Lo quiero, piensa Vanessa. Todo lo demás no importa. Nos saldrá bien.
Porque existe un «todo lo demás», la otra cara del encanto infantil de Wille. Todavía vive con su madre. Y no tiene trabajo. Claro que en esta ciudad ya casi no hay trabajo, pero esa no es la cuestión; la cuestión es que él parece estar a gusto como está. Saca algún dinero vendiendo para Jonte en Engelsfors y en pueblos más cutres todavía que hay perdidos en los bosques de por allí. Ese dinero se lo pule en ropa, videojuegos y regalos para Sirpa. Porque a Wille le gusta comprarle a su madre cosas bonitas. Y Sirpa siempre se pone igual de contenta y de emocionada cuando él le regala un perfume caro o una radio nueva para la cocina. La idea de que quizá debería contribuir a pagar el alquiler o la comida no parece habérseles ocurrido a ninguno de los dos.
Pero cuando Vanessa lo ve en momentos como este, tiene esperanzas. Solo tiene que conseguir que comprenda lo estupendo que es. Demasiado como para andar con Jonte y su pandilla de pringados. Demasiado como para quedarse para siempre en Engelsfors.
Minoo cierra la sesión y pone el ordenador en reposo.
La verdad es que ya se esperaba que Ida se opusiera, pero de todas formas se siente contrariada.
Su madre le ha enseñado que todo el mundo responde a una fórmula: una combinación de química, herencia, experiencias de la infancia y conductas aprendidas. Ya en la guardería, cuando Kevin Månsson los tenía a todos aterrorizados, su madre le explicaba que seguramente ese comportamiento tendría unas causas.
Minoo piensa en Ida y se pregunta si ella responde a una fórmula. ¿La habrán oprimido sus padres lo mismo que ella oprime a los demás? ¿O será que piensa que es graciosa cuando es mala? ¿Tendrá idea de cuánto es capaz de herir a la gente? Eso debería comprenderlo, ¿no?
De repente, Minoo se da cuenta de que nunca ha mantenido una conversación seria con ella. Solo cuando se ha reunido el grupo al completo, y no cabe duda de que Ida le cae mal a todo el mundo. Tal vez no sea de extrañar que se haya puesto a la defensiva de entrada, ¿no? ¿Puede que no le hayan dejado otra alternativa que la de comportarse como un bicho?
Minoo saca el móvil y la llama. Se oyen los tonos de llamada. Se siente aliviada, Ida no va a responder. Pero entonces se interrumpe el tono bruscamente y se oye un carraspeo en el auricular.
—¿Diga?
Minoo sopesa la posibilidad de colgar.
—¿Diga? —dice Ida con impaciencia.
—Hola, soy yo… Minoo.
—Ya, y qué.
—¿Llamo en mal momento?
Ida resopla.
—No, doy saltos de alegría.
Minoo se arrepiente muchísimo de haberla llamado directamente. Debería haberse preparado, haber ideado algún tipo de estrategia.
—¿Te vas a quedar ahí jadeando en el teléfono o qué? —pregunta Ida con un suspiro.
—¿No podríamos aparcar esto? —pregunta Minoo.
—¿El qué?
—Ya sé que no podemos ser amigas… Me refiero a nosotras cinco. Pero ¿tenemos que andar siempre discutiendo?
—Si alguien se mete conmigo, yo le respondo con la misma moneda.
Hablar con Ida es como darse cabezazos contra una pared. Una pared dura, durísima.
—Pues es lo que trato de decirte… —continúa Minoo—. Que eso no conduce a ninguna parte.
—Eso díselo a la puta, a la drogadicta y a la gorda.
Es como si le hubiera caído un rayo.
—¡Por qué no dejas de ser tan infantil! —grita Minoo.
Ida suelta una risita y Minoo sabe que acaba de perder la batalla.
—Solo digo la verdad —replica Ida con calma—. Si la gente no es capaz de asumirla, no es mi problema.
—¿Sabes qué? —pregunta Minoo—. Espero que la próxima seas tú. El mundo sería un lugar mucho más agradable si estuvieras muerta.
Cuelga el teléfono y está a punto de estrellarlo contra la pared, pero lo suelta en la cama, donde simplemente rebota. Le gustaría ser de las que echan abajo las cortinas, rompen los vasos y los platos, vuelcan las estanterías… De las que destrozan toda la casa para aplacar su ira.
Estaba intentando mantener unido al grupo por Rebecka y, en vez de eso, acaba de decir lo más prohibido. Aquello que ni siquiera Linnéa o Anna-Karin, que tienen más motivos para odiar a Ida, se han atrevido a decirle. Lo peor que se le puede decir a otro ser humano.
La casa de Adriana López está a diez minutos a pie del instituto, en una zona que llaman «La pequeña calma». Minoo se pregunta si existe en alguna parte «La gran calma». En ese caso, sería un lugar al que ella necesitaría acudir ahora que tiene el cuerpo rebosante de adrenalina.
