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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (41 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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—¿Lo oyó otra vez desde entonces? —pregunté a McUik al cabo de una pausa—. ¿Ha habido algo semejante esta noche, por ejemplo?

—No. No lo creo, señor. Con mi consiguiente sorpresa —el tono del hombre había sido vacilante—, debo señalar, señor, que mi detector es totalmente inservible en medio de una tormenta como ésta. Las descargas eléctricas en la atmósfera hacen imposible recoger impulsos de energía débil, y si tratara de utilizarlo ahora sólo lograría arruinar mi aparato y además electrocutarme, con seguridad. Pero si no hubiera sido por la tormenta, quizás la historia habría sido otra. No puedo afirmarlo con certeza, señor, pues creí comenzar a captar algo más temprano. Era muy confuso e intermitente, pero tal vez ello se haya debido al hecho de que el transmisor, o bien mi detector, se hallaban algo fuera de frecuencia. Luego, las condiciones atmosféricas empeoraron tanto que…

Miré la esfera luminosa de mi reloj pulsera.

—¿Fue aproximadamente hace dos horas? —pregunté.

—Sí, o tal vez menos, señor. ¿Por qué? Tiene usted motivos para…

—En verdad, no —repuse sonriendo. No obstante mi respuesta, estaba pensando en aquel momento que había transcurrido dos horas desde que oí aquel suave golpe en la puerta de la sala y descubrí a Carmel esperándome en el vestíbulo oscuro. Y Andrea llevaba ya algunos minutos de ventaja… Me estremecí, no sólo debido a mis ropas mojadas. Deseé haberme atrevido a preguntar a McUik si su detector era capaz de captar otros tipos de ondas además de las puramente eléctricas. Pero carecía tanto del vocabulario técnico como del valor moral para formular la pregunta.

Me limité a acariciarme la barba, y Thrupp reanudó el interrogatorio.

—Volviendo a la noche del siete al ocho, entiendo que no oyó ni vio nada anormal, ¿no, sargento? Aparte del impacto de ese misterioso transmisor contra su detector, quiero decir.

Una vez más, McUik vaciló visiblemente. Luego rió, algo avergonzado.

—No, en el sentido a que usted debe de referirse, señor —repuso.

—Explíquese —dijo Thrupp.

—Pues bien, señor —una vez más la voz del sargento expresó aquella curiosa vacilación—. La verdad es, señor, que de noche hay un ambiente extraño aquí, en los Downs, cuando se está solo —su tono indicaba casi con seguridad que estaba cubierto de rubor—. No es del todo explicable, señor. Quizás tenga una imaginación febril, pero siempre estoy imaginando ver y oír cosas que no existen en realidad. Creerá que soy tonto…

—¡Nada de eso! —interrumpí, apoyando amistosamente una mano sobre su hombro—. Mi estimado sargento, es un hecho reconocido. Usted no ha nacido en estos lugares. Pero yo sí, y sé exactamente a qué se refiere. Se oyen voces y murmullos extraños, y la oscuridad adquiere formas fantásticas que se disuelven en la nada cuando intentamos acercarnos a ellas. Y uno ve, o cree ver, extrañas siluetas blanquecinas a larga distancia, por el alrededor, y a veces por encima de la cabeza…

—Exactamente, señor —interrumpió McUik agradecido—. Me alegro de que sepa a qué me refiero, señor, porque no es fácil describirlo. Por suerte, no soy tan supersticioso, como algunos de mis vecinos en los Highlands, de donde yo vengo, porque con tantos murmullos y susurros, y sonidos fantásticos, y fantasmas y duendes y siluetas que vuelan sobre mi cabeza… ¡Hombre, no hubiera pasado una noche sin volverme loco!

—¡Tonterías! —dijo con energía el mariscal de campo. Pero su manifestación de escepticismo no contribuyó a disminuir el efecto de la confesión del sargento sobre el resto de nosotros.

—Es una prueba de nervios —comentó Thrupp muy sereno—. Si bien debe tener explicaciones por completo naturales, según creo.

—Sin duda, señor —dijo el sargento, empujando las gotas de lluvia de sus párpados—. Sí, la noche de que hablábamos hace un rato, fueron las gaviotas las que me dieron el mayor susto. Verdaderamente, casi me desmayé del sobresalto. Cuando miré hacia arriba y vi aquellas grandes formas blancas deslizándose por el cielo como otras tantas brujas… —el sargento no terminó la frase, sino que se echó a reír como si se despreciase a sí mismo.

Con truenos o sin ellos, con lluvia o sin ella, juraría que en aquel instante se habría oído el ruido de un alfiler al caer. Luego:

—Pero ¡sargento, las gaviotas no vuelan de noche! —exclamó Adam con toda la seguridad del naturalista aficionado.

—¡Serían lechuzas blancas, entonces! —gruñó Sir Piers.

—Las lechuzas blancas no se deslizan —dijo Adam con cierta vehemencia.

Una vez más se produjo un silencio tenso, que duró varios segundos.

