Pero en el fondo, no está muy segura de si será capaz.
Minoo camina con paso ligero por el sendero de grava que conduce a Kärrgruvan. Una capa de escarcha cubre el suelo, y el aire huele a nieve. Lleva pantalones térmicos, anorak, gorro y guantes, y se siente como un luchador de sumo que va de paseo.
Los fines de semana siempre se queda durmiendo hasta las diez por lo menos, a veces hasta las doce. Esta mañana ha bajado a desayunar a las siete y media. Su madre estaba ya tomándose el café de rigor y leyendo una revista ininteligible para quien no domine diez mil palabras latinas como mínimo. Levantó la vista y enarcó una ceja al ver a Minoo.
—¿Tienes mal el reloj? —preguntó pasando la página.
—No, es solo que trato de adoptar hábitos algo más sanos —respondió Minoo, y casi vomita por dentro al oírse tan dinámica.
—Minoo. No tienes por qué hacerlo todo bien a todas horas…
—Es que además vamos a ensayar una obra —la interrumpió Minoo para que no le soltara un sermón.
—Dios, daría cualquier cosa por que hubiera algo de cultura en esta ciudad —dijo su madre dejando la revista—. ¿Qué obra es?
Minoo se dio cuenta de la mentira tan estúpida que acababa de soltar.
—
Romeo y Julieta.
Es en clase de inglés.
—¿Vais a representar
Romeo y Julieta
de principio a fin?
—No, solo unas escenas.
—Bueno, de todos modos. Actuando en inglés en el primer asalto. Qué profesor más ambicioso. ¿Qué papel tienes tú?
—Todavía no lo hemos decidido. Un árbol, seguramente.
—Serías un árbol maravilloso —dijo su madre y sonrió.
Se levantó de la mesa y le dio a Minoo un abrazo.
—Que te rompas una pierna, o lo que quiera que se diga para desear suerte.
Minoo esbozó una sonrisa forzada. En cuanto su madre salió de la cocina, se dirigió a la cafetera y llenó una taza termo de café con mucha leche.
Se lo está tomando pero la cafeína no la espabila. Cuando por fin llega a Kärrgruvan se siente tan cansada que podría echarse a dormir en la pista de baile.
Y seguramente lo habría hecho si Linnéa no hubiera llegado ya. Parece todavía más cansada que Minoo y está sentada en el borde de la grada escribiendo el diario. Lleva un anorak azul oscuro varias tallas mayor que la suya y que no es para nada de su estilo.
Minoo sube la escalinata que conduce a la pista de baile. Linnéa no levanta la vista.
—Hola —saluda Minoo.
—Hola —responde Linnéa sin dejar de escribir.
Minoo bebe café, se apoya en la barandilla y se esfuerza por parlotear en lugar de mantenerse callada, sin más.
Y no porque en la cabeza de Minoo reine precisamente el silencio; siempre hay listas, cosas que debe hacer, escenarios posibles e imposibles que ella recrea. Por no hablar de las vueltas que puede darle al hecho de haber dicho algo de forma irreflexiva o de haber hecho el ridículo, así en general. A veces es capaz de recordar cosas vergonzosas de hace mil años y de sentirse totalmente abrumada. Como el día en que ella y su prima Shirin estaban jugando a que Barbie y Ken se acostaban y llegó su tía Bahar. Shirin se puso a gritar enseguida que había sido idea de Minoo. Lo cual era cierto. Bahar simplemente se rio, pero a Minoo todavía le dan ganas de meterse en un agujero solo de pensarlo.
De repente Linnéa suelta una risita.
—¿Qué pasa? —pregunta Minoo.
—Nada, que tenías una pinta muy graciosa.
Minoo sonríe insegura.
—¿Eso es café? —pregunta Linnéa.
—¿Quieres un poco?
Minoo se acerca con la taza a Linnéa, que la coge y bebe como si fuera agua.
—Vaya, me parece que me lo he acabado —dice sonriendo.
—No pasa nada —responde Minoo y deja la taza en el suelo.
Linnéa se guarda el diario en uno de los bolsillos gigantescos del anorak.
—Empiezo a odiar a demasiadas personas de este grupo. No me explico cómo voy a aguantar verme aquí con esa tía sin estrangularla.
Minoo no sabe qué responder.
Los días siguientes a la reunión en el despacho de la directora han sido en cierto modo los mejores en mucho tiempo. Por fin tienen a alguien que les puede mostrar el camino. No ha tenido que andar cavilando sobre demonios, y ha podido concentrarse en los deberes y en seguirle la pista a Max.
Sabe que Linnéa considera que la directora no hizo nada por evitar que Elías y Rebecka murieran. Ella no está tan segura. Debe existir una razón que ellas desconocen. No puede creer que nadie permitiera que dos personas muriesen sin intervenir, solo por seguir unas reglas.
Quiere darle una oportunidad a la directora. No les queda otra alternativa. Y ella tiene un ansia desesperada de saber. Además, espera que la directora descubra que ella también tiene algún tipo de poder.
