Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
Un trueno intensísimo ahogó el resto de lo que dijo.
Había algo de verdad en lo que había dicho, sin duda, pero… En el curso normal de los acontecimientos no me asustan las tormentas, pero ésta era la más diabólica que podía recordar. Sin que llegase a minar mi valor, el ruido empezaba indudablemente a alterar mis nervios, y no sólo los míos, según podía adivinar.
—¿Alcanzas a ver alguna luz en Pest House? —preguntó mi tío poco después.
—No —repuse—. Es lo que estaba buscando, pero no es posible que una lámpara de aceite sea visible en medio de semejante tormenta, y la oscuridad entre los relámpagos no dura lo suficiente como para que la vista se acostumbre a ella.
—Baja y estudia el terreno, Roger —dijo el Mariscal de Campo—. Llévate a McUik como ayudante. Acércate, bien protegido, y mira a ver si hay señales de vida. Envía a McUik de regreso con un mensaje, pero quédate tú. Te daremos diez minutos de ventaja, y luego te seguiremos lentamente, manteniéndonos alerta para recibir el mensaje de McUik. ¡En marcha, los dos!
El gaitero y yo nos deslizamos por el borde del anfiteatro y avanzamos con la mayor rapidez posible por la pendiente cóncava del interior. El hecho de estar en movimiento otra vez, de
hacer
algo, tuvo un efecto reconfortante sobre mi espíritu y me produjo una sensación de bienestar casi místico, una sensación de expectativa que hasta venció muy pronto la repugnante depresión de mis ropas mojadas. Era difícil descender, y mis pies resbalaban y se deslizaban sobre los pequeños sectores de yeso mojado que interrumpían con frecuencia la superficie cubierta de pasto.
Por razones tácticas, nos dirigimos bien al oeste de Pest House, tomando la aldea propiamente dicha como objetivo inicial. No había protección alguna en la ladera, de modo que cualquiera que mirase desde Pest House no podía dejar de vernos mientras descendíamos, iluminados por los relámpagos. Era inevitable aceptar semejante riesgo, empero, y lo más que podía hacer era dar al observador la falsa impresión de que nos dirigíamos a la aldea y no a la aislada casa del promontorio. Una vez en el caserío sería fácil cambiar nuestra dirección y regresar a Pest House por el oeste o por el sur.
McUik, según pude intuir, se sentía mucho menos feliz y tranquilo que yo. El muchacho no era nervioso ni indeciso, pero había entre nosotros una diferencia de temperamento que podía tener su origen en las distintas características raciales del escocés y del sajón. Estoy dispuesto a reconocer con generosidad que en la batalla, o bien en cualquier tipo de acción física contra una fuerza marcial, el escocés me habría superado en cuanto a audacia y valor. Pero en este avance extraño en medio de una tormenta y en dirección a lo Desconocido, su innata afición al interior de las cavernas estaba en marcado conflicto con su temeridad.
Abajo, abajo, abajo; ruido de calzado lleno de agua, tropiezo, deslizamiento, resbalón… y por fin llegamos a la aldea, nos dejamos caer desairadamente sobre nuestras posaderas por una pendiente de ocho pies y atravesamos una zanja que era casi un arroyo, hasta encontrarnos en lo que pasaba por ser su única calle. Parecía imposible que alguien pudiese dormir en medio de semejante ruido, y había esperado ver rostros pálidos que nos observaban por cada ventana de dormitorio. No había, sin embargo, ningún signo de vida. O bien los nativos de Bollington tenían un sueño inusitadamente profundo, o bien tenían nociones poco científicas respecto a la eficacia de las cortinas de percal a cuadros contra los relámpagos. Sea como fuere, no vimos un alma, y, al parecer, nadie nos vio a nosotros cruzar la pequeña «calle». Al producirse dos o tres relámpagos, uno a continuación del otro, hallamos por fin un sendero entre dos hileras de casas en la dirección que buscábamos. Al final de este sendero trepamos una cerca de piedras y nos hallamos una vez más en campo abierto, con Pest House por encima de nosotros, sobre su pequeño promontorio, y a unos pocos centenares de yardas de distancia.
A pesar de nuestra proximidad relativa, era todavía más difícil que antes distinguir luz alguna en la casa, pues además de las rápidas fluctuaciones entre una luz cegadora y las tinieblas más negras, la luna comenzó a brillar en medio de rebaños de nubes en rápido movimiento, y a reflejarse en las ventanas que nos eran visibles. Una vez McUik tocó mi brazo y susurró que veía una luz permanente en la planta baja, pero no era posible establecerlo con certeza desde esta distancia. Lo único que podíamos hacer era aproximarnos al máximo, según había ordenado Sir Piers, y hacer un reconocimiento sobre el terreno mismo…
Cinco minutos más tarde, respirando algo afanosamente después de haber trepado, salvamos un muro de piedra cubierto de enredaderas y nos dejamos caer dentro del jardín en el lado opuesto. Caímos en medio de lo que sería un hermoso borde herbáceo al cabo de unas pocas semanas, y —sin duda en conformidad con el inescrutable Orden de Cosas que bajo el disfraz de la coincidencia tiene por objeto aparente mantener viva nuestra fe en lo sobrenatural—, al detenerme a atar el cordón de uno de mis zapatos, comprobé a la luz de un relámpago que mis pies tan lamentablemente torpes habían hecho ya estragos sobre un prometedor parterre de brotes tiernos de
Datura indica suaveolens
, más vulgarmente conocidas como trompetas celestiales.