—Por lo que se ve, mis conocimientos de ornitología no son muy profundos —dijo McUik, disculpándose humorísticamente—. Yo supuse que eran gaviotas, y no pensé más en ello. Sin duda eran blancas y se deslizaban, y en aquel momento me alarmaron un poco. Pero no podía prestarles mucha atención, porque acababa de captar el transmisor por segunda vez y estaba tratando de mejorar mi sintonización.

—¿A qué distancia estaba usted de Pest House entonces? —pregunté en voz baja.

—Bastante lejos, señor. Mil yardas o más…

—¿Y las «gaviotas» volaban alejándose de la dirección de Pest House? —insistí.

El sargento reflexionó.

—Sí, señor —repuso—. Ahora que lo menciona, volaban desde allí, al parecer. Comprenda, señor, que yo estaba dedicando toda mi atención al detector y que sólo miré hacia arriba un instante, en el cual las vi deslizarse por sobre mi cabeza, y oí un leve rumor, como de alas.

—¿Rumor de alas? —dije—. ¿No oyó ningún otro ruido, sargento?

Una vez más el sargento rió, en apariencia avergonzado de lo que iba a decir.

—No; gritaban un poco, señor, de vez en cuando. Usted habrá oído los gritos característicos de las gaviotas. A veces, son casi humanas… Gritan, como almas, condenadas…

12

Durante mucho tiempo he abrigado la opinión de que los antiguos griegos, que en general sabían muy bien lo que hacían, cometieron no obstante un profundo error desde el punto de vista psicológico al atribuir el dominio de las tormentas a Zeus, a quien los romamos llamaban Júpiter. A mi juicio, cuyo valor, desde luego, es relativo, Hera o Juno habrían sido una alternativa mucho más acertada, pues si hay un fenómeno natural que indiscutiblemente pertenece al género femenino es el de las tormentas eléctricas. Existe una especie de incoherencia caprichosa, maliciosa, histérica en estas tormentas que recuerdan de manera insistente a una mujer malhumorada, neurótica, que luego de haber golpeado a su marido con el rodillo de amasar, comienza a arrojar ollas y cacerolas y otros utensilios domésticos al gato, al perro, al loro y a los vecinos. Como una mujer ebria hasta la locura, una tormenta de truenos es a la vez ruidosa, espectacular, irresponsable, frenética, imprevisible, temible y lacrimosa. Como fluyen a raudales las lágrimas cálidas y cegadoras de los ojos de una mujer, del mismo modo cae la lluvia del cielo, furiosa, al parecer eterna, y empapándolo todo. Y luego, en ambos casos, cuando nos hemos resignado a esta aterradora cualidad de interminable del torrente, cesa súbitamente, como si de pronto hubiesen cortado su fuente. Y entonces la impresión de este cese repentino nos agita
con más
violencia aún que el de la iniciación.

Si el lector me exige en este momento que desista de este reaccionario filosofar y me apresure a llevar esta vigorosa narración a un desenlace apropiado, rápido y dramático, una vez más lograré desvirtuar todas las acusaciones de inoportunidad de que me hayan hecho objeto, señalando que fue precisamente en el instante en que el buen McUic utilizó su trillada pero gráfica comparación sobre las almas perdidas cuando la lluvia cesó tan súbita y totalmente como si hubiese intervenido algún encargado de las esclusas. La luna estaba todavía oculta. Espesas nubes negras se desplazaban amenazadoras en el cielo, mostrando los bordes de sus forros plateados cada vez que los grandes haces de rayos furiosos serpenteaban y chillaban entre la tierra y el espacio cargado de electricidad. Sobre nuestras cabezas rompían y rugían fuertes truenos, en un estruendo que habría sido el sueño de un artillero embriagado. Pero la lluvia, en cambio, había cesado por completo, y si bien todos sabíamos que sería sólo un intervalo, la cesación del contacto físico directo con la tormenta quebró el sortilegio de inmovilidad que nos mantuviera clavados durante tanto tiempo en aquel sitio.

—¡En marcha! —dijo Sir Piers por centésima vez esa noche.

Obedientes, comenzamos a avanzar con nuestro calzado lleno de barro y agua en dirección a nuestro objetivo, distante ahora sólo una milla. Mientras, el mariscal de campo impartía sus órdenes de operaciones mediante frases claras y concisas. Como correspondía a un buen soldado, mi tío se resistía a que nada le distrajera del gran principio táctico del Mantenimiento del Objetivo, aunque se tratase de consideraciones relativas a lo oculto. Sean cuales fueran sus sentimientos íntimos, los cuales yo por lo menos hallé casi imposible determinar, demostraba que se aferraba a su teoría estrictamente materialista de que Drinkwater era un agente del Tercer Reich. Quizás fuese asimismo un agente del Diablo, pero frente a la cuestión principal, aquello era un factor de segundo orden. Sin desear incurrir en la exageración, no creo que tío Piers se hubiera apartado del camino de su deber militar ni siquiera en presencia de pruebas irrefutables de que su presa era Satanás en persona, o Arcontes…

