—A Elías le pasó algo antes de morir —dice Linnéa—. Estaba asustado, pero no tuvo tiempo de contármelo.
Minoo asiente. Linnéa lucha por contener el llanto y a Minoo le gustaría consolarla; pero meter de por medio ahora los sentimientos rompería el espejismo. Minoo tiene que fingir que es la líder del grupo, al menos en ese momento. Tiene que fingir que posee el control para que las demás no pierdan la esperanza. Se siente infinitamente pequeña y asustada, pero sería egoísta por su parte demostrarlo abiertamente. Esa nueva sensación frágil de unidad puede esfumarse en un instante.
—¿Nadie más ha notado nada raro? —pregunta.
Las demás niegan con un gesto, una tras otra. Minoo vuelve a tragar saliva. Si solo les ha pasado a ella, a Elías y a Rebecka… ¿Será ella la siguiente?
—Tenemos que averiguar quién nos sigue —dice.
—¿O qué? —apunta Nicolaus.
—Y tenemos que andarnos con mucho cuidado. Anna-Karin…
Minoo hace una pausa. Le resulta muy incómodo decirlo. De repente, descubre que Anna-Karin le inspira cierto temor, aunque parece tan inofensiva con esa trenca y ese gorro de lana.
—¿Qué? —pregunta Anna-Karin irritada.
—Ya lo sabes —responde Minoo.
Ida suelta una risita, pero no dice nada.
—Nadie tiene ni idea de lo que estoy haciendo. Eso es lo bueno —dice Anna-Karin.
Adelanta la barbilla como si fuera una niña enfurruñada.
—¿Estás segura? —pregunta Nicolaus—. Es posible que nosotros seamos los únicos que podemos ver tu representación entre bambalinas, pero si hay otra persona en el instituto que vaya tras la pista de la Elegida, estás corriendo un gran riesgo. —De repente su voz cobra autoridad—. Ya nos hemos enterado de que el instituto es el centro del mal. Y también ha sido el lugar donde les arrebataron la vida a Elías y a Rebecka.
Anna-Karin se ha puesto roja como un tomate.
—¿Y cómo sabéis que he estado utilizando mi poder? ¿Tan imposible os resulta que la gente me haga caso sin él?
Ida resopla pero, por suerte, mantiene el pico cerrado.
—Pues sí, es imposible —afirma Vanessa—. Nadie se vuelve popular de la noche a la mañana. Las cosas no funcionan así.
—Tienes que parar —dice Minoo.
Anna-Karin la mira indignada.
—¿Qué coño vamos a hacer? ¿Tenemos alguna pista? —pregunta Vanessa.
Minoo mira de reojo a Nicolaus. Han estado discutiendo una teoría. Ahora que ha llegado el momento de exponerla, les parece de lo más rebuscada, pero no tienen otras opciones.
—Antes de morir, Rebecka tuvo una reunión con la directora… —dice Minoo.
Mira a Linnéa con la esperanza de que entienda por dónde va. Y así es.
—Elías también —dice.
—A Adriana López la nombraron directora del instituto de Engelsfors hace más o menos un año —sigue Minoo.
—A ver, a ver —interrumpe Ida—. ¿Es que creéis que
la directora
tiene la culpa?
—La verdad es que no tengo demasiada información —continúa Minoo sin prestar atención a Ida—. Pero he encontrado algunos datos sobre ella en la red. Antes de venir aquí fue directora suplente en un instituto de Estocolmo. Y antes, parece que estuvo de profesora. No hay nada extraño en lo que he encontrado. Tenemos que averiguar más sobre su identidad.
—Es perfectamente lógico —concluye Vanessa—. O sea, el instituto es el núcleo del mal y ella es la jefa de toda la movida.
Minoo asiente, aliviada de que no se hayan burlado de ella.
—Es la única pista que tenemos, y también la mejor —dice—. Pero debemos mantener los ojos abiertos y los oídos alerta. Vanessa, tu padrastro es policía. Si ocurriera algo raro en la ciudad, te lo contaría, ¿no?
—Puede —responde Vanessa secamente.
Y en ese preciso momento Minoo siente que el cansancio se apodera de ella. Cierra los ojos, intenta olvidarse del mundo, trata de encontrar la fuerza inexplicable que la ha sustentado hasta ahora. Pero no queda ni rastro.
Rebecka está muerta. Esa certeza la hiere con toda su intensidad y casi se tambalea.
—¿Minoo? —resuena la voz de Nicolaus.
—Me parece que tengo que irme a casa.
Poco después de que Nicolaus y Anna-Karin dejen a Minoo en su barrio, empieza a llover. La lluvia retumba en la capota del coche mientras se alejan del centro.
Nicolaus aparca junto a la parada del autobús e insiste en acompañar a Anna-Karin un buen trecho por el camino de grava que conduce a la granja. Lleva un enorme paraguas de color negro con el que ambos se protegen mientras van chapoteando por el barro. Anna-Karin está tensa, lista para defenderse si él empieza a criticarla otra vez. Pero Nicolaus no dice ni una palabra.
