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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (9 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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La marea crecía, crecía; marea humana, más peligrosa que la del océano, y que parecía ir acompañada de un lúgubre mugido.

Los guerreros asiáticos ya habían trepado por las murallas y se lanzaban por la ciudad igual que cuervos hambrientos.

Los venecianos, mercenarios y moradores de la ciudad que habían intervenido en la defensa, se daban a la fuga con rapidez y desesperación, cruzando las angostas calles de Famagusta, intentando ocultarse entre los escombros y ruinas y haciendo cundir el pánico con gritos de:

—¡Sálvese quien pueda! ¡Los turcos!… ¡Los turcos!

Los soldados que todavía luchaban en los muros y torreones, al escuchar aquellas voces, que notificaban la caída de la fortaleza, por temor a ser atacados por la retaguardia, abandonaban por su parte la defensa y corrían a refugiarse en la ciudad.

No obstante, aun tras las viviendas derribadas y en las esquinas de las calles, los venecianos pretendían defenderse para impedir que los otomanos alcanzaran la vieja iglesia, dedicada al protector de la República, y retardar la matanza de mujeres y niños, que se habían refugiado dentro de ella, aguardando con resignación que las cimitarras de los infieles llevaran a cabo su espantosos cometido.

Si bien agotados y heridos, la mayoría de los valerosos hijos de la reina del Adriático hacían que la victoria le saliese cara al poderoso enemigo.

Sabiéndose ya sentenciados a muerte, combatían con la furia de la desesperación, precipitándose sobre los frentes de las columnas y ocasionando gran mortandad entre los jenízaros, albanos, tropas irregulares y fuerzas árabes y cuantos con ellos se batían.

Pero por desdicha para los defensores de la ciudad, la caballería penetró en Famagusta, cruzando por las brechas del fuerte de San Marcos, y se lanzó a todo galope entre ensordecedores alaridos, arrollándolo todo a su paso.

Eran doce regimientos, que cargaban con furia y sin la menor compasión. No hubiera habido ningún cuerpo de ejército, por aguerrido que fuese, capaz e enfrentarse a aquellos hijos del desierto.

Sobre las cuatro de la madrugada, cuando la oscuridad empezaba a desvanecerse, los jenízaros, que con la colaboración de la caballería habían sofocado toda resistencia, registrando una por una, las casas no derruidas, y degollando a cuantos encontraban en su interior, llegaron ante la vieja iglesia de san Marcos.

El valeroso gobernador de Famagusta se hallaba de pie en el último escalón, apoyado en su espada y con un puñado de bravos a su alrededor, únicos que lograron escapar de la matanza.

Estaba sin cimera y por su destrozada cota brotaba la sangre. Pero ni una simple arruga se advertía en la frente del
condottiero
y su mirada aparecía tranquila.

Los jenízaros, que se habían dado cuenta de quién era, se detuvieron e interrumpieron su salvaje griterío.

La sorprendente serenidad de aquel hombre, que durante tantos meses mantuvo a raya al más poderoso de los ejércitos formados por el sultán de Bizancio, y que con el valor de su brazo habían enviado más de veinte mil guerreros al paraíso del Profeta, parecía haber calmado de súbito a aquellos seres sedientos de sangre cristiana.

Un bajá, que adornaba la cimera con tres plumas verdes, y que llevaba una larga cimitarra, anheloso de acabar con aquel puñado de guiaurri, se había abierto camino entre los jenízaros, haciendo caracolear de una forma insolente a su corcel.

—¡Presentad vuestras cabezas a las cimitarras de mis guerreros! ¡Estáis vencidos! —gritó.

Una despectiva sonrisa se dibujó en los labios del gobernador, en tanto que sus ojos despedían un destello de ira.

—¡Puesto que tanto lo deseas, mata! —repuso, arrojando su espada—, ¡Pero acuérdate de que el León de san Marcos no queda exterminado en Famagusta y que algún día su rugido retumbará bajo las murallas de la antigua Bizancio!

Y alargando su mano hacia la puerta de la iglesia, que se hallaba abierta, añadió:

—¡Allí se encuentran las mujeres y los niños! ¡Podéis asesinarlos! ¡No ofrecerán resistencia! ¡Deshonrad, si os parece, la fama de los guerreros orientales! ¡La historia os juzgará!

El bajá permaneció silencioso. Las altivas palabras del jefe de los venecianos le habían ofendido y no era capaz de hallar una respuesta oportuna.

En aquel momento resonaron las trompas y redoblaron los timbales. Las apretadas filas de jenízaros se abrieron.

Era el gran visir, que llegaba con sus capitanes y la guardia albanesa.

Apareció en la plaza con la espada desenvainada, erguido sobre su caballo empenachado y con la celada alta. Pasó por entre las filas de jenízaros, sin dirigirles ni siquiera una mirada, a pesar de que gracias a ellos había podido conquistar Famagusta, e indicando con la cimitarra el puñado de guerreros vencidos, ordenó a su guardia:

—¡Cogedlos a todos!

