Debe de ser mi yo verdadero, piensa. Debe de ser mi papel en la vida. Si no, ¿por qué iba a ir tan mal cuando intenté cambiar las cosas?
En su fuero interno, ella sabía todo el tiempo que no estaba actuando correctamente. Solo que creía que valía la pena, así que desoyó las advertencias y cerró los ojos a las señales. Pero ¿qué ha conseguido? Ahora no es más feliz. De ninguna manera.
Anna-Karin cierra los ojos, pero la cabeza sigue dando vueltas como un ordenador que se ha quedado colgado. Vuelve a abrir los ojos. No tiene sentido.
Anna-Karin.
Reconoce la voz de la visión del día de santa Lucía. Es la voz del asesino de Rebecka y de Elías.
La vida no merece la pena. Sufrirás. Sufrirás día tras día
.
Una gran calma se extiende por todo su ser. Nota cómo el cuerpo se le adormece mientras se levanta de la cama. Los pies la guían hasta el pasillo del piso de arriba. Un peldaño escaleras abajo, y luego otro.
Anna-Karin se deja conducir a la cocina. No opone resistencia. Lo que dice la voz es verdad, después de todo. Anna-Karin sabe mejor que nadie que la vida es un sufrimiento. La puta apestosa. La gorda. La campesina. La que tiene que recurrir a la magia para conseguir que su propia madre se preocupe por ella.
Ahora se siente aliviada. Ya no tiene que sentir miedo. Pronto habrá pasado todo. Pronto habrá pasado
todo.
La voz no dice nada más. Sabe que a Anna-Karin no hay que convencerla.
La cocina huele ligeramente a tabaco. El reloj de la pared va marcando los segundos. Los pies se mueven por el suelo de la cocina y la llevan hasta los fogones, donde están los cuchillos. Su mano se adelanta y coge el más grande. Es una sensación extraña la de ver la mano así, ver cómo coge algo, aunque no siente nada. Como si perteneciera a otra persona.
No te preocupes. No sentirás ningún dolor.
La mano se gira, aplica la punta del cuchillo a la garganta.
Ve la casa del abuelo al otro lado de la ventana.
El abuelo existe. El abuelo la quiere.
Si el abuelo la quiere, no puede ser una inútil total. No se merece esto.
Nadie se lo merece.
De repente, Anna-Karin siente miedo. Un miedo que solo puede significar una cosa. Quiere vivir. No quiere morir.
La punta del cuchillo le roza la piel fina del cuello.
Anna-Karin empieza a resistirse. Nota cómo la otra voluntad trata de clavarle el cuchillo en la garganta. Siente el pulso latiendo contra la hoja. La piel de esa zona es tan delgada. Un corte es cuanto se necesita, y la sangre salpicará toda la cocina. Es como si una mano de hierro le agarrase la muñeca. Le tiembla el brazo por el esfuerzo mientras trata de vencerla. La frontera entre la vida y la muerte mide tan solo un milímetro.
Estás sola, Anna-Karin. Sola. ¿Por qué vas a seguir viviendo? Te mereces algo mejor. Puede que tengas una segunda oportunidad después de la muerte.
Pero ella ya no escucha. No puede dejar solo al abuelo. Y tampoco puede abandonar a las demás Elegidas en la lucha contra el mal.
Ha dejado de ser débil. No es ninguna víctima. Ha gobernado a todo el instituto. Tiene más poder que esa mierda cobarde que ni siquiera se atreve a mostrarse ante aquellos a quienes asesina.
¡SUÉLTAME!
Su poder retumba atravesándole todo el cuerpo y el cuchillo cae al suelo con un tintineo. Anna-Karin se apoya en la encimera y contempla la hoja reluciente. Respira con dificultad.
Oye en la explanada un crujido familiar.
Anna-Karin se levanta empapada de sudor. Se acerca a la ventana.
La puerta del cobertizo está abierta de par en par, como una boca que se abre en la pared pintada de rojo. Tiene la sensación de que lo que hace un instante le dominaba el cuerpo trata de provocarla.