Ya cerca de la casa, el conserje se detiene. La lluvia tamborilea sobre el paraguas y acentúa el aroma dulzón de la tierra mojada.
—Anna-Karin, esto no puede continuar —dice—. Alguien va a salir perjudicado.
No la mira con dureza. Más bien con preocupación. Como un padre angustiado por su hija. Anna-Karin pasa de lo que piensen los demás, pero a Nicolaus no quiere decepcionarlo.
—Lo pensaré —le promete.
—Bien.
Le da una palmadita en el hombro y se da media vuelta.
Anna-Karin echa a correr bajo la lluvia y se para debajo del tejadillo del porche.
Todavía no tiene ganas de entrar. Se queda mirando cómo Nicolaus se adentra en la oscuridad con su paraguas. Sabe que tiene razón. Que Minoo tiene razón. Lo que está haciendo es peligroso. En el fondo, lo ha sabido desde el principio.
Cuando estaban en noveno fue a hablar a la clase un hombre que había sido heroinómano. Dijo que cuando probó la droga por primera vez se sintió como si acabara de llegar a casa. Anna-Karin comprende ahora perfectamente lo que quería decir. Su poder la embriaga, sí, la coloca. Colma el enorme agujero negro que ha llevado dentro casi desde siempre. ¿Y ahora quieren que lo deje?
Pues sí, se dice. No vale arriesgarse. No vale la pena que mueran más personas.
Anna-Karin contempla la oscuridad otoñal. Se siente satisfecha con su decisión. Le parece una decisión adulta.
En cuanto haya conseguido a Jari, piensa. Entonces lo dejo.
Minoo no recuerda cómo llegó a casa. Solo que su madre le abrió la puerta y ella casi se desplomó en la escalera a sus pies.
Cuando la metieron en la cama, supo que no volvería a levantarse en mucho tiempo.
La sola idea de sentarse a comer le produce mareos. Un té caliente y un poco de pan tostado con mantequilla es lo único que agradece. Su madre se sienta en el borde de la cama y trata de hacerla hablar, pero ella no tiene fuerzas para responder, apenas tiene fuerzas para sostenerle la mirada. Al final su madre se da por vencida. Antes de irse, abre las ventanas para ventilar un poco. Minoo no consigue reunir la energía suficiente para levantarse y cerrarlas cuando empieza a tener frío; es su padre quien las cierra cuando va a verla. Se queda de pie junto a la cama. Muy bajito, le dice lo triste que se siente por ella y que si necesita algo, no tiene más que llamarlo. Minoo cierra los ojos. Lo único que quiere es que la dejen en paz. Ni siquiera tiene fuerzas para llorar. Se pasa la noche en un puro duermevela y por la mañana está más cansada que nunca.
Vanessa la llama para contarle que, en el instituto, van a guardar un minuto de silencio por Rebecka. Minoo no piensa ir. Un minuto por toda una vida le parece una burla.
El resto del día se le pasa sin sentir nada. A veces duerme. Otras, está despierta. No hay mayor diferencia. Su padre va a casa a la hora del almuerzo para ver cómo está y la obliga a comerse otra rebanada de pan tostado. No es capaz de acabársela, echa la mitad al váter y tira de la cadena cuando él se va para volver al trabajo.
Al caer la noche, Minoo deja que las sombras se apoderen de la habitación. En esta ocasión se duerme profundamente.
Están en la pista de baile. Las hojas de los árboles arden con un rojo antinatural. Rebecka lleva un largo camisón blanco como el que Ida llevaba la primera noche. Minoo está en bragas y sujetador, y le da vergüenza porque se siente desnuda.
—Llegas tarde —dice Rebecka.
Le pasa algo raro en la cara. Hay algo que se mueve bajo la piel, que la abulta y la despega de los músculos.
Rebecka da un paso hacia ella y Minoo ve cómo lo que se mueve bajo la piel empieza a aflorar. En la mejilla de Rebecka va ensanchándose una pequeña herida. Asoma una cosa brillante y blancuzca. Es un gusano que sale de la carne putrefacta.
—Ayúdame —susurra Rebecka y extiende las manos.
Tiene negras las yemas de los dedos.
—Ayúdame —vuelve a susurrar acercándose un poco más.
Minoo trata de retroceder, pero el aire ofrece cierta resistencia, como si estuviera atravesando una masa de aguas profundas. El gusano cuelga de la herida y se retuerce más y más, hasta que cae al suelo, a los pies de Minoo. A Rebecka se le resquebraja la piel en varias zonas de la cara. Por debajo se mueve un amasijo amarillento que se arrastra sinuoso por la carne muerta.
Rebecka le pone a Minoo las manos en los hombros.
—¿Ves lo que has hecho?
Los dedos siguen moviéndose fríos por el cuello de Minoo y empiezan a apretar al mismo tiempo que la cara de Rebecka se desprende por completo.
Cuando se despierta, Minoo siente la garganta dolorida, como si hubiera estado gritando. Está empapada en sudor. Las sábanas están mojadas, el edredón huele a agrio y el almohadón chorrea como una esponja.
