—¿Cuántos sois?
El corazón le bombea en el pecho y siente que le vuelve el mareo. Minoo baja la vista y cruza el portón. Hace oídos sordos a la mujer que sigue gritando su nombre.
—Eso no son formas, desde luego —comenta un desconocido.
Minoo lo radiografía rápidamente. Es joven, alto y con un poco de barba; guapo, probablemente, siempre y cuando sea ese el tipo que a uno le gusta.
—La gente como ella hace que los periodistas tengamos mala fama —dice.
Minoo aparta la vista y su mirada se detiene en las flores y en las velas que señalan el lugar donde murió Rebecka. Continúa hacia la puerta de entrada. El de la barba la sigue. Le dice que es de uno de los periódicos de la tarde, aquel al que Cissi no le ha vendido sus historias.
—¿Por qué no me hablas de tu amiga para que pueda hacerle justicia en mi periódico? —le propone.
Ella se pregunta si esos periodistas no volverán dentro de poco para averiguar si otros alumnos conocían a Minoo, la última víctima del pacto de suicidio.
—Por lo menos podrías contarme lo que sepas sobre el pacto, ¿no? Como comprenderás, eso hay que pararlo. ¿O es que quieres que muera más gente?
Minoo se detiene al pie de la escalinata y se da la vuelta. El hombre de la barba la mira expectante. Como si él fuera un perro labrador y ella tuviera en la mano una pelota de tenis. Casi lo ve babear.
—Venga, Minoo. Conmigo puedes hablar. No hace tanto que yo mismo terminé el instituto, recuerdo cómo eran las cosas.
Minoo se quita la mochila y la sujeta en la mano. Sería tan fácil darle con ella en la cara. El libro de química pesa mucho. Le haría daño.
—Ese pacto no existe —responde Minoo. Se da la vuelta y sube la escalinata.
Vanessa está al otro lado de la puerta hablando por el móvil. Se cruzan la mirada. Vanessa aparta el móvil de la oreja pero Minoo ni siquiera se para. Recorre el pasillo hasta su taquilla. Pasa de largo cuando, por el camino, ve a Anna-Karin. Está sentada encima de una mesa, junto a uno de los grupos de asientos, rodeada de admiradores que parecen estar adorándola. Se interrumpe en mitad de una frase al ver a Minoo. Por un momento, parece que ha perdido el hilo, pero enseguida se dirige otra vez a los demás y continúa hablando. Julia y Felicia sueltan una carcajada.
Minoo coge el libro de mates y el cuaderno. Los mete en la mochila y cierra la taquilla.
Cuando se da la vuelta ve a Anna-Karin allí plantada.
—¿Cómo estás? —le pregunta.
Minoo se encoge de hombros.
—Había pensado inspeccionar hoy el despacho de la directora —indica Anna-Karin en voz baja—. Dice Nicolaus que estará toda la tarde en una reunión del ayuntamiento. Puedo conseguir que el subdirector me deje entrar.
Minoo vacila. Anna-Karin no debería arriesgarse más. Por otro lado, ¿qué otra opción les queda?
—Pensaba hacerlo en la hora libre, después del almuerzo —dice Anna-Karin y vuelve a su corte.
Minoo va por el pasillo. El sudor le corre por la espalda y se le cuela por el vaquero cuando empieza a subir la escalera.
En el segundo piso ya no puede más. Tiene que sentarse y recobrar el aliento. Clava la mirada en la piedra, en los fósiles blancos atrapados en ella para siempre. Orthoceras. Minoo recuerda que se llamaban así. Ve con el rabillo del ojo piernas envueltas en vaqueros que corren escaleras arriba, oye gritos y risas, y retazos de conversaciones: …
yo creo que le gusto, lo que pasa es que no sabe cómo decírmelo… ¡Anda ya! ¡Venga ya! ¿Estás de coña? …siempre dice que no ha estudiado nada, pero ha sacado como 28 puntos de 30 en el examen…
Cuando se levanta, es como si a la sangre le faltara empuje para llegar a la cabeza. Se le doblan las rodillas y reflexiona asombrada sobre el hecho de que el dicho sea cierto, que se le
doblan
de verdad. La oscuridad se cierne sobre su campo de visión, es como mirar por un tubo que se va estrechando. Y se desploma.
Pero alguien la recoge. Cuando abre los ojos se encuentra con el semblante preocupado de Max. Está sentada en el peldaño, apoyada contra la pared. Tan cerca de él que puede respirar su aliento. ¿Y quizá también Max el suyo? Ella nota un sabor extraño en la boca que, seguramente, se traduce en un aliento asqueroso.
—¿Cómo estás? ¿Llamo a la enfermera? —pregunta Max.
Minoo aparta la cara para poder respirar con normalidad.
—No, no pasa nada. Es que no he comido —susurra ella.
De pronto, toma conciencia de que la gente los mira.
Max abre el maletín y saca un plátano. Ella lo coge y hace amago de ir a levantarse, pero comienza a ver puntos negros.
—Cómete el plátano primero —le aconseja él.
—Gracias —dice—. Ya me las arreglo yo.
Pero Max no se va.