Se encamina a la entrada. Se pone unos zapatos forrados de piel y el abrigo más grueso, y abre la puerta.
Todo está en silencio y el viento está totalmente en calma. No hay luz en ninguna de las ventanas del abuelo.
Sabe que debería llamar a las demás. Sabe que no debería hacer aquello sola. Sabe que puede tratarse de una trampa, que seguramente lo es. Pero está harta de huir, harta de tener miedo.
Siente que, en estos momentos, sería capaz de cualquier cosa. Piensa obligar al culpable a reconocer su culpa, obligarlo a decir la verdad. Y
luego
llamará a las demás. Cuando la amenaza sea inofensiva. Entonces, quizá, habrá pagado sus crímenes. Incluso a ojos del Consejo.
Se detiene a la entrada del cobertizo. Le llega ese aroma tan familiar, que tanta seguridad le infunde. Oye a las vacas moverse dentro.
—Sal —dice Anna-Karin.
Una vaca muge débilmente. Otra resopla. Anna-Karin entra y enciende la luz.
Lo único que ve son las hileras que forman las vacas, que la miran con sus grandes ojos castaños. Anna-Karin se adentra un poco más.
El portazo es tan repentino que suelta un grito. Se da media vuelta. La puerta está cerrada. Como si la hubiera cerrado el viento. En medio de la noche apacible.
Se acerca y tantea la puerta. Está cerrada con llave. Trancada por fuera. Y entonces nota el olor a humo.
—¡No! —grita—. ¡No! ¡Déjame salir!
Las vacas mugen y patean en el cobertizo. Ellas también han notado el olor y saben lo que significa.
Anna-Karin mira a su alrededor mientras el humo se extiende como una niebla, más denso a cada segundo que pasa. Se oye un crepitar que crece hasta convertirse en un rugido.
El ruido del fuego.
Anna-Karin examina el lugar, trata de encontrar algo con lo que echar abajo la puerta. El humo le irrita los ojos. Es consciente de que ese fuego se propaga más rápido de lo normal. Viene de todas partes. Empieza a hacer un calor insufrible.
—¡Anna-Karin!
El abuelo ha conseguido abrir la puerta del cobertizo y ahora corre tan rápido como se lo permiten sus viejas piernas. La alcanza y le empuja hacia la puerta.
—¡Corre! —le grita.
Pero no puede dejar allí al abuelo. Va corriendo y abriendo para que salgan las vacas. Los animales salen despavoridos, se empujan entre sí y lanzan mugidos atronadores mientras huyen hacia fuera, hacia la noche invernal. Algunas de ellas chocan con Anna-Karin, que cae sin remedio en el suelo de cemento. Se le tuerce el tobillo. Los pesados cuerpos de los animales retumban en la estampida, y Anna-Karin se protege la cabeza con los brazos.
Pero no ha tenido tiempo de pedir ayuda cuando ya está allí el abuelo. Acude con sus manos fuertes y poderosas y le ayuda a levantarse, y ella camina apoyándose en él.
Solo faltan unos metros hasta la puerta, están a unos pasos de la salvación. Anna-Karin no ve la viga que está a punto de caer hasta que no le da en la cabeza al abuelo, que se desploma.
—¡Abuelo!
Ya no siente su propio dolor. Tiene que sacar al abuelo de allí. Tira de él y lo arrastra y, de repente, están fuera, en la nieve, pero Anna-Karin continúa alejándose, lejos del cobertizo, lejos, hasta que no puede más.
El fuego devora la vieja madera del cobertizo con un aullido. Oye a su madre, que grita dentro de la casa, pero Anna-Karin solo tiene ojos para el abuelo. La está mirando. Abuelo, querido abuelo.
—Anna-Karin… —le dice con un hilo de voz—. Yo debería…
Y ahí se acaban las palabras.