—¿Crees que tú también tienes algún poder? —le pregunta a Linnéa—. Quiero decir algún poder que no hayas detectado aún.
Linnéa la mira.
—Y tú, ¿crees que tienes alguno?
—No. Pero claro, como todas las demás… ¿Tú has notado algo?
Linnéa dirige la mirada hacia la entrada del parque, por donde aparece Vanessa. Lleva una chaqueta demasiado fina, como si no quisiera admitir que ha llegado el invierno.
Seguramente Vanessa es una de esas personas que piensan que las estaciones del año deberían adaptarse a su ropa y no al contrario, piensa Minoo con más complejo de luchador de sumo que nunca.
—Joder, qué resaca tengo —se lamenta Vanessa y sube al escenario de un salto. Al ver la taza termo, le brilla en los ojos un destello de avidez—. ¿Es café?
—No queda —responde Linnéa.
Vanessa parece decepcionada.
—Pues qué mierda, vaya mañana más estupenda… —dice, dejándose caer al lado de Linnéa.
Minoo se da cuenta de que se ha sentado muy cerca. Parece que se están haciendo amigas. Minoo no lo ha notado hasta ahora.
—¿Dónde está la Gran Bruja? —pregunta Vanessa y se mete un chicle en la boca—. Creí que estaría aquí esperando, látigo en mano.
Linnéa suelta una risita y empiezan a hablar de amigos comunes. No tardan en quedar absortas en la conversación. No es que excluyan a Minoo, pero tampoco hacen nada por incluirla. Y, como de costumbre, ella no sabe cómo intervenir sin sonar o bien como una sabelotodo redicha, o bien como una niñata curiosa.
Minoo se sienta en el suelo de la pista de baile y saca el libro de biología. Finge que está estudiando pero lo único en lo que puede pensar es en todas las cosas de Rebecka que echa de menos.
La parada del autobús es de latón corrugado pintado de rojo. A alguien se le ha ocurrido la idea de pintarle también unas ventanitas con vistas a un jardín. Después alguien ha escrito sobre las flores la palabra «PUTA» con rotulador negro. Anna-Karin siempre ha tenido la sensación de que iba por ella.
Los días festivos solo pasan dos autobuses pero la directora dijo que podía recogerla. No se atrevía a decirle que no. La directora le da muchísimo miedo. Tiene la sensación de que sabrá lo que pasó con su madre nada más verla.
No ha pegado ojo en toda la noche. En cuanto cerraba los párpados veía el agua hirviendo y las manos de su madre. Desde luego ella no quería utilizar su poder para que su madre se hiciera daño. Al contrario. Aun así eso fue lo que ocurrió.
Lo más aterrador es que ya no está segura de controlar cómo afecta a su madre su poder. Al principio lo usaba tanto que terminó por actuar solo. Como una bola de nieve que se hubiera puesto a rodar y sobre la que ya no tenía ningún dominio. Lo mismo ocurre con Julia, Felicia y el resto de la gente del instituto. La única persona con la que siente que debe usarlo activamente es con Jari.
Un coche de color azul oscuro y aspecto caro se desliza lentamente. Anna-Karin ve que la directora va al volante. Es como si le estuvieran retorciendo las entrañas con unos alicates enormes.
Ándate con cuidado, Anna-Karin, piensa. Ándate con cuidado.
El coche llega deslizándose hasta la parada del autobús. Anna-Karin se levanta, se acerca y abre la puerta del acompañante.
—Hola —dice la directora con una sonrisa gélida—. Perdona el retraso.
—No pasa nada —responde Anna-Karin con un hilo de voz mientras se sienta.
—Tengo que hablar contigo —dice la directora y pisa el acelerador.
Los alicates dan una vuelta más. Anna-Karin no puede mirarla a la cara, sino que dirige la vista a la ventanilla, hacia el cielo gris, los árboles negros y los postes de la nieve que pasan rápidamente ante sus ojos.
—Has abusado de tus poderes de la peor manera —dice la directora—. Y creo que eres consciente.
—Yo no he… —comienza Anna-Karin, pero la directora la interrumpe.
—No es una pregunta, sino una constatación. Cierto que existen circunstancias atenuantes puesto que no habías tenido ningún guía hasta el momento. Pero las reglas son las reglas. Es mi deber informarte de que el Consejo ha iniciado una investigación.
—¿Una investigación?
—Has cometido un delito, Anna-Karin. Y sigues cometiéndolo.
Anna-Karin mira a la directora. Ahí está, con ese perfil perfecto, con ese abrigo perfecto, con ese coche perfecto. Ahí está, enjuiciándola.
—¡No entendéis nada, ni tú ni el Consejo ese!
La directora exhala un largo suspiro. Siguen en silencio mientras se acercan al barrio residencial más elegante de Engelsfors. La directora aparca delante de una casa de color verde y se dirige a ella.
—Todavía no estás condenada. Pero tienes que parar inmediatamente.
—Haré lo que me dé la gana.