Todavía ahora, que estábamos en el jardín, con la casa a veinte yardas de distancia apenas, el cambiante claroscuro de tinieblas, luz y de luna y relámpagos imponía una tarea tan ardua a nuestros ojos que la única forma de cumplir con eficacia nuestra misión era llegar hasta las paredes mismas, y, al dar una vuelta completa del edificio, examinar individualmente cada una de las ventanas. Supongo que la manera de realizar esto con mayor rapidez habría sido separándonos, partiendo McUik en una dirección y yo en la opuesta, y reuniéndonos en el lado opuesto de la casa. Confesaré, no obstante, que la atmósfera del lugar era tal, que me sentía muy poco dispuesto a separarme del escocés un momento antes de lo indispensable. Además, estoy seguro de que McUik, aunque sin duda me habría obedecido, abrigaba los mismos sentimientos frente a una separación de fuerzas.
Old Pest House, según los cambios efectuados por la difunta Mrs. Gillespie, tenía forma de E, sin el rasgo del medio. Es decir, estaba formada por un bloque central de cuyos extremos avanzaban dos cortas alas en dirección al sur. Aun incluyendo estas alas, no era en modo alguno una casa de gran tamaño, pues tenía a lo sumo media docena de dormitorios en el primer piso, además de tres o cuatro habitaciones de recepción de amplias proporciones y las dependencias de cocina en la planta baja. Debido a su forma y disposición, y en particular por comparación con las pequeñas casas de la aldea, daba la impresión de ser algo mayor. En relación con los alrededores, quizás merecía llamarse una casa, pero es muy dudoso que cualquier agente de propiedades, por poco pretencioso que fuera, la hubiera llamado otra cosa que un
cottage
grande. En su origen había sido construida según el estilo de las casas de piedra de Sussex, pero luego de haber sido reconstruida, ostentaba en el piso superior un pródigo despliegue de madera y tirantes, según un estilo que he oído denominar, muy adecuadamente, Jazz Tudor. Había, en verdad, algo extraño y sincopado en todo ritmo de su pretendido estilo arquitectónico.
La casa miraba ligeramente hacia el sudeste, y McUik y yo habíamos entrado en el jardín casi frente a su sala occidental. La media docena de ventanas en esta ala estaban sumidas en las tinieblas, y, a continuación, avanzamos con cautela en torno al extremo sur del ala a fin de examinar el frente. Una vez más nuestra impresión inicial de oscuridad absoluta se vio confirmada en este sector, y manteniéndonos muy junto a la pared, nos deslizamos en silencio por el frente de la casa. La puerta principal, detrás de un pequeño vestíbulo abierto, estaba cerrada con llave. Hice girar con suavidad el picaporte, y poco después mis dedos tocaron a tientas el saliente circular de una cerradura Yale. Todas las ventanas estaban profundamente empotradas en el muro, y si bien no nos detuvimos a intentar abrirlas una por una, todas estaban aparentemente bien cerradas por dentro.
Poco después llegamos al ala oriental, cuyo flanco interior estaba asimismo oscuro e impenetrable. Lo mismo ocurría con el exterior, cuando llegamos a él. En este punto nos detuvimos para descansar, pues por primera vez desde hacía una hora nos hallábamos en una situación que nos permitía protegernos algo contra la tormenta. Durante todo nuestro reconocimiento, los truenos no habían cesado de rugir ni los relámpagos de brillar ininterrumpidamente, y ahora la luna había desaparecido de nuevo detrás de un manto de nubarrones de tormenta. Llovía otra vez, no en forma copiosa, sino en gotas lentas y pesadas como una cortina de cuentas, lo cual no contribuía a mejorar la visibilidad. Llevaba una linterna en un bolsillo a fin de equilibrar el peso de la pistola en el otro, pero, naturalmente, no me atrevía a utilizarla y debíamos guiarnos sólo por los relámpagos. Por fortuna como he dicho, éstos no escaseaban. Al contrario por momentos parecían arreciar en cuanto a frecuencia e intensidad.
En el extremo norte del ala oriental nos detuvimos a descansar, y cuando nuestros pulmones y corazón hubieron recobrado su ritmo normal, McUik asomó la cabeza por la esquina del ala a fin de examinar el único sector de la casa que faltaba por reconocer. Su reacción inmediata fue ponerse rígido como si le hubieran golpeado aferrando mi brazo al mismo tiempo con mucha fuerza y emitiendo un sonido que recordaba mucho la intimación de silencio tan frecuente en los melodramas victorianos.
