Vanessa lleva más de una hora en la oscuridad delante de la puerta de Linnéa.
En su apartamento suena música rock a todo volumen. El vocalista canta a veces, y otras veces grita. A Vanessa siempre le ha parecido que este tipo de música suena a un dolor de cabeza de los peores, pero ahora que lleva un rato teniendo que oírla, empieza a pillarlo. Al principio casi se pone mala del estrés, pero cuando se tranquilizó y se dejó llevar por la música, le resultó extrañamente relajante. Es como si todas las tensiones y todos los miedos se transformaran en una ira de la que la música se hace cargo.
No debería estar aquí, piensa.
Pero no puede irse. No hasta que no lo sepa.
Ayer noche, bastante tarde, recibió el mensaje: «Hecho mierda. Buenas noches,
». Entonces intentó llamarlo, el teléfono daba la señal pero él no respondió. Lleva toda la noche sin pegar ojo.
Sabía que Wille se cabrearía muchísimo cuando lo llamara a las siete de la mañana para pedirle que la llevara al instituto. Ella tendría que interpretar todo el repertorio: burlona, bromista,
sexy,
enfadada, indefensa, hasta que él cediera. Y entonces ya no le parecería un triunfo. Al contrario, se sentiría humillada.
Pensaba que solo con verlo sabría si había estado con Linnéa. Por eso era tan importante quedar con él aquella misma mañana. Y al principio Vanessa creyó que el silencio impenetrable de Wille mientras iban en el coche debía ser indicio de que no le había sido infiel. Porque si hubiera hecho algo, le estaría haciendo la pelota, ¿verdad? Pero luego empezó a plantearse si ese silencio no sería señal de lo contrario, de que se había cansado de ella.
Cuando llegaron al instituto abrió la puerta del coche y la cerró de un portazo al marcharse. No le importó que la gente se la quedara mirando cuando cruzó el patio, y pasó de Evelina y Michelle, que la llamaron a gritos. En cuanto entró fue corriendo a los servicios de chicas que había junto al comedor.
Todos estaban vacíos. Vanessa se hizo invisible y se puso a llorar. Callada y furiosamente.
Y entonces entró Linnéa.
Vanessa contuvo la respiración. No se atrevía ni a
pensar.
Pero Linnéa llevaba el móvil pegado a la oreja y parecía ausente. Lanzaba hondos suspiros al oír a la persona que hablaba con ella. Se colocó delante del espejo, se pasó la mano por la melena negra y se miró los dientes, como para comprobar si tenía algún resto de comida.
—Venga ya. No puedo hablar de esas cosas aquí, en el instituto —dijo—. No, pero ya que estoy aquí, pues… No quiero saber nada de eso. Es problema tuyo. Vale… Ya veo… Ummm… No lo sé… Vale… Entonces pásate esta noche sobre las nueve. No me llames más hoy.
En el móvil de Vanessa son las 21:34. Tiene ganas de hacer pis. Un número de teléfono aparece en la pantalla. Es Minoo. La habrá llamado siete veces por lo menos durante la noche, pero Vanessa piensa que puede esperar. Linnéa tampoco ha salido corriendo hacia Kärrgruvan, así que no puede ser tan importante.
A las 21:46 decide que se irá a las diez. Cuando dan las diez se dice que le dará otro cuarto de hora, aunque se está haciendo pis.
A las 22:09 se abre la puerta del portal y se enciende la luz de la escalera. Se oye el chirrido de los cables del ascensor y Vanessa no quita la vista del cristal de la puerta. El ascensor llega deslizándose y se detiene. Divisa una figura allí dentro.
La puerta del ascensor se abre.
No es Wille.
Es Jonte.
Se acerca a la puerta de Linnéa y llama al timbre.
En el apartamento cesa la música. Llama otra vez.
Linnéa abre la puerta. Va sin maquillar y lleva unos pantalones cortos y una camiseta negra muy ajustada con un murciélago y el texto: DIR EN GREY. Mira a Jonte enfadada.
—Llegas tarde.
—
Sorry
—responde él, pero no parece que lo sienta de verdad.
Linnéa se hace a un lado y lo deja pasar.
Vanessa lo sigue. Así, sin pensarlo. Tiene el tiempo justo de pegarse a la pared antes de que Jonte cierre la puerta con llave.
Allí está, en el recibidor, sin tener la menor idea de por qué ha entrado. Tampoco tiene ni idea de por qué entra con ellos en el salón.
Mierda,
piensa.
Mierda, mierda, mierda, mierda.
Linnéa se para de pronto y se da la vuelta. Mira a Jonte extrañada.
—¿Qué pasa? —pregunta Jonte.
—¿Eres tú el que huele a coco?
