Vanessa está prisionera en el apartamento. A primera hora de la tarde empieza a sentir claustrofobia. Tiene la sensación de que Nicke está por todas partes. Si va a la cocina, se lo encuentra preparando café. Si se asoma al salón, lo ve tumbado en el sofá, leyendo una novela policíaca y protestando entre dientes por la falta de documentación. Al final, Vanessa se pone a limpiar su habitación solo para tener algo que hacer.
—¿No podrías seguir con el resto de la casa? —le dice su madre como creyéndose muy graciosa.
Pero Vanessa le hace caso. Además le encanta irritar a Nicke con el zumbido de la aspiradora. No se va a quejar de que esté limpiando.
Luego se sienta delante del ordenador. No hay nadie conectado. Trata de localizar a Wille. No hay respuesta. Se asoma a la ventana.
Engelsfors es una ciudad que gana en la oscuridad, a cierta distancia, cuando solo se ven las farolas de la calle y las ventanas iluminadas. Vanessa divisa la torre de la iglesia, donde enterrarán a Rebecka el lunes. A ella le gustaría ir, pero no puede ser. No pueden desvelar que se conocían.
Frasse
araña la puerta y ella lo deja entrar. El animal se tumba en la cama y suspira satisfecho. Vanessa mira de reojo el móvil que tiene encima del escritorio. Lo coge y marca un número.
Linnéa responde jadeante.
—¿Ha pasado algo?
Vanessa se queda un poco cortada. Y entonces se da cuenta de que Linnéa no espera de ella una llamada «normal».
—No, yo solo…
—Estoy un poco liada.
—Bueno, pues no pasa nada —dice Vanessa y cuelga.
Una oleada de desazón le inunda el pecho. Llama a Wille. Oye los tonos de llamada, uno a uno. Él no responde.
Frasse
bosteza abriendo tanto la boca que parece que se le vaya a desencajar la mandíbula. Vanessa deja el móvil y se descarga una película de miedo. Será un alivio poder ver monstruos inventados. Cualquier cosa con tal de olvidarse de los que tiene en la cabeza, los que le susurran que su novio le está siendo infiel con Linnéa Wallin en ese preciso momento.
El viento hace temblar los cristales de las ventanas.
Minoo está buscando información sobre demonios en la red. Otra vez. Y, como siempre, sin resultado.
Las historias que encuentra parecen más bien cuentos. Intenta compararlas pero no llega a ninguna conclusión, salvo que la mayoría de las religiones y las culturas tienen o han tenido su concepción de los seres malignos. Pero, en realidad, utilizan mal la palabra
demonio.
El griego
daimon
significa, sencillamente, «espíritu» o «divinidad» o «hado». Los demonios malignos aparecieron con la cristiandad.
Minoo suspira irritada. Está convencida de que los que cuelgan información en esas páginas son aficionados, exactamente igual que ella. Muchas veces está claro que son invenciones, otras son deseos de aspirantes a satanistas y, la mayoría de las ocasiones, son rollos de fundamentalistas religiosos que la asustan tanto como los demonios, por lo menos.
Se levanta y se da un masaje en los hombros tensos. Detiene la mirada en el traje negro que tiene colgado en la puerta del armario. Compraron la ropa del funeral ayer, después del instituto. Minoo lo fue dejando hasta el último momento, hasta que su madre la obligó a ir con ella a Borlänge. Solo de pensar en el entierro le duele el estómago. Es pasado mañana y, en realidad, ella preferiría no ir, pero su madre ha insistido.
—Tienes que ir. Para superar la pena. Ya comprenderás a qué me refiero.
Los padres de Rebecka no quieren que el entierro sea un espectáculo, y han expresado su deseo de que solo los más allegados vayan a visitarlos.
Minoo no sabe si podrá. ¿Qué le va a decir a la madre de Rebecka? ¿Cómo va a poder mirar a la cara a sus hermanos pequeños? ¿Irá Gustaf? No lo ha visto desde que murió Rebecka; desde que leyó la entrevista que le hizo Cissi en el periódico de la tarde.
Minoo coge el traje y lo cuelga dentro del armario para no verlo.
Luego se tumba en la cama con un ejemplar archileído de
La historia secreta.
Pero no es capaz de concentrarse en aquellas palabras que tan bien conoce. Al contrario, los pensamientos van y vienen de la directora a los demonios, al instituto, a Max.
Max. Él es una zona franca, libre de toda la negrura y Minoo se recrea en el recuerdo de sus rasgos. En ese punto, los pensamientos discurren hacia sueños llenos de nostalgia, esos sueños que han llenado la soledad de tantas tardes de sábado.
Las siluetas negras de los árboles se perfilan contrastando con el cielo grisáceo. Es uno de esos días en que no hace ningún tiempo concreto: ni sol, ni lluvia, solo una grisura inmensa que se extiende encapotando la ciudad.
Minoo avanza por el sendero hacia el pórtico de la iglesia. La grava cruje bajo sus pies. El vestido nuevo le está demasiado ajustado por el pecho y le cuesta respirar. Hay unas señoras mayores con abrigos negros en la escalinata de la iglesia hablando en susurros. Minoo observa el cabello gris y la cara arrugada de las mujeres y piensa: Rebecka nunca llegará a estar así.
