Rebecka se obliga a armarse de valor. No hay nada peor que quedarse allí esperando a que suceda. Trata de convencerse de que es fuerte. Tiene una fuerza cuya existencia desconocía la otra vez que la figura la siguió.
Respira hondo y se da media vuelta al mismo tiempo que las puertas de entrada se abren con un leve silbido. La figura ha desaparecido. Gustaf aparece corriendo hacia ella. Sus pasos resuenan huecos sobre el suelo de piedra.
—Perdona que haya tardado tanto —dice Gustaf—. Leffe se toma su trabajo un poco demasiado en serio. He tenido que describirle la bufanda para que me la devuelva. Y la verdad, no me había fijado en el color de los cuadros…
Se interrumpe y la mira extrañado.
—¿Qué pasa?
—Nada. ¿Has visto a alguien al entrar?
—No… ¿Por qué lo preguntas?
Rebecka consigue esbozar una sonrisa alegre y despreocupada.
—No, que me ha parecido ver a un conocido —dice volviéndose hacia el escaparate de Kristallgrottan—. ¿Has visto la tienda nueva? Qué cosas más feas. Bueno, aunque algunas son bonitas.
—¿Te gusta algo en particular?
Rebecka señala el collar.
—Lo sabía —responde Gustaf sonriendo satisfecho.
—¿El qué?
—Bah, no, que estaba pensando… Pronto será tu cumpleaños… Aunque no tendría que haberlo dicho, claro.
Gustaf se ríe y ella sospecha que ya le ha comprado el collar para regalárselo. O al menos, que tiene pensado comprarlo. Es como un niño. Se le ve todo en la cara. Como si nunca hubiese tenido necesidad de aprender a ocultar nada.
—No me compres nada caro —le dice ella bajito, con la esperanza de no herirlo.
Han intentado hablar de lo del dinero, pero es difícil. Los padres de Gustaf tienen mucho y son generosos, pero en casa de Rebecka, con una familia tan numerosa, nunca sobra el dinero. Gustaf siempre le dice que su familia también es generosa, que uno da en relación con lo que tiene. Parece lógico. Si ella tuviera mucho, también daría mucho. Pero si tienes poco, cuesta recibir.
—Qué callada estás —dice Gustaf, y Rebecka se da cuenta de que llevan un buen rato andando.
—Estaba pensando en una cosa.
—A veces me gustaría poder leerte el pensamiento —sigue Gustaf, sonriendo.
—Te aburrirías enseguida —responde ella, pasándole el brazo por la cintura.
Rebecka contempla la foto de ella con Gustaf, la que tiene en la pared, junto a la cama. Era Gustaf quien sostenía la cámara, durante un paseo por las esclusas, su primera semana como pareja oficial.
Ahora apoya la cabeza en su brazo, está tumbada a su lado sintiendo el calor de su cuerpo.
—Te quiero —le susurra él, y siente su aliento cálido junto a la oreja.
—Yo también te quiero.
Los padres de Gustaf están cenando en casa del jefe de su madre, pero lo hicieron tan silenciosos como siempre. Es una costumbre que no se olvida, siempre tienen la sensación de que hay que ir con cuidado, como si alguien pudiera oírlos o entrar en la habitación de buenas a primeras.
—¿Estás a gusto así? —le susurra.
—Ummm… —responde Rebecka.
Se arrebuja pegándose un poco más a él. No se cansa de sentir su piel. Gustaf la abraza y la besa en la frente.
Fuera ha empezado a soplar el viento. La casa de Gustaf está en la última calle, antes de que el bosque se haga con el terreno a este lado de la ciudad. Existe allí una fosa común, por una epidemia de cólera. El verano pasado dieron un paseo hasta ahí. Unos bloques de piedra marcaban el lugar. Estaban fríos incluso al sol y los habían unido con una gruesa cadena negra.