Mi tío definió la naturaleza de la operación como un reconocimiento con despliegues de fuerzas, cuyo objetivo era penetrar en las líneas del enemigo y obtener información sobre sus fuerzas, armamentos y posiciones. En términos menos técnicos, debíamos revisar Pest House desde el techo hasta el sótano, con vistas a descubrir el secreto del hipotético equipo mediante el cual aquellas ondas de radio, capaces de servir al enemigo en época de guerra, se emitían ya con potencia suficiente como para provocar reacciones en el detector hipersensible de McUik. Si era posible lograr este objetivo con sigilo, es decir, sin que Drinkwater mismo lo advirtiera, en el caso de que estuviese dormido como correspondía a todo ciudadano respetable, tanto mejor. Pero si, como era muy probable, descubríamos que estaba alerta a raíz del aviso de Andrea, ya fuese personal o telefónico, acerca de nuestro interés en sus actividades —hecho que le revelara el haber escuchado a hurtadillas—, sería necesario recurrir a una táctica más sutil. En tal eventualidad se realizaría un ataque frontal directo, en el cual participarían dos unidades de nuestra pequeña formación, Sir Piers y yo, mientras el resto de nuestras fuerzas trataría de realizar la misión especial que les fuera encomendada; es decir, que el ataque frontal sería tan sólo un cebo destinado a distraer la atención de Drinkwater de las investigaciones a realizar en otros puntos de su casa. Siempre oportunista, el Mariscal de Campo señaló que nuestro aspecto empapado y desaliñado nos proporcionaba una excusa harto adecuada para solicitar, sin rodeos, refugio contra la tormenta. Con mucha razón, según pienso, Sir Piers no quiso especificar nuestros diversos deberes con demasiados detalles, pues evidentemente era esencial dejar muchas cosas a nuestra iniciativa personal y a las necesidades que surgieran en el momento, según el desarrollo de los acontecimientos. Se dispuso que Thrupp dirigiera el grueso de las tropas con misión especializada, confiándosele la tarea de aplicar su destreza profesional en el allanamiento de locales sospechosos de la mejor forma posible, una vez que mi tío y yo hubiésemos abierto la brecha inicial en las defensas enemigas.

La aldea de Bollington se halla en un anfiteatro no muy profundo de los Downs, el cual se abre con amplitud hacia el sur, es decir, en dirección aproximadamente opuesta a aquella por la cual estábamos acercándonos. Debido a esta conformación del terreno, el caserío es invisible para cualquiera que se acerque por el norte, hasta llegar al borde del anfiteatro. Una vez alcanzado este punto, en cambio, es posible abarcar con la vista todo el anfiteatro, y Bollington mismo, situado en el segmento noroeste del círculo, se encuentra casi inmediatamente debajo de nuestros ojos. La vieja casa llamada Pest House está situada sobre una pequeña eminencia o colina, hacia el este y un poco al sur de la aldea propiamente dicha, debiéndose su situación al hecho de que se deseaba que los vientos del sudoeste llevasen los miasmas lejos de las demás viviendas. El límite de Pest House se halla quizás a seiscientas o setecientas yardas de la esquina más próxima de la aldea.

Sir Piers ordenó un alto cuando llegamos al borde del anfiteatro, y todos nos tendimos sobre el suelo anegado junto a él. Con excepción de la iluminación esporádica de los relámpagos, reinaba una gran oscuridad. La tormenta, que había disminuido algo durante las últimas etapas de nuestra marcha, entraba ahora en un nuevo y terrible
crescendo
, como si estuviese preparando su apoteosis final. El ruido era intenso. Ya no se distinguían los truenos en forma aislada, ni era posible relacionarlos con cada uno de los rayos. El rumor y el estruendo tenían ahora la continuidad de un bombardeo ininterrumpido, en contraste con las salvas aisladas que se oyeran antes. No una vez, sino una docena de veces, oímos cerca de nosotros el aterrador chillido y el crepitar de la maleza quemada al caer las grandes lenguas bifurcadas sobre las mesetas. Debo confesar, sin excesiva vergüenza, que me sentía bastante asustado.

No obstante, mediante un esfuerzo de voluntad, me obligué a mí mismo a mantener el rostro dirigido hacia el objetivo, como lo hacían los otros. De haber sido de día, habríamos estado en una posición excelente para cubrir Pest House. Aun ahora, a las tres de la mañana, los relámpagos eran tan frecuentes que no dejábamos de ver la propiedad, aunque sólo por unos segundos. Estaba a ochenta pies de nosotros en cuanto a altitud se refiere, y a más o menos mil yardas sobre la pendiente del promontorio. Tan cerca y a la vez tan lejos… Y la tormenta era por momentos más violenta. La lluvia no había recomenzado, pero en cualquier momento se produciría otro diluvio.

Me acerqué a mi tío y grité junto a su oído:

—No podemos seguir así. Cada vez es más difícil avanzar…

—¡Cuentos! —dijo mi tío desdeñosamente—. Estamos en condiciones ideales para una operación nocturna. No sólo contamos con la iniciativa, sino además con el elemento sorpresa. Quisiera que lloviese nuevamente. Nos ayudaría a ocultarnos…

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