Aquí las casas están más retiradas unas de otras y hay varias parcelas desiertas. Los restos calcinados de una casa incendiada siguen allí a la espera de su demolición. Bajo la luna resulta un espectáculo espantoso.
Corre el rumor de que en el sótano de esa casa había un club secreto de intercambio de parejas. Al parecer, un grupo de matrimonios se reunía allí por las noches para intercambiar pareja y fluidos corporales. Se dice que una mujer presa de los celos prendió fuego a la casa. Cuentan que varios murieron pasto de las llamas y que aún se oyen por las noches sus espíritus, débiles lamentos y suspiros de placer y de dolor.
Minoo se estremece y se sube hasta arriba la cremallera de la cazadora. Cuando pasa por delante de la casa calcinada, se sorprende al comprobar que, aunque aguza el oído, no se oyen espíritus cachondos.
Casi se le para el corazón cuando una figura vestida de negro se desprende de las sombras, junto a la linde de la parcela. Minoo está a punto de echar a correr cuando la figura la saluda con la mano.
Es Linnéa.
Empiezan a caminar juntas calle arriba. Minoo lo pasa fatal, consciente de cada una de las ventanas que van dejando atrás y de las miradas curiosas que puede que las vayan siguiendo. Empieza a arrepentirse de haber aceptado entrar en la casa con Vanessa, la invisible.
La idea general era que Minoo debía acompañarla, dado que es «la más lista». Y la vanidad venció al miedo.
¿Se puede estar más desesperado por el reconocimiento ajeno?, piensa.
Se da cuenta de que Linnéa sonríe.
—¿Qué te hace tanta gracia? —susurra Minoo.
—Estaba pensando que seguro que este no es el tipo de actividad al que te dedicas los fines de semana.
Minoo sabe que ella es muy formal, pero odia que los demás se lo digan.
—Claro, y tú sí, ¿no?
—Relájate, anda. Sabemos que no vuelve hasta mañana —susurra Linnéa. Se la ve acelerada. Como el que está corriendo una aventura.
Doblan la esquina, entran en una calle y entrevén a Ida, que está acuclillada vigilando en medio de un arbusto. La idea es que avise a Anna-Karin, que hace guardia más cerca de la casa, si ve que alguien se aproxima. Anna-Karin es fundamental, puesto que debe convencer a los escasos transeúntes de que tomen otro camino. Pero no se atrevían a contar con Ida, de ahí que le hayan asignado el único puesto relativamente prescindible.
Minoo no alcanza a verle la cara a Ida en la oscuridad, y se alegra. No ha podido mirarla a los ojos desde que hablaron por teléfono.
—¿No podía haberse quedado en su casa? —protesta Linnéa.
—Tenemos que hacerlo juntas —dice Minoo sintiéndose la persona más hipócrita del mundo.
La calle por la que caminan es estrecha y las viviendas son escasas y antiguas. En una pequeña parcela comunitaria que se extiende entre dos vallas muy altas se encuentra Anna-Karin. Observa nerviosa a Minoo y a Linnéa cuando las ve pasar.
—Mira —susurra Linnéa señalando el coche de Nicolaus, que está oculto al abrigo de un árbol enorme.
Él esperará allí por si tienen que salir huyendo rápidamente. A Nicolaus no le gusta el plan, pero comprende que es necesario.
Continúan caminando otros diez metros y allí, al final de la calle, está la casa de la directora.
Una valla de madera recién pintada de blanco, que casi resplandece en la oscuridad, rodea la parcela. El jardín crece de forma salvaje, aunque parece seguir un plan. Un sendero empedrado que arranca de la verja se prolonga bajo un abedul imponente y desemboca delante de la puerta. Es una casa blanca de madera y de dos plantas, con detalles de ebanistería. Dos de las ventanas del piso de arriba tienen una vidriera que representa un dibujo abstracto con cristales de colores, como los ventanales emplomados de las iglesias.
Alguien empuja la manivela de la verja de repente y esta se abre despacio como por sí sola. A Minoo casi se le para el corazón hasta que se da cuenta de que es Vanessa, que se ha hecho invisible.
—¿Me oís? —susurra Vanessa que, para esta noche, ha estado entrenando duro para que puedan oírla aunque no la vean. Minoo asiente hacia el lugar donde cree que se encuentra.
Siguen hasta la puerta de la casa. Se detienen y Minoo se pone un par de guantes finos que le ha cogido a su madre en el trabajo.
—¿Y si tiene alarma? —susurra Minoo y saca la linterna.
—Pues nos daremos cuenta enseguida —sonríe Linnéa, llave en mano.
Minoo no puede evitar admirar el valor de Anna-Karin. Le robó la llave a la directora, se fue corriendo al cerrajero, que está a un par de manzanas del instituto, hizo una copia y consiguió devolver el original sin que la descubrieran.
Linnéa gira la llave y la cerradura se abre suavemente. Presiona la manivela y las invita a pasar con un gesto irónico.
—Adelante, entrad en la casa de los horrores —dice—. Yo me quedo aquí vigilando —añade un poco más seria mirando a Minoo a los ojos.
