Los jenízaros alcanzaban ya el fuerte de San Marcos, cuando se provocó un inesperado relámpago, acompañado de un tremendo estampido. Una mina, que no llegó a arder, alcanzada por alguna esquirla de piedra ardiente o cualquier flecha incendiaria, acababa de estallar, destruyendo la muralla casi por completo.

Una lluvia de escombros alzóse por los aires, hiriendo o matando a numerosos jenízaros, cuya columna se había retirado atropelladamente, yendo a parar en parte contra la torre defendida por los venecianos. El capitán Tormenta, que se hallaba junto a uno de los reductos, dispuestos a impedir el avance de los enemigos al frente de su compañía, recibió el golpe de un bloque de piedra, que le vino a dar en la parte derecha de la coraza.

El-Kadur, que se encontraba próximo a él, viendo que a su señora se le caía el escudo y la espada y se desplomaba como alcanzada por el rayo, se dirigió corriendo hacia ella, mientras lanzaba una exclamación de angustia y espanto.

—¡La han matado! ¡La han matado!

Su voz fue ahogada por el horroroso estruendo, que sofocaba el estampido de la artillería. Los jenízaros se precipitaban en aquel instante al asalto con increíble furia y nadie estaba en condiciones de ocuparse de la audaz e infortunada joven y mucho menos todavía el señor Perpignano, que ya combatía al frente de los mercenarios.

Con gran excitación, El-Kadur tomó entre sus brazos a la duquesa y, apretándola contra su pecho, se dirigió a la carrera hacia la ciudad sin prestar atención a los proyectiles y fragmentos de piedra que caían por doquier en torno suyo.

¿Hacia qué punto huía? ¡Él era el único en saberlo!

Rodeó durante un rato la muralla por su parte interior y detuvo su carrera frente a una vieja torre de la ciudad, cuya base se hallaba ya abatida por las minas y en cuya plataforma continuaban disparando todavía un par de culebrinas.

El-Kadur, agarrándose a los escombros, se metió por una estrecha abertura, que debía de ser el acceso a un subterráneo abandonado. Avanzó a tientas, con la joven aún entre sus brazos, y la depositó suavemente en tierra.

—¡Aunque Famagusta se entregara esta noche, no habrá quien descubra el cadáver de mi señora! —dijo en voz baja.

Caminó un momento entre la oscuridad, hasta que extrajo de su bolsa eslabón y pedernal, con cuyas chispas prendió fuego a la mecha, logrando una débil llama.

—¡No han dejado vacío el subterráneo! —exclamó—. ¡Hallaré lo que necesito!

Se encaminó hacia un rincón, en el que había un montón de cajas y barriles, y buscando allí, sacó una antorcha a la que prendió fuego.

Se hallaban en un subterráneo situado en la base del torreón y que debió de haber servido como depósito a la guarnición del antiguo fuerte. Aparte las cajas y barriles, que contenían armas y municiones, se veían colchonetas, sábanas, alcuzas llenas de aceite y aceitunas, que era la única provisión alimenticia de los sitiados.

Sin preocuparse por el estruendo de las culebrinas que resonaba sobre su cabeza, el árabe introdujo la antorcha en un hueco del suelo y puso a la duquesa encima de uno de los colchones.

—¡No es posible que haya muerto! —exclamó con sollozos. ¡Una mujer tan hermosa no puede morir así!

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