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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (64 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Después el capitán se sumió en un profundo silencio y se quedó mirando la amplia cubierta verde con ojos opacos. Donner y Bruce quedaron a la expectativa de un nuevo cambio de humor.

Donner dirigió la mirada hacia el centro del barco, donde la hélice de recambio permanecía almacenada sobre la cubierta. Aunque habían transcurrido tres días desde que había embarcado en las Canarias, todavía le impresionaban las dimensiones del
Leviathan
. Junto con sus hermanas gemelas que impulsaban el buque hasta las costas de Arabia, ésa era la hélice más grande del mundo. ¿Qué quedaría de un hombre después de ser triturado por sus aspas?

Donner levantó los prismáticos y oteó el horizonte cada vez más oscuro. Sus manos se contrajeron brevemente sobre los largavistas cuando descubrió una vela, cuya presencia sobre el océano vacío había pasado inadvertida gracias al carguero que pasaba por detrás. Ya había sufrido varias falsas alarmas sobre esos cálidos mares.

—Un velero.

Ogilvy murmuró una respuesta inaudible y continuó mirando sus cubiertas. Los dedos de su mano derecha se deslizaron sobre la correa de los prismáticos. Luego la abandonaron para acariciar la insignia que lucía en el hombro derecho y su manera de volver la cabeza para inspeccionar el galón hizo pensar a Donner en un fugitivo observando a sus perseguidores.

James Bruce ya estaba examinando el barco con sus propios prismáticos.

—No es un Nautor
Swan
.

—¿Está seguro? —preguntó Donner, accionando preocupado la ruedecilla para enfocar sus lentes.

—Tiene un casco múltiple y está aparejado como un queche —dijo lentamente Bruce—. Es un trimarán.

Donner enfocó sus prismáticos y vio dos palos sobre un ancho casco plano. El barco avanzaba con la brisa de tierra a su favor, rumbo al oeste Cuando había intentado adivinar las intenciones de Hardin el pasado verano, Donner había leído algunos diarios de viaje de navegantes solitarios en pequeños veleros para comprender mejor algunos aspectos del carácter del hombre. El trimarán probablemente acababa de iniciar una travesía hasta las Antillas aprovechando un cálido y agradable alisio. Tal vez cruzaría el canal de Panamá y continuaría a través del Pacífico. El verano anterior habría sido incapaz de imaginar el atractivo de ese sencillo y descansado aislamiento. Ahora ya no estaba tan seguro.

—¿Puede distinguir la tripulación? —le preguntó a Bruce.

—Todavía no —respondió el otro.

El trimarán seguía un curso que le haría cruzarse en el camino del
Leviathan
. Avanzaba muy deprisa, lo suficientemente rápido para pasar holgadamente.

Ogilvy al fin se decidió a hablar.

—Me pareció entender que usted había decidido que Hardin había robado un balandro.

Donner bajó los prismáticos y contempló el encaje de luz roja que tejía el sol sobre las crestas de las olas.

Como un médico auscultando los latidos de un corazón, Ogilvy palpó la vibrante barandilla. El metal zumbaba con una intensidad que había ido en aumento durante la tarde. El capitán cogió el teléfono del ala del puente y ordenó que redujeran la velocidad de las hélices en cuatro revoluciones.

Las vibraciones fueron cediendo gradualmente hasta trocarse en un tolerable temblor, aunque el
Leviathan
todavía tardaría una hora en reducir su velocidad de dieciséis a quince nudos y medio. El capitán continuó cogido a la barandilla. La gruesa juntura en el punto de unión de la pintura vieja con la nueva empezaba a irritarle la palma de la mano.

Telefoneó al puente de mando y su primer oficial se asomó a observarle mientras le respondía.

—Sí, señor.

—Hay un abultamiento aquí en la barandilla, número uno. Encárguese de hacerlo limpiar por el carpintero mañana por la mañana.

—Sí, señor.

—De lo contrario cada vez se hará más grueso a medida que vayamos repintándolo.

—Sí, señor.

Satisfecho, Ogilvy dejó la barandilla y paseó la mirada por el enorme dominio de su buque. Era una nave magnifica, pero había dejado de ser el titán que antes era. El mar había sacado a relucir algunos defectos. Y, lo que era peor, llevaba las cicatrices del ataque de Hardin.

Todo ello le había entristecido al principio, pero al final había acabado cambiando de idea. Llevaba casi cincuenta años navegando y finalmente había aceptado todo lo sucedido como una advertencia de que la supervivencia, y sólo la supervivencia, era la única victoria que concedía el mar.

El
Leviathan
había sobrevivido y todavía seguía siendo el buque más grande que jamás había navegado bajo el firmamento.

Algo se interpuso en su sensación de placidez. El capitán oteó distraídamente las aguas. El trimarán se había acercado a mil metros del petrolero y parecía avanzar directamente hada la proa del
Leviathan
.