Pero ha recuperado las fuerzas. Cada hora que pasa allí tumbada está traicionando a Rebecka. Tiene que encontrar a su asesino: al monstruo que los mató a ella y a Elías.
Minoo se levanta, se ducha y se lava los dientes. Según el termómetro, están a cero grados. Se pone un par de vaqueros oscuros, una chaqueta de lana y una camiseta negras. Luego tiene que tumbarse en la cama un rato, todo lo larga que es, para recuperar el aliento.
Sus padres están en el trabajo, así que les envía un mensaje diciéndoles que hoy sí va a ir al instituto. Se para un instante delante del frigorífico, pero se pone mala solo de pensar en comer. Más vale irse mientras aún tenga fuerza de voluntad.
El sol ciega pero no calienta.
Ataja por el prado, y la hierba muerta y escarchada le cruje bajo las botas.
Desde ahí puede ver el instituto a lo lejos. Levanta la mirada automáticamente hacia el tejado. ¿Cuánto tiempo estuvo Rebecka en el aire? ¿Un segundo, dos? ¿Le dio tiempo de gritar?
A la altura de una gasolinera se para de repente. Letras negras sobre un fondo amarillo. Todo en mayúsculas, como si las letras estuvieran gritando.
«EL NOVIO DE REBECKA LO CUENTA TODO SOBRE EL PACTO DE SUICIDIO.»
Minoo queda bajo la luz chillona del tubo fluorescente que ilumina la gasolinera cuando entra para comprar el periódico.
Tres noticias. Cissi ha escrito todos los artículos salvo uno, que trata de «pactos similares» por todo el mundo.
Minoo recorre las páginas con la mirada. Una foto tamaño pasaporte de la directora, que se niega a hacer declaraciones. Una foto de Elías. Una foto del instituto bajo un cielo sombrío lleno de nubes, con una flecha que indica el punto desde el que cayó Rebecka. Un primer plano de un puñado de velas, flores y mensajes manuscritos con corazones, que los alumnos han dejado en el lugar donde murió.
Hay también una instantánea de la madre de Rebecka, sentada en la cocina con las manos cruzadas encima de la mesa. Y a página completa, la foto escolar de Rebecka de noveno. Minoo sabe que ella odiaba aquella foto. Roza suavemente la cara de su amiga. Es una imagen muy bonita. Debería haberle gustado.
Minoo va caminando hacia el instituto mientras hojea el periódico hasta que encuentra la entrevista de Gustaf, que también han ilustrado con la foto de noveno. Gustaf sonríe a la cámara seguro de sí mismo, como quien se ha pasado la vida oyendo decir lo guapo que es. Se diría que no tiene el menor problema. El contraste con el titular, que cita sus palabras, es desgarrador: «Jamás la olvidaré».
Pero, cuando Minoo empieza a leer el texto por encima, ve crecer su furia.
El artículo describe a Rebecka como una de las alumnas más populares del instituto. Pero la caracteriza también como una persona que «en realidad» era introvertida y depresiva. Gustaf explica que siempre tuvo el presentimiento de que Rebecka tenía la cabeza llena de pensamientos que no quería compartir con él. Habla de los rumores acerca de su trastorno alimentario («Creo que era verdad») y se presenta a sí mismo como el novio perfecto, que intentaba ayudarle de todas las maneras posibles. Luego se lava las manos: «Pero no es posible ayudar a quien no quiere que le ayuden». Lo que más indigna a Minoo es la última frase: «Seguramente estará mejor dondequiera que se encuentre ahora». Como si lo ocurrido fuera algo positivo.
Minoo hace una bola con el periódico y la arroja a la papelera que hay delante del portón del instituto.
—Perdona, ¿puedo hacerte unas preguntas?
Minoo levanta la vista y se encuentra con la lente negra y brillante de una cámara de televisión. Le pegan el micrófono a la boca. La periodista se presenta y dice para qué canal trabaja. A su espalda hay varios periodistas más, todos con una expresión de expectación e impaciencia. Son de varias emisoras de radio y del periódico provincial, de la prensa de la tarde y de los diarios nacionales, y de los informativos de televisión.
—Tengo entendido que eras una de las mejores amigas de Rebecka, ¿no? —pregunta la periodista.
Tiene el pelo tan perfecto y reluciente que parece postizo. Minoo nunca ha visto un pelo así en la realidad. Los demás periodistas se acercan. Algunos llevan papel y lápiz, por si Minoo dijera algo de interés. Minoo siente que se le bloquea el cerebro. La cámara se acerca más aún.
—Porque tú te llamas Minoo, ¿verdad? —insiste la mujer.
Minoo ve que tiene en la mano un anuario escolar manoseado. Ve su foto rodeada con un círculo rojo. Como la de Rebecka.
—Lo que ha ocurrido es horrible. ¿Tú qué sabes del pacto de suicidio en el que ella había participado?
—No existe ningún pacto de suicidio —responde Minoo.
La lente de la cámara va repasando su cara. Es como una gran boca abierta, lista para devorarla.
—¿Tú también estás en ese pacto? —pregunta la mujer.
Minoo se la queda mirando. ¿Es que no ha oído lo que acaba de decirle?