Sus padres le propusieron tomarse el día libre en el trabajo para acompañarla, pero Minoo les dijo que no. Ahora ni siquiera recuerda por qué. Solo sabe que se arrepiente.
Va torturándose con diversos escenarios de pesadilla. Imagínate si hace algo mal, como llorar demasiado, empezar a reírse, desmayarse o tropezar. Imagínate que les estropea el funeral a la familia y los amigos de Rebecka. ¿Tiene derecho siquiera a estar allí, con lo poco que la conocía?
Sube despacio los peldaños de la escalinata, pasa al lado de las señoras y cruza la puerta. Ya hay gente sentada en los bancos. Todos están de espaldas a ella. Si se diera media vuelta y se marchara, nadie lo notaría.
Pero entonces ve el ataúd blanco. Junto al altar, en un caballete, hay una ampliación de un retrato de Rebecka. Es una foto muy bonita. Está sentada junto al lago Dammsjön, entorna los ojos a la luz del sol, sonríe a quien está haciendo la foto. Y Minoo comprende que tiene que quedarse.
Ella es la única de toda la iglesia que sabe por qué murió Rebecka. La única que sabe que no fue un suicidio. Y eso la obliga a estar ahí. En el funeral tiene que haber por lo menos una persona que sepa la verdad.
Mientras camina por la nave, piensa que allí también van las parejas a casarse y los padres a bautizar a sus hijos. Los padres de Minoo no son creyentes y ella no tiene costumbre de ir a la iglesia. Pero de pronto se da cuenta de qué es lo interesante de una iglesia. Contiene el nacimiento, la vida y la muerte, todo en el mismo lugar.
Minoo se sienta en el centro, intentando pasar tan inadvertida como sea posible.
Empiezan a tañer las campanas.
Se oyen sollozos.
Vuelve a mirar la foto de Rebecka, contempla la sonrisa de su semblante, tan vivo. Y es como si en ese momento tomara conciencia por primera vez de que Rebecka no volverá jamás. Jamás. Pensar en la palabra «jamás» es como mirar al fondo del abismo. Imposible de comprender. Eternidad. Infinitud. De pronto afloran las lágrimas. Teme perder el control por completo. Se cubre la cara con las manos y piensa en todo lo que era Rebecka y en lo que podría haber sido, en todo lo que no podrá sentir nunca ni ver ni oír ni amar ni odiar ni añorar ni reír. Toda una vida. Perdida.
No es Helena Malmgren, la madre de Elías, quien oficia la ceremonia. Por supuesto que no. ¿Cómo iba a tener fuerzas estando tan próxima la muerte de su hijo? Es un pastor joven. No se siente muy seguro, habla entrecortadamente y murmura durante el sermón. Minoo oye solo retazos:
…tan joven… …Dios tiene un propósito… …después de la muerte…
Pero no retiene nada, nada le da consuelo. Cuando el pastor habla de Rebecka, suena como si hablara de otra persona, y Minoo querría que cerrara la boca. Que los dejara en paz. Lo odia por haberse preparado tan mal. Odia los salmos y las almas que suben al paraíso entre cánticos. ¿Cómo puede nadie suponer que existe algo hermoso y justificado en la muerte de Rebecka?
Empieza a sonar un órgano. Unas notas tímidas atraviesan el aire de la iglesia.
Los padres de Rebecka se levantan y se acercan al ataúd. El padre, un hombre alto y fornido al que Minoo no había visto nunca, tiene la cara enrojecida de tanto llorar. De vez en cuando sus sollozos se oyen por toda la iglesia atravesando incluso el manto sonoro del órgano. La madre tiene esa expresión hermética tan característica de las personas que han sufrido una conmoción. Se apoyan el uno en el otro. Detrás de ellos van dos de los hermanos pequeños de Rebecka, dos niños que se parecen tanto a ella que a Minoo le duele. Llevan trajes negros y van fuertemente cogidos de la mano mientras siguen los pasos de sus padres en dirección al blanco ataúd. Se pregunta si entienden algo. Un hombre de edad avanzada los acompaña rodeándoles los hombros con el brazo.
El joven pastor asiente solemne mirando a la familia con una expresión de compasión auténtica. La ira que Minoo sentía por él se esfuma. El joven intenta consolarlos. Es misión imposible, pero, al menos, lo intenta.
Cuando los que están sentados delante de Minoo se levantan, ella los sigue. Se acerca al ataúd con las piernas temblorosas. Vuelve a aflorar el llanto a medida que se acerca. Y le parece que es justo. Es justo que llore con la familia de Rebecka y con todos los que la conocían. No puede aliviar su dolor pero sí puede compartirlo.
Minoo advierte una gran corona de flores con lazos blancos. Está llena de lirios también blancos y en la cinta dice: «DESCANSA EN PAZ, TUS AMIGOS». Han elegido lo más neutro que han podido encontrar para no suscitar curiosidad, pero Minoo sabe quiénes la han enviado y eso le da fuerzas.