La idea de la fosa le trae otros pensamientos desagradables. Rebecka recuerda la figura del escaparate y siente que se le tensan todos los músculos, como poniéndose en guardia para la defensa. Intenta relajarse de nuevo. Quedarse con la feliz sensación en la que se encontraba hacía un instante.
—¿Qué te pasa? —pregunta Gustaf.
—¿A qué te refieres?
Gustaf se retira un poco para poder verle la cara. La mira muy serio.
—Es que tengo la sensación de que estás… No sé cómo decirlo. Últimamente estás como en otra parte.
Rebecka abre la boca para protestar, pero Gustaf continúa:
—¿Ha pasado algo?
Ella lo abraza más aún y esconde la cabeza en su pecho. No quiere mirarlo a la cara mientras le miente.
—No.
—¿Seguro? —pregunta.
—Es que estoy muy liada con el instituto —dice Rebecka.
Oye latir el corazón de Gustaf y se pregunta cómo será ser él. Tan tranquilo y tan seguro en todas las situaciones.
—Ahora vas mucho con Minoo, ¿no? —le pregunta al cabo de un instante.
Rebecka se sorprende, pero siente un gran alivio con el cambio de tema.
—Sí. Me cae muy bien, la verdad. Es inteligente. Y legal. Y, además, muy divertida. A veces me da la sensación de que ni ella misma lo sabe.
—Pues tenemos que hacer algo los tres juntos.
—Ummm.
—¿Tú crees que podría gustarle alguno de mis amigos? ¿Rickard, por ejemplo? —sugiere Gustaf.
Rebecka se imagina juntos a Rickard y a Minoo y no puede reprimir una risita. Rickard es un pedazo de pan, pero solo sabe hablar de fútbol. Nada menos idóneo para Minoo.
—¿Por qué no?
—Minoo ya está enamorada de alguien.
Simplemente, se le escapa.
—¿De quién?
Ha prometido no contarlo, y ahora está a punto de hacerlo. Le gustaría tanto poder contarle a Gustaf un secreto… sería como compensarlo por todos los que no tiene más remedio que guardar.
Pero no, se dice. No debo hacerlo. No es un secreto mío, y Minoo no me lo perdonaría nunca.
—No puedo decírtelo.
—Pues claro que puedes.
—No, se lo he prometido.
—¡Venga ya!
—¿A qué viene tanta curiosidad? ¿Es que crees que está enamorada de ti o qué?
Se echa a reír al ver la cara de Gustaf, que finge estar enfadado. Luego le pasa una pierna por encima, la inmoviliza sujetándola contra el colchón y empieza a hacerle cosquillas en la barriga. A Rebecka se le escapa un gritito y se ríe a carcajadas sin poder evitarlo.
—Venga, dímelo —insiste Gustaf entre risas.
Rebecka solo puede responder con la cabeza, apenas le llega el aire a los pulmones.
Al final, se calman y se quedan en silencio. Él empieza a besarla, pero ahora siente cosquillas haga lo que haga. El roce de la barba en el cuello la hace chillar otra vez y Rebecka sube el hombro hacia la mejilla para protegerse.
Y en aquel preciso momento, allí, tumbada con él, no se explica cómo ha podido dudar nunca de que Gustaf la quiere pase lo que pase.
Rebecka llega a casa cerca de la medianoche y se queda despierta dos horas más haciendo los deberes de francés. Después ya no puede dormir. La cabeza se le va todo el rato a la figura del centro comercial. Y cuando se adormila, la sigue en sus sueños.
Tengo que contárselo a Minoo, piensa nada más despertarse al día siguiente.
De pronto siente cierto alivio. En realidad, no está sola.
Cuando baja a la cocina, en la radio se oye música a un volumen discreto. Anton y Oskar todavía duermen. Alma intenta sacar a Moa de la trona y Moa suelta un berrido que le resuena a Rebecka en los oídos. Su madre está al lado de la ventana, con el móvil desportillado pegado a la oreja susurrando algo con expresión grave.
Rebecka saca un cartón de leche agria del frigorífico y mira de reojo a su madre.