En tanto que llevaban a cabo su orden, sin que los vencidos ofrecieran la más mínima resistencia, el gran visir subió en su caballo los tres escalones y penetró en la iglesia, deteniéndose en el centro, con aspecto majestuoso y altivo.

Las mujeres, que estaban en torno al altar mayor, abrazadas a sus hijos, lanzaron exclamaciones de espanto, mientras un anciano sacerdote, tal vez el único que había sobrevivido a la tragedia, ponía una cruz en alto, como si con ella pretendiese impresionar al sanguinario representante del gran sultán de Bizancio.

Aquel momento era solemne, espantoso. Bastaría una señal para que los jenízaros, que ya habían entrado en la iglesia, se arrojaran sobre aquellas infortunadas y las mataran a golpes de yatagán y cimitarra.

El gran visir guardaba un absoluto mutismo, fijando la mirada en la cruz que el sacerdote sostenía en alto.

Las mujeres gemían, los niños lloraban y los jenízaros murmuraban, deseosos de empezar el saqueo.

Todas a la vez, y como si un impulso divino las hubiese inspirado al unísono, aquellas madres alzaron en sus brazos a sus niños y los enseñaron al gran visir, mientras decían entre sollozos:

—¡Perdona a nuestros hijos, que son inocentes!

El general del ejército del Islam bajó su cimitarra, que acababa de levantar para ordenar la matanza, y volviéndose hacia sus guerreros gritó con voz atronadora:

—¡Todo lo que hay en este lugar pertenece al sultán! ¡Ay de quien lo toque!

Aquello significaba el perdón.

7. En el interior del subterráneo

Cuando, a raíz de la huida de los mercenarios y la desbandada de los venecianos, El-Kadur adivinó que Famagusta había caído y que cualquier resistencia era inútil, se dirigió a la carrera en dirección al subterráneo de la torre de Bragola, donde se consideraba más seguro que en ningún otro lugar.

Los turcos habían rebasado también por aquel punto las murallas. Pero antes que los albaneses que la asaltaban penetrasen en la población como hicieron ya los jenízaros, El-Kadur, ágil a semejanza de los antílopes de sus desiertos, se adentró en el angosto pasadizo y lo tapó luego con montones de piedras, para impedir que la luz de la antorcha, que estaba aún ardiendo, lo delatara.

Lo primero fue mirar a la duquesa.

La joven, tumbada en un colchón, se hallaba dominada por un fuerte delirio. Movía los brazos como para rechazar al enemigo, suponiendo tener todavía la espada en la mano y combatir contra los turcos y, de vez en cuando, pronunciaba frases incoherentes.

—¡Ahí, el «tigre de Arabia»!… ¡Recordad lo de Nicosia! ¡Cuánta sangre!… ¡Es él, Mustafá!… ¡Disparad sobre él!… ¡Le Hussière… en la laguna…; la luna riela sobre la Salud!…Tranquila, bellísima… la noche de Venecia…, la góndola de negro color…, noche serenísima…, la cúpula de San Marcos!… ¿Qué ruido resuena en mi cerebro? ¡Ah! ¡Ya!… ¡Lo distingo!… ¡El León de Damasco lo conduce!… ¡Lo matan!…

La duquesa emitió un grito de espanto y de angustia, en tanto que sus facciones se demudaban por una congoja inexplicable. Sentada en el colchón con las manos juntas y los ojos con expresión aterrorizada y abiertos de par en par, miraba en torno suyo. Luego calló de nuevo y se sintió dominada por el agotamiento, como resultado de la excitación pasada.

Parecía estar sumida en un sueño profundo. Sus labios sonreían y su semblante había recuperado de nuevo su aspecto sereno.

Sentado encima de un cajón, al lado de la antorcha que iluminaba de una forma lúgubre el subterráneo, el árabe la contemplaba con la cabeza entre las manos. De vez en cuando un suspiro sacudía su pecho y su mirada, apartándose de la duquesa, erraba por el vacío, como intentando encontrar alguna visión. Un extraño fulgor brillaba en sus ojos y dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Los años han pasado y con ellos se me han olvidado los amplios horizontes, las dunas de arena, la tienda de la tribu nómada que siendo niño me raptó a mi madre; las palmeras de gran altura, los galopantes
meharis
del desierto; pero jamás olvidé y hasta la recuerdo en mi dorada esclavitud, a mi encantadora Laglán —musitaba El-Kadur—. ¡Infortunada joven! ¿En qué tierra de la nefanda Arabia te encontrarás en este momento? Tenías los ojos negros, igual que mi señora, tan bellos como ella los labios y el rostro. Yo dormía dichoso cuando tú tañías la
mirimba
, olvidando los crueles castigos de mi señor. Me acuerdo cuando tú llevabas al desgraciado esclavo, que se hallaba moribundo por los golpes de
corbac
de aquel canalla, agua para mitigar su ardorosa sed. ¡Nos separamos, y tal vez hayas muerto en las orillas del mar Rojo, que arrullaba con el susurro de sus interminables ondas nuestro amor, la esperanza en nuestro futuro, y mi corazón ha sido dominado por otra mujer, más fatal para mí que tú! Me acuerdo de tus negros ojos, que yo contemplaba extasiado cuando terminaba el día y los camellos regresaban de los pastos. Pero ella posee la piel blanca, en tanto que yo la tengo oscura, y no es una esclava igual que tú. Sin embargo, ¿es que no soy también hombre? ¿No nací libre? ¿No era mi padre un famoso guerrero de los Amarzucki?