Los asistentes se acercan uno a uno al ataúd a dejar flores. Minoo no lleva ninguna. No sabía que debía hacerlo. Una vez delante del ataúd, pone encima la palma de la mano. Casi espera sentir algo. Una señal. Una descarga eléctrica. Pero solo siente la madera fría en la piel. Resulta imposible imaginar que Rebecka esté allí dentro.
Rebecka, piensa Minoo. Te prometo que encontraré al que hizo esto. Y quienquiera que sea no tendrá nunca la oportunidad de repetirlo. De hacerlo otra vez. Te lo prometo.
Después de la ceremonia sirven un café en la sala parroquial pero Minoo no tiene fuerzas para quedarse un segundo más. No es capaz de imaginar cómo deben de sentirse los padres de Rebecka con tanta pregunta y tantos remordimientos, tanta ira y tanto dolor. Es horrendo no poder contarles que su hija no se suicidó. Sale a la escalinata, se detiene y contempla la parte nueva del camposanto que se extiende al otro lado de un largo seto de boj. Allí, en alguna parte, está Elías, que era el séptimo.
Baja los escalones y continúa por el sendero de grava. Va pensando en la habitación de la casa de la directora, en las cosas horribles que allí había. ¿Cómo podrán vencer a semejante enemigo?
—Hola…
Levanta la mirada. Ve a Gustaf apoyado en el tronco de un árbol. Parece incómodo con el traje de chaqueta negro. Minoo aparta la mirada y acelera el paso. Gustaf es la última persona con la que quiere hablar en ese momento.
—Minoo…
Ella no responde, sino que empieza a caminar más rápido. Él la sigue.
—Por favor, ¿no puedo hablar contigo? —dice Gustaf en voz alta.
—¡No! —le suelta.
—No es lo que tú crees…
Minoo se para en seco y Gustaf casi choca con ella. Verlo tan de cerca hace que su ira se aplaque ligeramente. Apenas si lo reconoce. Ya no es el chico soñado que nunca se ha tropezado con ningún obstáculo en la vida. Tiene los ojos enrojecidos y la piel ajada.
—¿Qué no es como yo creo?
—Lo de la entrevista. Porque seguro que es por eso por lo que no quieres hablar conmigo, ¿verdad?
—¿Tú qué crees?
Gustaf se queda mirándola. Trata de buscar unas palabras que no encuentra.
—¡Dijiste que era mejor para ella estar muerta! —exclama Minoo.
Gustaf cierra los ojos fuertemente. Cuando los vuelve a abrir están llenos de lágrimas.
—Yo estaba esperándola en la entrada —dice Gustaf—. Estaba mirando a la calle desde la puerta… La vi caer. Estrellarse contra el suelo. No pude hacer nada…
Se le quiebra la voz. Las lágrimas le corren por las mejillas. Minoo también está llorando. Un cuervo solitario los sobrevuela y termina posándose en un árbol.
—Cissi vino a verme a mi casa por la noche —continúa Gustaf más sereno—. Sí, claro que me dijo que era periodista… Pero cuando estábamos hablando, no se comportaba como tal. Tenía la sensación de que le importaba. Y dije un montón de cosas que no tenía que haber dicho. Casi ni me acuerdo de lo que le conté. Mi madre ha demandado al periódico, pero lo que se ha publicado, publicado está…
Minoo se queda mirándolo. Sabe cómo es Cissi, debería haber supuesto lo que pasó. Y en la cara de Gustaf no hay el menor indicio de falsedad. Está diciendo la verdad. Está segura.
Toda la rabia que venía sintiendo contra Gustaf desaparece. Solo queda el dolor que ambos comparten. Minoo apenas es capaz de soportar el suyo, y no puede ni imaginarse el vacío que Rebecka habrá dejado en Gustaf.
—Tengo que preguntártelo —dice—. ¿Te dijo a ti algo de que estuviera triste? ¿Notaste en algo que no quisiera… seguir viviendo?
—No —responde Minoo—. Pero hay algo que sí sé. Tú la hacías feliz.
Gustaf aparta la mirada.
—No lo suficiente.
—No debes pensar así.
—Por supuesto que sí. Yo sabía que algo pasaba. A veces tenía la sensación de que ella quería contármelo. Si le hubiera preguntado…
—Ella también podría haber tomado la iniciativa —dice Minoo prudentemente.
—Ya, pero en lugar de eso, se tiró del tejado del instituto.
No hay nada que Minoo pueda decir. No puede contarle la verdad.
—Sus padres deben de odiarme —continúa Gustaf—. No me he atrevido a ir al funeral. No quería estropear las cosas más de lo que ya lo he hecho.
—Habla con ellos. Puede que sean más comprensivos de lo que crees.
Gustaf niega con la cabeza.
—No puedo.
Mira a Minoo y se le dibuja en la cara una sonrisa llena de dolor.
—Ella era lo mejor que me ha pasado en la vida. Me siento tan asquerosamente solo sin ella. He perdido el norte en mi vida.
Gustaf se echa a llorar y Minoo hace lo único que puede hacer: lo abraza. Con el rabillo del ojo ve que el cuervo aletea y levanta el vuelo antes de desaparecer en el cielo gris.