Una parte de ella está fascinada al comprobar lo impertinente que puede ser con una persona que, en realidad, le infunde pavor.
La directora la escruta con la mirada.
—Anna-Karin —dice—. Contéstame con sinceridad: ¿crees que
puedes
parar?
—Por supuesto que puedo. Pero no hago nada malo —se empecina.
La directora resopla.
—Bueno, ya hablaremos de esto en otro momento —concluye—. Por ahí viene Ida.
Anna-Karin atisba una figura rubia que se acerca a paso ligero. Se encoge en el asiento y se mira las manos. No piensa permitir que Ida compruebe lo asustada que está.
A las nueve y media se oye el ruido de un coche que se acerca haciendo crujir la grava bajo las ruedas. Minoo se guarda el libro de biología y se levanta al mismo tiempo que un Mercedes azul oscuro entra en el recinto del parque.
El coche se detiene, Anna-Karin sale y se dirige irritada hacia la pista de baile. Se coloca lejos de las demás con los brazos cruzados, como para demostrar su enfado.
—Hola —dice Minoo, pero Anna-Karin sigue mirando al suelo.
—Buenos días —responde la directora, que se acerca con Ida pisándole los talones.
Ida parece tan adormilada que Minoo se pregunta si podría abrir la boca aunque quisiera.
—Debe de haber sido un paseo en coche de lo más agradable —dice Linnéa.
Vanessa se ríe y Minoo se irrita. ¿Es que no pueden comportarse?
Adriana López se dirige al centro de la pista de baile con el abrigo negro entallado aleteándole alrededor de los pies. Lleva guantes de napa y un sombrero de piel muy elegante. Minoo piensa, llena de admiración, que parece un personaje de una novela rusa del siglo XIX. Lleva en una mano un gran bolso de piel negra. Lo deja en el suelo a su lado.
—Pido perdón por el retraso. —Se vuelve hacia Ida, que se ha parado en la escalinata que conduce a la pista de baile—. Ven, entra en el círculo. —Minoo mira a su alrededor preguntándose a qué círculo se refiere la directora. Cuando cae en la cuenta, se irrita ante su torpeza. La pista de baile es un círculo.
Ida da los pocos pasos que la separan de la pista de baile muy en contra de su voluntad.
—Vamos a entrar un poco en calor —dice la directora. Mira fugazmente a Vanessa y a Linnéa—. Os sugiero que os bajéis del escenario.
Linnéa y Vanessa se levantan despacio. Minoo cree que tienen tanta curiosidad como ella, aunque intenten ocultarlo.
La directora saca del bolsillo un pequeño cilindro negro y retira la parte superior, como si fuera una barra de labios. Luego empieza a dibujar un círculo en el suelo, en el centro de la pista de baile, y Minoo recuerda los símbolos de la casa de la directora.
Minoo busca la mirada de Vanessa, que observa a la directora.
Adriana López dibuja un signo en el centro del círculo. Parece absolutamente concentrada. Cuando se levanta, retira de la barra unos cuantos hilos pringosos antes de volver a taparla.
—¿Qué es eso? —pregunta Vanessa.
—Ectoplasma —responde la directora secamente.
Minoo se pregunta si esa respuesta les dice a las demás algo más que a ella.
Adriana saca un libro. Tiene la cubierta de piel desgastada y de color negro. Y es del tamaño de un libro de bolsillo normal. Lo abre y saca un objeto brillante que llevaba escondido bajo el abrigo. Parece una especie de lupa de plata, colgada de una larga cadena que lleva al cuello. Ajusta la lupa como si fueran unos prismáticos y se la lleva al ojo.
Minoo se espera que empiece a salmodiar alguna fórmula mágica con voz solemne, pero lo único que hace es murmurar unas palabras en voz muy baja, como cuando alguien que no sabe leer bien va siguiendo el texto. Una hoguera de medio metro de altura surge en el acto, llameante, en el centro del círculo dibujado.
No es un fuego corriente, sino que arde en unos tonos que van desde el cobalto hasta el azul celeste. Le lleva unos minutos darse cuenta de por qué el fuego es tan espeluznante. No es por el hecho de que sea azul, ni de que esté ardiendo a unos centímetros del suelo, sino porque es totalmente silencioso. No se oye crepitar ni lo más mínimo.
Después de tan solo un par de segundos, Minoo nota el calor en la cara. La directora se quita el abrigo, el sombrero y los guantes, y lo deja todo en un montón pulcramente colocado en el suelo de madera, junto a la barandilla. Debajo lleva un traje gris oscuro de muy buen corte.
Minoo también se quita la ropa de abrigo y la pone en el suelo.
Entonces nota que el aire vibra alrededor de la pista de baile. Con mucha cautela extiende el brazo. Aprecia cierta resistencia, como de una membrana fina, invisible.
—Inténtalo. —Se oye la voz de la directora.
Minoo se da la vuelta. La directora la mira y asiente alentándola. Estira el brazo un poco más y atraviesa la membrana. Al otro lado el aire está frío.