Minoo empieza a agobiarse. No puede ni imaginarse comiendo delante de Max mientras él la contempla, sobre todo cuando se trata de una fruta con esa forma tan pervertida.
Empieza a pelarlo muy despacio, tan despacio que espera que se canse y se marche de allí. Él no se mueve del sitio.
Se lleva el plátano a la boca. Qué va, esto no funciona. Lo parte en pedacitos y se los va comiendo, con la esperanza de no tener las manos muy sucias. Le da la impresión de que emite un chasquido al masticar. ¿Por qué no se va?
—Siento muchísimo lo que le pasó a Rebecka. Erais amigas, ¿verdad? —pregunta Max.
—Sí —responde Minoo con la boca llena de plátano a medio masticar.
Parece que Max quiere decir algo, pero se sienta al lado de Minoo y la rodea con el brazo.
Hay algo en su modo de hacerlo, tan natural, que hace que se eche a llorar por primera vez desde que murió Rebecka. El calor que le transmite el brazo de Max derrite el nudo que tenía en la garganta y las lágrimas empiezan a fluir. Alguien le lanza un silbido por el hueco de la escalera. Pero ella pasa. Pasa aunque, seguramente, parece un babuino deprimido mientras lloriquea con un plátano a medio comer en la mano.
Por favor, no digas nada, piensa. No hay nada que puedas decir y, si lo intentas, arruinarás este momento. Lo único que tiene utilidad es lo que estás haciendo.
Y Max no dice nada. Suena el timbre y los alumnos entran corriendo en las aulas. El brazo de Max sigue rodeándola. Respira firme y pausadamente.
Al cabo de un rato, Minoo se seca las lágrimas con la manga de la chaqueta. Seguramente tiene toda la cara llena de rímel.
—Tengo que ir a lavarme la cara —anuncia.
—Tómate tu tiempo —dice Max y se levanta.
Se va escaleras arriba. Cuando está a punto de desaparecer de la vista de Minoo, se da la vuelta y le sonríe dulcemente. Ella asiente como diciéndole que está bien. Cuando ya se ha ido, se sorbe los mocos y se levanta con las piernas aún débiles.
Cuando el subdirector Tommy Ekberg vuelve del almuerzo, Anna-Karin lo está esperando en la puerta de su despacho. Se sorprende al verla. Luego sonríe amablemente.
—Vaya, hola —saluda.
El primer lacayo de Adriana López es un hombre bajito con la calva reluciente y un frondoso bigote. Lleva una camisa chillona de un estampado hipnótico. La barriga le cuelga por encima de unos vaqueros demasiado ajustados.
—Estaba pensando que podrías dejarme entrar en el despacho de la directora —dice Anna-Karin.
El subdirector la mira atónito. Abre la boca para decir algo.
TÚ HAZ LO QUE TE DIGO,
ordena Anna-Karin.
Tommy Ekberg suspira resignado y saca un llavero gigantesco que ha ido ensanchándole el bolsillo trasero del pantalón.
—Pero ¿ahora mismo? —pregunta echando mano de las llaves, que tintinean.
Anna-Karin asiente. El subdirector va delante de ella en dirección al despacho.
Y LUEGO ENTRAS EN TU DESPACHO Y PIENSAS EN ALGO TOTALMENTE DISTINTO Y TE OLVIDAS DE QUE ME HAS HECHO ESTE FAVOR,
le ordena clavándole la mirada intensamente en la nuca, donde unas escamas se balancean colgando de la pelusilla que le rodea la calva.
—Oquei, maquei. ¡Ahora mismo! —responde en plan enrollado mientras gira la llave en la cerradura. Abre la puerta de par en par y la invita a pasar con un gesto.
—Bueno, pues entonces me puedo ir a mi despacho a pensar en otra cosa.
Anna-Karin cierra la puerta al entrar. Luego se dirige al ventanal y baja las persianas. La habitación queda en penumbra, así que enciende la lámpara con la pantalla de libélulas.
Mira a su alrededor. El escritorio está limpio y reluciente. Enciende el ordenador, un PC del pleistoceno. La pantalla de aquel armatoste de plástico gris se ilumina. Se oye un runrún lento en el interior y, poco a poco, se va definiendo la imagen de una puesta de sol. Por desgracia, también aparece un cuadro de diálogo que le exige la contraseña. Anna-Karin conoce a Adriana López demasiado poco como para poder imaginar siquiera cuál podría ser.
Vuelve a apagar el ordenador. Se dirige a la estantería, saca unos archivadores al azar y se pone a hojearlos. Son los horarios, informes económicos, cartas de presentación y nóminas. Nada de interés.
De repente oye pasos al otro lado de la puerta. El pánico la arrolla como un tren. Pero consigue dominarlo. Piensa en Rebecka. Rebecka, que solo quería lo mejor para todo el mundo, que era una de las pocas que siempre se comportaba con ella con amabilidad. Que intentó mantener unido al grupo. Anna-Karin siente remordimientos solo de pensar en cómo ignoró sus llamadas y sus mensajes. Ahora debe intentar compensarlo.
Ve un bolso negro en un sillón. Es el que la directora suele llevar al hombro por la mañana cuando llega al instituto.