—Pues no, no puedo —dice—. Tendrás que decírselo tú mismo.
Le ofrece el teléfono a Rebecka.
—Es papá.
Rebecka coge el auricular con el presentimiento de que serán malas noticias.
—Hola, Beckis… —La voz de su padre suena tensa—. Tengo una mala noticia que darte. Estaré en un congreso el fin de semana. Me voy a perder tu cumpleaños.
No debería afectarle algo tan infantil como pasar un cumpleaños sin su padre. Pero le afecta.
—Ajá —dice mirando el frigorífico, concentrándose en un imán con forma de abejorro sonriente. Todo el tiempo nota la mirada de su madre puesta en ella.
—Es muy importante que vaya. De lo contrario, sabes que no…
—Lo entiendo —lo interrumpe Rebecka—. Ya hablamos, adiós.
Su padre intenta decir algo más, pero ella cuelga.
—Beckis… —comienza su madre con una voz tan suave que le produce un hormigueo por todo el cuerpo.
Quiere consolarla pero no comprende que ese tono y la expresión compasiva no hacen sino empeorarlo todo. Rebecka solo quiere fingir que no ha pasado nada, para poder olvidarlo lo antes posible.
—No importa —concluye Rebecka rehuyendo la mirada de su madre.
Vuelve a meter el cartón de leche agria en el frigorífico. Tiene hambre, pero le da igual. El hambre le infunde esa sensación sólida y fuerte de control. Una sensación que, en el fondo, sabe que es muy peligrosa.
—Podemos comer fuera. En el Venezia.
—Tranquila —dice Rebecka—. Lo celebraré con Gustaf.
—Invítalo.
—Puede. ¿Tenemos que decidirlo ahora? Estoy muy agobiada…
Su madre le acaricia la mejilla y se tiene que reprimir para no apartarse, para no herirla.
—Está bien. Lo hablaremos más tarde —asiente su madre.
—Tengo que ducharme —murmura Rebecka y se va hacia el cuarto de baño.
—Espera un momento —le grita su madre—. Me ha llamado la directora. Quiere hablar contigo después de la última clase.
—¿Sobre qué?
—Solo es una charla rutinaria, según ha dicho.
—Vale —dice Rebecka, con el tono más neutro de que es capaz.
Después entra en el cuarto de baño, se quita el pijama, abre la ducha y espera a que salga el agua caliente.
No hay nada que se llame «charla rutinaria con el director». Tiene que ser por el trastorno alimentario. Está segura. No puede ser otra cosa.
Se mete en la ducha y deja que le caiga el agua. Solo hay una persona a la que le ha confesado sus problemas. Esa persona es Minoo.
Quedan cinco minutos para la primera clase. Minoo se sienta al fondo del aula de biología y espera a Rebecka.
No en todas las clases que tienen en común se sientan juntas, aunque cada vez ocurre con más frecuencia. Minoo sabe que deberían ser más cautas, pero ha notado que el contacto humano crea adicción. Antes de conocer a Rebecka era como si hubiese tenido congelada una parte de sí misma: esa parte que añora pertenecer a un grupo y tener amigos. Y entonces llegó Rebecka y empezó a descongelarla. Por fin entiende que una cosa es estar sola cuando una no tiene amigos. Pero pasar sin ellos cuando están ahí es más difícil de lo que pensaba.
Observa a Anna-Karin, que está sentada encima de un pupitre en la primera fila, hablando con Julia y Felicia. Ellas ni siquiera están en ese grupo. Minoo ha tenido todo el tiempo la certeza de que, tarde o temprano, Anna-Karin dejará de lavarle el cerebro a Julia, a Felicia y a medio instituto. Está tan mal y es tan peligroso que Anna-Karin finalmente se dará cuenta.
Ahora empieza a creer que puede que no lo haga. Ella misma no se imagina sin amigas otra vez. ¿Por qué iba a ser diferente para Anna-Karin?