Vanessa se materializa al otro lado de Minoo y la anima con un gesto. Luego vuelve a desaparecer al tiempo que se desliza hacia el interior de la casa a oscuras.
Minoo piensa en Rebecka y la sigue.
Minoo enciende la linterna y la dirige hacia el suelo para minimizar el riesgo de que vean el haz de luz por las ventanas. En un hueco del recibidor se ve una hilera de abrigos colgados en sus perchas. Avanzan sigilosamente por el parqué, que cruje, y Minoo tiene la esperanza de que no dejen ningún rastro.
—¿Y aquí
vive
esa mujer? —susurra Vanessa al ver el salón.
Minoo entiende muy bien por qué lo pregunta.
Es demasiado perfecto. Los muebles, robustos y oscuros, parecen más propios de un castillo. Las paredes están cubiertas de retratos antiguos y de paisajes en colores sombríos. La chimenea tiene aspecto de no haberse utilizado nunca. No se ve ningún libro ni periódicos. Todo huele a limpio.
Demasiado
limpio. Como si allí la presencia humana nunca hubiera mancillado el aire.
Continúan por un pasillo, ven la cocina, un cuarto de baño y una habitación de invitados. Toda la decoración es del mismo estilo. Enfrente de la escalera que conduce al piso de arriba hay una sala pequeña que parece un despacho. En sus estanterías solo encuentran libros normales y corrientes: literatura, biografías y poesía. Nada de pergaminos antiguos ni de escritos en latín hasta donde alcanzan a ver.
—Vamos a subir, susurra Minoo.
Nadie responde.
—¿Vanessa? —pregunta bajito, repentinamente aterrada ante la idea de estar sola en esa casa enorme y oscura.
—Perdona, se me ha olvidado que no me ves. Te decía que sí con la cabeza —responde Vanessa a su lado.
Suben la escalera cautelosamente. Los peldaños van crujiendo bajo sus pies. Minoo toma conciencia de que, si la directora llegase en ese momento, no tendrían escapatoria. Y a diferencia de Vanessa, ella no podría bajar sin ser vista.
Una vez en el rellano donde desemboca la escalera, mira a su alrededor. El ventanuco del techo deja pasar la luz de la luna y Minoo apaga la linterna. Las sombras se deslizan por todos los rincones.
—¿Empezamos por las habitaciones de la derecha? —pregunta Minoo.
Otra vez un silencio.
—¿Vanessa?
—Perdona, sí.
Una alfombra larga amortigua el sonido de sus pasos. Minoo abre la última puerta del pasillo, donde las sombras son más densas. Entra en la habitación y vuelve a encender la linterna.
Al fondo hay una cama pulcramente hecha y una sencilla lámpara de pie. Una de las paredes está cubierta de armarios empotrados, pero no hay el menor indicio de que allí duerma nadie.
—Esta tía es una psicópata —dice Vanessa.
De repente, se abre una de las puertas de los armarios. Algo negro e informe sale volando, como un ave desesperada a la que hayan liberado de su jaula y Minoo suelta un grito. Cuando aquel ser oscuro se queda quieto, se da cuenta de que es un traje de noche muy elegante que ahora está flotando en el aire.
—Una psicópata rica —observa Vanessa en voz baja, y cuelga el vestido en su lugar—. Esto es de Prada.
Minoo abre la puerta del baño del dormitorio. En un toallero de acero pulido cuelgan ordenadamente unas toallas de felpa gruesa. En las estanterías y en los armarios se alinean hileras perfectas de productos caros con las etiquetas visibles.
—Vaya, cuánto maquillaje. ¿Tú crees que se daría cuenta si nos llevamos algo? —pregunta Vanessa. Habla con un tono inequívoco de exaltación. Minoo niega espantada con la cabeza.
»Estaba de coña —dice Vanessa.
Aun así, Minoo no puede evitar quedarse delante de los armarios para que Vanessa salga del cuarto de baño antes que ella.
La puerta contigua al dormitorio da a una habitación totalmente vacía.
Al igual que la siguiente.
Y la tercera puerta está cerrada con llave.
Minoo tironea del picaporte. Si en aquella casa hay algo interesante, no cabe duda de que se encuentra en aquella habitación.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Minoo.
Oye un sonido extraño. Débil y metálico, como si estuvieran arañando la puerta. Como si unas garras diminutas la estuviesen trasteando. Minoo da un paso atrás. Puede que la directora sea algo así como una reina del mal y, en ese caso, quizá tenga una corte de súbditos diminutos escondidos en el palacio, silenciosos y vigilantes, listos para defender sus secretos.
El picaporte baja y la puerta se queda entreabierta.
Minoo ve con el rabillo del ojo que algo cobra forma a su lado y se vuelve rápidamente.
Vanessa sonríe.
—Oye, ¿te has dado cuenta…? —comienza Minoo, cuando ve que Vanessa tiene una horquilla en la mano.
Entonces comprende por fin que no han abierto la puerta desde dentro; que ha sido Vanessa, Vanessa la fantástica, la que la ha forzado. Le daría un abrazo, pero acaba de hacerse invisible otra vez.