El capitán Ogilvy volvió a coger el teléfono exterior.

—Tóquele el silbato a ese idiota, número uno.

El silbato del
Leviathan
tronó imperiosamente.

El trimarán viró dando el costado al petrolero. Una figura emergió de la bañera del velero y se inclinó sobre un trípode situado en la cubierta de popa.

—Capitán… —dijo Donner.

Ogilvy levantó los prismáticos, desconcertado.

—¿Qué demonios es ese artefacto que lleva en la popa?

Las velas del trimarán reflejaron un brillante destello blanco.

—¿Una lámpara de señales? —preguntó Bruce.

Pero Ogilvy ya había echado a correr hacia la caseta del puente, gritando para sus adentros que ninguna lámpara de señales podía emitir una luz tan intensa.

CAPÍTULO XXXIII

Hardin se estremeció con feroz alegría cuando el cohete salió zumbando a través de las aguas. Se apretó contra el trípode, con los ojos pegados a las miras, pulsando con los dedos los interruptores que controlaban el cable de teledirección. El cohete fue empequeñeciéndose en sus miras y hasta sus oídos llegó el grito de Ajaratu anunciándole que su blanca llama se había hundido en la bulbosa proa del
Leviathan
.

El negro buque se tragó el proyectil y continuó su camino.

—¡Traslucha! —grito—. Adelántate a él.

Ajaratu, con una franca expresión de alivio dibujada sobre sus reales facciones bajo la luz del sol poniente, trasluchó y cruzó por delante del
Leviathan
en un amplio bordo de babor. Los anteriores propietarios del trimarán se dedicaban al contrabando de armas a través del golfo de Guinea con destino a las facciones radicales de Angola y la embarcación era muy veloz. Con los ojos fijos en Hardin, Ajaratu puso en marcha el desmesurado motor auxiliar. El barco fue ganando velocidad y levantó un chorro de rocío que cayó sobre la popa, mojando las piernas de Hardin.

Éste cogió un segundo cohete de una pila que tenía preparada junto al trípode y lo deslizó desde la eslinga de lona que había preparado especialmente para esa tarea en la boca del cañón. Era un arma más grande que el Dragón —Ajaratu había localizado y sobornado a un corrupto oficial del Ejército nigeriano con un grado de antigüedad suficiente para poder permitirse robar lo mejor— y era capaz de repetir los disparos con tanta rapidez como consiguiera ir cargando Hardin los proyectiles altamente explosivos.

El
Leviathan
les estaba dando alcance, aparentemente inafectado por el primer disparo, cada vez más alto sobre su popa. Su proximidad llenó de alegría a Hardin. Deslizó el cohete en la boca del cañón y apartó la percha dé la polea lejos del alcance de la potente retroacción del cañón. Después acopló el cable de teledirección, avistó el
Leviathan
a través del localizador óptico y procuró tener paciencia y aguardar hasta que una larga ola levantó el trimarán situándolo en posición óptima para hacer puntería.

—¿Preparada? —gritó, con voz exultante.

Ajaratu puso el barco contra el viento para que la llamarada del disparo no afectara a las velas y se tapó los ojos.

—¡Preparada!

Hardin hizo girar el cañón cuando viró el barca el
Leviathan
seguía avanzando implacable, aplastando las olas, cubriendo el horizonte. Situó la proa en el centro exacto de la mira y disparó.

El cohete salió despedido y se encendió. Las lentes ahumadas de la mira oscurecieron el cegador destello. Hardin manipuló el sistema de teledirección haciendo avanzar el segundo misil a seis metros por encima del nivel del agua.

El trimarán se precipitó al fondo de un profundo seno entre dos olas y Hardin perdió de vista su blanco. Cuando el barco volvió a subir, los últimos rayos de sol resplandecieron sobre el cable de teledirección. Dejó caer el misil hasta la altura de la línea de flotación. Una centelleante línea de oro cercenó el casco del petrolero. Hardin sintió palpitar el cable con las pulsaciones del
Leviathan
.

El
Leviathan
no iba provisto de un mamparo de retención, en el sentido de una segunda proa interior fuertemente reforzada, pero los espacios de las cisternas situadas más a proa estaban divididos en pequeños compartimientos. Algunos de esos depósitos no tenían más de tres metros de ancho, lo cual significaba que en los veinte primeros metros del casco había cuatro mamparos de acero destinados a separar el cargamento.

El primer disparo de Hardin abrió un orificio de tres metros de diámetro en las planchas de la proa y el agua empezó a entrar a raudales mientras el
Leviathan
seguía embistiendo las olas a una velocidad de dieciséis nudos. El primer mamparo de separación saltó hecho añicos en el acto, pero el segundo resistió.