Se había incorporado y dejado caer el manto; pero se sentó otra vez, o más bien, se dejó caer, como si sus fuerzas le hubiesen abandonado de improviso.

—¡Soy un esclavo! —exclamó con voz ronca—. ¡Un fiel perro de mi señora…, y únicamente la muerte me podrá hacer dichoso! ¡Mejor hubiera sido que una bala o una cimitarra de mis antiguos correligionarios me hubiera destrozado el corazón! ¡Mis congojas habrían así acabado!

Y encaminándose hacia la entrada del subterráneo, agregó en tono casi fiero:

—¡Sí! ¡Iré en busca de Mustafá y le notificaré que, aunque de piel morena y árabe, soy un creyente de la cruz, que he traicionado en mil ocasiones a los turcos y así me hará decapitar! ¡De aquí a una hora dormiré el sueño eterno y todo habrá acabado dichosamente para mí!

Un gemido que brotó de los labios de la duquesa le hizo detenerse.

Se dirigió hacia ella, pasándose la mano por la frente.

La antorcha despedía sus últimos resplandores, dominando las tinieblas del subterráneo. Aquella oscuridad produjo en el árabe una amedrentadora impresión.

—¿Qué infamia pensaba cometer yendo en busca de la muerte? ¡Miserable de mí, que la dejaba sola, herida y sin ninguna clase de ayuda! ¡Yo que soy su esclavo, su leal El-Kadur! ¡Estaba loco; soy un canalla!

Se había aproximado a la duquesa, que todavía se hallaba dormida, con los negros cabellos sueltos en torno al rostro y los brazos extendidos como si sostuviesen aún la poderosa espada del capitán Tormenta.

Su respiración era pausada, pero alguna pesadilla atormentaba su cerebro, ya que de vez en cuando el semblante se le contraía de improviso.

Un nombre surgió, por último, de sus labios.

—¡El-Kadur…, mi fiel amigo…, socórreme!

Un destello de profunda alegría relampagueó en los ojos del hijo del desierto.

—¡Está soñando conmigo! —susurró con un sollozo—. ¡Me pide que la salve! ¡Y yo que pensaba dejarla y permitir que muriera! ¡Ah, señora! ¡Tu esclavo morirá, pero primero te ha de librar de los peligros que te rodean!

Aquella explosión de alegría fue muy breve, ya que otro nombre brotó de los labios de la duquesa.

—¡Le Hussière!… ¿Dónde te encuentras? ¿Cuándo te volveré a ver?

Otro sollozo agitó el pecho del árabe.

—¡Sueña con él! —dijo sin que su voz indicara el menor odio—. ¡Lo ama!… ¡A él, que no es un esclavo!… ¡Estoy loco!

Puso de nuevo en su sitio las piedras, encendió otra antorcha y volvió a sentarse al lado de la duquesa, con la frente entre las manos.

Semejaba no oír ya nada, ni el fragor de los últimos cañonazos, ni el clamor furioso de los turcos en los fuertes.

¿Qué le importaba a él que Famagusta hubiese sido conquistada y que la carnicería comenzara, si su señora no se hallaba en peligro?

Clavaba la vista con fijeza, delante de sí, siguiendo con ella tal vez una visión. Acaso su pensamiento recorría los años de su primera juventud, cuando siendo niño galopaba por los abrasadores desiertos de la Arabia en los veloces
meharis
, todavía en libertad; quizá pensara en la noche terrible en que una tribu enemiga había asaltado la tienda de su padre y, luego de haber matado a los guerreros que la vigilaban, lo habían raptado en un rápido corcel para convertirlo a él, el hijo de un jefe ya poderoso, en un mísero esclavo martirizado por un despiadado amo.

Tal vez pensaba en la pequeña Laglán, su compañera de fatigas y martirios, que por primera vez hiciera latir su corazón y a quien su ardiente imaginación comparaba, exceptuando el color de la piel, con la duquesa de Éboli, su señora.

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