Jonte suelta una risotada y se tira en el sofá, que emite un crujido. Lleva una sudadera negra con muchos lavados y unos vaqueros amplios. Saca una bolsita de hierba y un librillo de Rizla y se hace un canuto con movimientos expertos. Linnéa se sienta a su lado y apoya la cabeza en su hombro.
Vanessa hace una mueca. Sí, bueno, Jonte es guapo en cierto modo, pero es tan… cutre. Y tiene casi la misma edad que su madre.
Linnéa da un respingo y observa la habitación con mirada penetrante. Es como si estuviera mirando a Vanessa directamente. Pero no es posible. ¿O sí?
Jonte enciende el canuto y aspira profundamente.
—¿Qué puñetas te pasa que estás tan nerviosa? —le dice cuando le pasa el canuto.
Linnéa lo coge. Se levanta y va fumando hasta el portátil que tiene abierto. Pone una canción. Es una música sugestiva, la mujer que canta suena apenada e impotente al mismo tiempo.
—Ven aquí —dice Jonte, y Linnéa se le acerca, deja el porro en un cenicero y se sienta muy pegada a él.
Le da un beso y Vanessa pone cara de asco. Pero no puede apartar la vista de ellos mientras Linnéa se quita la camiseta y Jonte le desabrocha el sujetador negro, le recorre la espalda con las manos y continúa hasta el pecho.
Linnéa se tumba boca arriba en el sofá sujetándolo con mano firme por la nuca. Él se tumba encima y alarga el brazo en busca del porro. Siguen besándose y dando alguna que otra calada profunda. Linnéa se quita el pantalón con un movimiento sinuoso. Las bragas son de color rosa fucsia con corazoncitos negros. Jonte desliza la mano por dentro. Linnéa sonríe. Y de repente levanta la cabeza y mira a Vanessa.
—¿No te has hartado todavía? —dice mirando al aire.
—Qué va —susurra Jonte y le besa el cuello.
Vanessa está tan sorprendida que tropieza en el recibidor y tira sin querer una de las lamparitas.
—¿Qué coño ha sido eso? —oye que pregunta Jonte.
—Voy a mirar. De todas formas tengo que ir al cuarto de baño —dice Linnéa.
Vanessa está tanteando el picaporte cuando algo blando le da en la nuca. Se da la vuelta. La camiseta de Linnéa está en el suelo. Se la acaba de tirar a Vanessa. Está en medio del pasillo con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Tiene la cara en la sombra.
—Sé que estás ahí —susurra en un tono apenas audible.
Vanessa abre la boca para decir algo pero no consigue articular un solo sonido.
Linnéa se acerca hasta la puerta y Vanessa se pega a la pared, haciendo un gran esfuerzo por dejar de mirar el pecho de Linnéa mientras abre la puerta.
—Lárgate —le dice entre dientes, y Vanessa sale a toda prisa.
Linnéa da tal portazo que resuena en toda la escalera. Vanessa corre hacia el portal y sale a la calle.
Lo primero que hace es agacharse a hacer pis junto a un arbusto. Solo después puede empezar a pensar con claridad. Se ha comportado como una chiflada y ha sido por culpa del puto fin de semana de aislamiento. Las ideas sobre lo ocurrido la corroen mientras se dirige a su casa apretando el paso.
¿Qué le va a decir la próxima vez que se vean? «Hola, siento ser una pervertida que disfruta mirando mientras los amigos se acuestan. Bueno, en realidad tú y yo ni siquiera somos amigas, pero de todas formas fue de lo más divertido y emocionante. Por lo menos para mí. ¿Y a ti qué te pareció?»
Pero lo que en realidad querría preguntarle a Linnéa es por qué anda con un pringado como Jonte. Y además aprovecharía para preguntarse a sí misma qué le importa a ella. Mientras Linnéa no se acueste con Wille, debería estar contenta.
Linnéa tiene algo que la impulsa a comportarse de un modo totalmente impredecible. ¿Por qué entró con Jonte en el apartamento? No sabe responder a esa pregunta. Puede que la única explicación lógica sea que es verdad que es una mirona.
Son casi las once y media cuando mete la llave en la cerradura de su casa. Espera que su madre se haya ido a la cama. Nicke está en Borlänge haciendo un curso, así que por él no tiene que preocuparse.
Pero cuando entra en el recibidor oye voces en la cocina. Se quita los zapatos y la cazadora tan en silencio como puede;
Frasse
aparece meneando la cola y le lame una mano. Por suerte no se pone a ladrar. Está tan concentrada en no hacer ruido que no ve el coche de juguete de Melvin. Lo pisa, sale volando y se estrella contra la pared estrepitosamente.
—¿Nessa?
Wille aparece en el umbral de la puerta de la cocina.