A Anna-Karin le sudan las manos. Tanto que seguramente le chorrearían si cerrara los puños.
La puta apestosa.
Se dirige despacio hasta el bolso, como si tuviera miedo de que fuera a morderle. Lo coge del asa, nota que pesa bastante.
Con mucho cuidado, esparce el contenido sobre una mesita. Entre el maquillaje, los tampones y los pañuelos hay una agenda y una llave que cuelga de un llavero con la inscripción
Hermès.
Anna-Karin mira a su alrededor. Casi le parece demasiado sencillo. ¿Y si Adriana López no estuviera en una reunión?
¿Y si ha caído en una trampa?
Anna-Karin reprime el impulso de salir corriendo del despacho. Se seca las manos en los pantalones y abre la hebilla de la agenda.
La caligrafía de la directora refleja su forma de ser: reservada y perfecta. Anna-Karin pasa rápido las hojas de la agenda. Las reuniones con Elías y con Rebecka aparecen allí anotadas. Pero ningún pentagrama, ningún comentario acerca de ir a quitarles la vida.
Anna-Karin contiene la respiración mientras localiza el día de hoy. Sí, allí está. Esa tarde tiene una reunión en las oficinas municipales entre las 13:00 y las 16:00.
Sigue hojeando. El viernes hay solo una anotación:
tren a Estocolmo a las 17:42. Número de reserva XPJ0982U.
Y el domingo:
Tren a Engelsfors a las 13:18.
Eso significa que la directora no estará aquí el fin de semana. Que su casa estará vacía. Y que es ahí donde deben buscar si quieren tener la menor oportunidad de averiguar quién es en realidad Adriana López.
Anna-Karin coge el llavero de la mesa. Se lo mete en el bolsillo, donde cae con un tintineo.
Vanessa está sentada con las piernas en el sofá. El portátil de Wille está tan caliente que casi le quema el muslo.
—Tu ordenador está ya para el arrastre —dice Vanessa—. Vamos, que el ventilador está hecho polvo.
—¿Desde cuándo eres experta? —Wille sonríe con expresión burlona.
Vanessa se muerde la lengua.
Déjame que salve al mundo en paz, piensa.
Minoo les ha sugerido que se creen direcciones de correo electrónico alternativas para utilizarlas cuando chateen. Vanessa se pregunta si realmente es necesario. ¿Sabrá navegar por internet un ser maligno de hace mil años?
Pero quién sabe qué medidas de seguridad deben adoptar. De hecho, Rebecka ha muerto. Cada vez que piensa en eso es como si le dieran una bofetada.
—¿Qué estás haciendo con tanto secreto? ¿Estás buscando porno en la red? —pregunta Wille.
Se sienta más cerca de ella.
—Pero ¿por qué no me dejas en paz cinco minutos? —protesta Vanessa dándole un codazo.
Ida es la protagonista de la discusión que se desarrolla en la pantalla y está dando la murga con que hagan una votación para ver si van a entrar o no a la casa de la directora el fin de semana. Si la respuesta tarda más de medio segundo, Ida vuelve a mandar la pregunta, una y otra vez, como los niños de primaria cuando se ponen pesados.
YO ESTOY A FAVOR, teclea Vanessa y envía el mensaje, que las demás corroboran.
Wille se acurruca un poco más cerca e intenta apoyar la cabeza en su rodilla.
—¡Pero qué pelma! ¡Que me dejes respirar! —dice Vanessa.
—¿Pero qué es lo que es tan importante?
—¡Es un asunto privado!
Wille vuelve al otro extremo del sofá.
—Estás chateando con el otro —dice.
Trata de que suene como si estuviera de broma pero ella se ha dado cuenta del tono de voz. No se siente con fuerzas para contestar. Él está en calcetines y se pone a darle pataditas en el muslo con el pie. En la pantalla, Minoo pregunta si se llevan a Nicolaus, y la idea de que él participe en el asalto a la casa la hace sonreír. Wille la malinterpreta, claro, y cree que ella piensa que ha sido gracioso a pesar de todo.
—Y entonces ¿quién es? ¡Venga, venga, venga, dímelo!
Sigue dándole con el pie, tan fuerte que el ordenador le salta en las piernas. Vanessa cierra la sesión del chat y baja la tapa del portátil de golpe.
Trata de dirigir a Wille una mirada asesina pero la verdad es que en ese momento está tan guapo que se le olvida.
Tiene el pelo revuelto, y sonríe exageradamente. Y lleva ese pantalón de chándal gris que a ella tanto le gusta, aunque en realidad es bastante feo y está dado de sí.
—¿Vanessa? —grita Sirpa, la madre de Wille, desde la cocina—. ¿Te quedas a cenar?
—¡Sí, gracias! —responde Vanessa en voz alta.
A veces piensa que le gustaría que Sirpa fuera su madre. Siempre es amable y considerada, y es la mejor cocinera que conoce. No es una pesada ni se dedica a criticar.
—¿Qué hay de cena, mamá? —pregunta Wille.
—Espaguetis a la boloñesa.
Wille mira a Vanessa y suelta un silbido.