Ogilvy ordenó invertir la marcha de los dos motores. Las gigantescas hélices excavaron una profunda zanja en la estela del buque hincando sus garras en las aguas en sentido inverso al de la marcha, pero no modificaron en absoluto la inercia del petrolero y el
Leviathan
seguía avanzando a toda velocidad cuando el segundo proyectil de Hardin se estrelló contra la proa.

El cohete abolló una cuaderna primaria. Los mamparos se desmoronaron. Las cisternas se inundaron de agua y aire que expulsaron los gases inertes. Enormes planchas de acero de un centímetro de espesor desgarraron las soldaduras que las mantenían unidas y comenzaron a balancearse hacia atrás y hacia delante como algas movidas por la marea. Las planchas desprendidas se rozaban entre sí, soltando chispas.

Ogilvy apartó al timonel y cogió el yugo del timón.

El tintineo y traqueteo de las planchas gigantes al entrechocar no alcanzaba a escucharse desde el puente de mando situado a quinientos metros de distancia y el capitán sólo podía intentar adivinar la magnitud del daño causado por los cohetes. No hizo ningún comentario cuando su primer oficial le comunicó que Hardin había disparado por segunda vez. Ya lo había visto. Igual como en ese mismo momento podía ver al monstruo introduciendo un tercer proyectil en la boca de su cañón.

El
Leviathan
no había perdido nada de velocidad. Estaba a punto de dar alcance al velero, pero no tan rápidamente como para impedir que Hardin pudiera volver a disparar. El capitán hizo virar completamente el yugo del timón. El buque respondió a regañadientes. Volvió a accionarlo con fuerza como si quisiera detener al petrolero a fuerza de mera voluntad. El rápido trimarán viró al unísono frente a él, surcando veloz las olas, y dentro de un instante Hardin estaría preparado para disparar otra vez.

Al escapar los gases inertes de las cisternas, el aire se mezcló con los restos de vapores de petróleo que todavía quedaban en los depósitos violados. La primera explosión fue reducida. Y tampoco llegó a escucharse ni se notó en el puente de mando. La onda expansiva se difundió en la dirección que ofrecía menos resistencia, esto es, hacia dentro, pues las cisternas estaban vacías y el mar reforzaba el casco exterior. La primera explosión destruyó varios mamparos interiores y la mezcla de oxígeno con los volátiles vapores residuales de petróleo puso en marcha la nueva explosión.

Hardin vio brotar una columna de fuego de la cubierta de proa. Escuchó un agudo estallido como el sonido de un trueno aislado. Una segunda explosión hizo volar trozos de material alrededor del petrolero y el fuego se extinguió como una vela despabilada. El mar se agitó con un superficial oleaje que avanzaba en su dirección y Hardin oyó un largo y profundo rugido que fue propagándose sobre las aguas.

Observó el petrolero a través del largavistas del sistema de teledirección y alcanzó a divisar cómo se separaban las cubiertas del
Leviathan
vomitando chorros de humo y llamas. Las llamas envolvieron las proas. Hardin apuntó al centro de la hoguera y volvió a disparar su cañón.

El cohete penetró entre las llamas. Hardin izó un cuarto proyectil sobre la eslinga, cargó el cañón y disparó. Luego cargó un quinto cohete. Las explosiones monopolizaban todos sus pensamientos. Las llamas que le servían de blanco se extendieron más y más. Hardin disparó otro cohete, y otro más.

Había perdido el control de sí mismo y simultáneamente controlaba perfectamente la situación. Estaba dispuesto a continuar eternamente la batalla, navegando frente al monstruo, disparando una y otra vez hasta que el mismo peso de los proyectiles acabara arrastrándolo al fondo del mar. Cuanto más próximo lo tenía, más deprisa cargaba Hardin. Las llamas empezaron a calentarle la cara y trozos de metal incandescente comenzaron a llover a su alrededor hundiéndose siseantes en el mar.

Hardin izó, cargó, disparó y teledirigió otro cohete. El proyectil desapareció en las llameantes fauces y él se dispuso a cargar otro. No le quedaba ninguno; la cubierta estaba vacía. Ajaratu viró apartándose del buque en llamas y mientras el trimarán se deslizaba velozmente junto a éste, Hardin se apoyó jadeante contra el trípode y contempló su obra.

Una gran bola de fuego fue avanzando de proa a popa hasta que sólo la blanca torre del puente de mando apareció intacta. La proa empezó a hundirse y un bote salvavidas con una toldilla descendió balanceándose hasta las aguas agitadas. El
Leviathan
lo arrastró tras de sí, como un pescado arponeado, hasta que cortó las amarras y fue quedando rápidamente rezagado.

Hardin levantó la cara hacia el holocausto. Una enorme explosión resonó en las profundidades del petrolero y trozos de material incandescente pasaron zumbando sobre su cabeza. Hardin siguió mirando como hipnotizado. Todavía avanzando a la misma velocidad de dieciséis nudos, el
Leviathan
se zambulló bajo las olas, arrastrado hacia su tumba por el impulso de su infinita inercia.

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