Como respuesta a su gesto, introduje con cautela la barba y luego la cabeza por encima de su hombro entre su propia cabeza y la pared, y miré en dirección al oeste. Entonces comprendí su exaltación, pues a dos pies de distancia, apenas, había dos ventanales de gran tamaño con cortinas de color petunia e iluminados por una luz más bien potente en el interior de la habitación. Las cortinas estaban corridas, pero mientras avanzaban dos pasos para ver mejor, pude distinguir una sombra que pasaba rápidamente entre la luz y la ventana, lo cual demostró que la habitación estaba ocupada. Por desgracia, las cortinas estaban muy plegadas, lo cual deformaba las siluetas y hacía imposible reconocerlas. No me fue posible establecer siquiera si la silueta era de hombre o de mujer. Sinceramente, la tensión nerviosa había inflamado a tal punto mi imaginación, que durante el primer instante increíble tuve la impresión de que la silueta llevaba uno de aquellos altos sombreros cónicos asociados por tradición con magos, brujas, y magia negra. Lo cual sólo sirve para demostrar… pues, no sé qué demuestra, en realidad.
Una segunda inspección me reveló que aquél no era el único punto iluminado en ese sector de Pest House, no obstante ser el mayor. Más lejos, en lo que supuse que era el centro mismo de la casa, había una media luna de color amarillento opaco, a siete u ocho pies del suelo; evidentemente, la banderola de una puerta. Un instante más tarde un relámpago me permitió confirmar mi suposición.
Con rapidez aparté a McUik hacia el refugio acogedor de la pared oriental y, acercando los labios a su oído susurré mis instrucciones. Ahora que nuestra misión estaba arrojando estos resultados positivos no debía perder tiempo en ir a buscar a Sir Piers y al resto del grupo, quienes para esta hora debían hallarse a corta distancia e informar acerca de lo que habíamos visto. A continuación, debía guiar, por lo menos a mi tío, hasta este punto donde yo seguiría observando el terreno hasta que llegaran. McUik gruñó en señal de asentimiento, pero no se puso en marcha con la celeridad esperada en un sargento del ejército regular. Al parecer le costaba abandonarme, principalmente, según creo, en atención a mi propia seguridad, pero sospecho que también porque no le agradaba mucho su solitaria misión y habría preferido conservar mi compañía. A decir verdad, yo abrigaba los mismos sentimientos, pues nunca me había sentido menos inclinado a la soledad, pero evidentemente era mi deber permanecer donde estaba y mantener aquel tenue contacto logrado hasta ahora con el enemigo hasta la llegada de refuerzos.
Estábamos conversando en vehementes susurros todavía cuando sucedió algo.
Supongo que todo el mundo sabe qué quiero decir al hablar de un sonido anómalo. Recordemos, por ejemplo, cómo, contrariamente a todas las leyes de probabilidad y sentido común, es posible a veces oír el tictac de un reloj en medio del estruendo de una batalla, o el crujir de las botas de un peón de cuadrilla callejera mientras maneja un barreno neumático. Seguramente, un hombre de ciencia rechazaría esto con argumentos relativos a decibelios, frecuencias, resonancia y demás, y dentro de mis limitados alcances tendría razón. Basta decir que estos fenómenos ocurren, y que algo semejante ocurrió en aquel instante. En efecto, en medio del ruido de la tormenta y del repiquetear de la lluvia se oyó el ruido, lejano pero nítido, de un estampido seco, como de una puerta al golpearse o de un arma de fuego al dispararse. Y luego, una fracción de segundo más tarde, mientras la inercia de la sorpresa paralizaba aún nuestros miembros, algo que pudo haber sido una carcajada, o bien un alarido de mujer, seguido de dos o tres sílabas, articuladas, pero ininteligibles…
Dentro de otra fracción de aquella fracción de segundo mi barba avanzó una vez más en torno a la esquina, y mis ojos salieron una buena distancia de sus órbitas en el intento de atravesar las tinieblas. Pero se veía menos que antes, mucho menos, porque ahora la media luna de luz sobre la puerta había desaparecido y sólo se distinguía el resplandor a través de las cortinas color petunia en los ventanales.
Mi
deducción inmediata fue que alguien acababa de utilizar aquella puerta, para salir o bien para entrar en la casa. El ruido que oímos había sido, evidentemente, el de la puerta al cerrarse de modo brusco. Y una vez efectuada la salida o la entrada, habían apagado la luz por no ser ya necesaria. Se me ocurrió que la entrada era mucho más probable que la salida, pues ¿quién iba a salir en medio de aquella tormenta infernal, a una hora tan inusitada, sin contar siquiera con una linterna para iluminar su camino? Con el proverbial espíritu caprichoso de la naturaleza, los relámpagos habían cesado en aquel momento, en el preciso instante en que hubiera sido providencial un buen resplandor sostenido. Simultáneamente, comenzó a llover con mayor intensidad…