Rebecka entra en clase solo unos segundos antes de que llegue el profesor de biología. Normalmente ella nunca llega tan tarde. Viene sin maquillar y con las ojeras marcadas. Y, a pesar de todo, es guapísima. Rebecka tiene algo que hace que Minoo no se canse nunca de mirarla. Hay tantos matices en su semblante, tantas variaciones de Rebecka, y sin embargo, es siempre ella misma.
Rebecka toma asiento junto a Minoo aunque apenas le devuelve la sonrisa. Parece totalmente concentrada en recargar el portaminas.
El profesor de biología, Ove Post, se encamina a la tarima y se dirige a los alumnos. Lleva puesto el mismo jersey de todos los días, rojo con manchas de huevo, o al menos eso espera Minoo que sean.
—Bien —dice el profesor—. Vamos a hablar del fascinante reino vegetal.
Chupa ruidosamente una pastilla para la garganta. Alguien suelta una risita ahogada cuando empieza a dibujar una célula vegetal en la pizarra. Ove explicó exactamente lo mismo en la clase anterior. Todo el mundo sabe por qué tiene siempre una pastilla para la garganta en la boca. Por qué a veces se queda dormido en la silla.
Minoo escribe algo en el cuaderno y se lo pasa a Rebecka.
¿QUÉ TAL?
Rebecka se queda mirando lo que ha escrito como si fuera un acertijo. Juguetea con el lápiz en la mano. Vacila. Y entonces empieza a escribir.
—¿Quién sabe un sinónimo de criptógama? —pregunta Ove y Minoo levanta la mano automáticamente—. Milou —dice Ove.
Alguien suelta una risa. Minoo ha desistido en su intento de que Ove se aprenda su nombre.
—Las criptógamas son las plantas que se reproducen por esporas. Las fanerógamas son las que se reproducen mediante semillas —responde.
Kevin resopla y ella se arrepiente al instante de haber dado una respuesta más detallada de la cuenta. ¿Por qué tiene que ser siempre tan pedante? ¿Por qué es tan importante provocar la sonrisita de satisfacción de Ove y el odio de toda la clase?
Rebecka le devuelve el cuaderno y Minoo lo lee. Ha escrito varias cosas y luego las ha borrado. Y solo ha dejado:
¿LE HAS CONTADO A ALGUIEN LO QUE TE DIJE EN KÄRRGRUVAN?
Minoo se queda helada. Mira a Rebecka y se sonroja. Es inocente, pero se pone tan nerviosa que seguramente parece la embustera mayor del reino. Le quita el lápiz.
¡NO! ¿POR QUÉ LO PREGUNTAS?
Escribe.
TENGO QUE IR AL DESPACHO DE LA DIRECTORA, UNA «CHARLA RUTINARIA».
Rebecka mira a Minoo con curiosidad.
PERDONA QUE SOSPECHARA DE TI
Escribe entonces.
Minoo la mira y le susurra:
—Está bien.
AYER ME ESTUVIERON SIGUIENDO. NO SÉ QUIÉN, PERO LO HE VISTO ANTES, AL DÍA SIGUIENTE DE LO DE ELIAS.
Minoo piensa en la figura que había delante de la casa aquella noche. Escribe rápidamente que cree que a ella también la han estado siguiendo. Rebecka lo lee y la mira. Minoo tiene la impresión de que las dos sienten lo mismo: alivio por no ser la única. Miedo porque lo que sucedió se ha convertido en algo doblemente real.
Rebecka escribe:
TENEMOS QUE REUNIRNOS. TODAS. A MEDIANOCHE. LES MANDO UN MENSAJE Y SE LO CUENTO. TIENEN QUE ENTENDERLO YA. NO SÉ QUÉ VAMOS A HACER, PERO DEBEMOS AYUDARNOS.
Minoo asiente. Se pregunta si Rebecka es consciente de que solo ella puede mantenerlas unidas. Ella es la única que les cae bien a todas. La combinación de Vanessa, Ida, Linnéa y Anna-Karin es como un campo de minas enorme y solo Rebecka puede impedir que todo estalle.