—Llevo toda la tarde esperándote. ¿Dónde has estado?
No lo dice en un tono acusador, sino solo de preocupación.
—En casa de Evelina —responde mientras piensa que tiene que acordarse de avisar a Evelina de que es su coartada—. ¿Por qué no me has llamado?
—¿No podemos hablar en tu habitación? —dice Wille.
Vanessa se asoma a la cocina. Su madre está sentada a la mesa con el libro de astrología, exageradamente concentrada en la lectura, como para demostrar que no pretende escuchar la conversación.
Vanessa asiente y suben al dormitorio. Cierra la puerta. Cuando se da la vuelta, Wille la abraza. Ella se pega todo lo que puede y nota el calor de su cuerpo, y ese aroma que es tan suyo.
Es mío, piensa. Mío y de nadie más.
—Perdona que me haya portado como una niñata esta mañana —le susurra.
—Comprendo que estuvieras enfadada conmigo, después de haber desaparecido todo el fin de semana.
Wille se aparta.
—No he estado en casa de Jonte… Estuve en la cabaña de su padre.
—¿Tú solo?
—Ajá. Necesitaba pensar. No me siento muy bien últimamente.
De repente Vanessa se asusta.
—¿Se trata de nosotros?
—De todo —responde Wille—. No tengo trabajo. Vivo con mi madre. No he hecho una mierda desde que terminé el instituto.
Vanessa se muerde el labio. De eso precisamente quería ella que se diera cuenta. De que necesita forjarse una existencia. La cuestión es si habrá lugar para ella.
—He estado pensando en lo que me gustaba de mi vida y en lo que no. Y he caído en la cuenta de que no hay muchas cosas que me gusten.
A Vanessa se le llenan los ojos de lágrimas. Me lo va a decir ahora. Ahora me va a decir que quiere dejarlo. Ahora se acabará todo.
—Salvo tú —dice Wille—. Me he dado cuenta de que tú eres la única cosa buena de mi vida. Tú y mi madre. Joder, qué raro ha sonado eso.
Vanessa se echa a reír y empieza a llorar a la vez.
—¿Nessa?
—Creía que querías dejarlo —solloza.
—¡No, no! ¡Al contrario! Quiero ser el tío que te mereces. Tú eres una tía increíble. Te quiero. Y estaba pensando… ¿No podríamos prometernos?
Wille empieza a rebuscar en el bolsillo y saca un anillo de plata.
—O sea, podemos esperar con lo de casarnos, claro. Diez años si quieres. Lo único que pretendo es que todo el mundo sepa que tú y yo estamos juntos.
A Vanessa le da vueltas la cabeza. Ya no sabe qué sentir.
—¿Quieres? —pregunta Wille.
Bueno, sí. De un sentimiento sí que está segura. Lo quiere, y no lo puede remediar. Y ella también quiere que todos sepan que están juntos. Que cada uno ha elegido estar con el otro. Que han elegido descartar a todos los demás. Él le pone el anillo. Luego saca otro un poco más grande y se lo da para que ella se lo ponga.
—Ahora somos tú y yo —dice Wille.
—Somos tú y yo —susurra Vanessa—. Te quiero.
Ella lo besa en la boca y se pega a él, que le recorre la espalda con la mano bajo la camiseta y la desliza suavemente.
Se oyen unos toquecitos en la puerta.
—¡Vanessa! —se oye la voz airada de su madre.
Wille intenta separarse de Vanessa, que se aferra a él.
—Pasa de ella —susurra.
Un instante después se abre una rendija de la puerta.
—Wille, Vanessa tiene clase mañana.
La madre utiliza su voz «más seria», la que no admite oposición.
—Mierda —protesta Vanessa.
—No pasa nada —dice Wille—. De todas formas tengo que irme a mi casa.
Ella lo acompaña hasta la puerta. Va a darle un beso pero a Wille le da vergüenza delante de su madre, así que le da un abrazo.
—Mañana voy a recogerte al instituto —le promete.
Vanessa cierra la puerta. Cuando se da la vuelta observa la mirada de preocupación de su madre.
—Mira —dice Vanessa enseñándole la mano izquierda.
—¿No eres demasiado joven para anillos?
El buen humor de Vanessa se hunde como una piedra. Su madre no es capaz ni de fingir medio minuto que se alegra por ella.
—No es que vayamos a casarnos mañana —refunfuña—. Es como un símbolo de que estamos juntos.
—Lo que no me explico es por qué tienes tanta prisa en comprometerte con lo joven que eres.
—¡Joder, pero si tú te quedaste embarazada de mí cuando tenías dieciséis años! ¡Con un tío al que conociste en una conferencia en el Götvändaren! ¡Estabas tan pedo que ni siquiera te acordabas de cómo se llamaba!