El letrero de Kristallgrottan es azul noche con sinuosas letras doradas y está salpicado de estrellas y lunas diminutas. Vanessa tenía la esperanza de que la tienda de Mona Månstråle estuviera cerrada a cal y canto: otra víctima olvidada del centro comercial Citygallerian, alias el cementerio de las tiendas muertas. Pero notó el olor a tabaco y a incienso en cuanto se abrieron las puertas del centro comercial. Y ahora ve por el escaparate que hay tres clientes haciendo cola en la tienda. Mona lleva el mismo traje vaquero de la última vez y coge un fajo de billetes que le entrega un señor de una edad comprendida entre los ochenta y la muerte.
Vanessa escupe el chicle con tal fuerza que rebota en el suelo.
¿Por qué ha sido tan tonta como para sacar a relucir Kristallgrottan? ¿Por qué se dejó convencer para venir?
Naturalmente, conoce la respuesta. Están desesperadas.
El
Libro de los paradigmas
les ha indicado que necesitan ectoplasma, pero, naturalmente, se negó a revelarles cómo conseguirlo.
Vanessa está empezando a odiar el dichoso libro. Se comporta como una vieja gruñona que les hurta toda la información que necesitan. Ha zarandeado su ejemplar, lo ha amenazado con arrancarle todas las páginas si no les muestra cómo resolver el misterio de Gustaf y su doble. Pero en su localizador de paradigmas no se revela nada.
Por ahora, solo Ida puede leer el
Libro de los paradigmas
. Aunque ante la directora, con la que siguen viéndose todos los sábados, finge que no. Lo que Ida va encontrando en el
Libro
lo discuten todas en casa de Nicolaus.
Cuando el
Libro
quiso que practicaran para sentir cada una la energía de las demás, le llevó aproximadamente un cuarto de hora explicar cómo debían hacerlo. Sin embargo, el
Libro
no detallaba qué beneficio obtendrían con tales ejercicios.
—¿A mí qué me contáis? —se quejaba Ida—. Yo solo leo lo que dice aquí.
Minoo intentaba animarlas. Les decía que, seguramente, el
Libro de los paradigmas
sabía lo que necesitaban; que debía de existir una razón poderosísima para que aprendieran aquello.
No tenían mejor alternativa que confiar en la vieja gruñona que había resultado ser el
Libro
y practicar el ejercicio que les había propuesto, por absurdo que les pareciera. De una en una, fueron sentándose con los ojos vendados en la silla del salón de Nicolaus. Luego se trataba de concentrarse en saber en qué lugar exacto de la habitación se encontraban las demás.
Minoo fue la primera en sentarse, pero no pudo sentir la energía de ninguna de sus compañeras. Cuando se quitó la venda, parecía totalmente hecha polvo. «Como colgada y luego descolgada», según suele decir la madre de Vanessa, que sintió pena de Minoo.
Ida lo consiguió a la perfección al primer intento y estuvo a punto de reventar de orgullo. En realidad, le habría gustado ponerse a aplaudir y a dar volteretas por la habitación.
A Linnéa tampoco le fue mal. Ahora le tocaba el turno a Vanessa, que estaba más nerviosa de lo que esperaba. Le ataron a la nuca la venda —en realidad, uno de los pañuelos de Nicolaus, alargado y muy suave— que olía a ropa guardada durante mucho tiempo. Resultaba de lo más desagradable saber que todos la estaban mirando sin que ella pudiera ver a nadie.
Los sentidos la engañaban todo el tiempo. Tan pronto creía oír la risita de alguien como se hacía un silencio tal que llegaba a pensar que la habían dejado sola.
La cosa solo funcionó cuando Nicolaus la animó a relajarse del todo.
Entonces fue capaz de
sentir
la presencia de las demás. Débilmente al principio, pero cuanto más confiaba en la sensación, tanto más intensa se volvía. Finalmente, no cabía la menor duda: era capaz de señalarlas a todas, una a una, dondequiera que se encontraran en la habitación.
Vanessa no era capaz de explicar cómo lo hacía. Era como si pudiera percibir a las demás Elegidas en virtud de un sentido que hasta el momento desconocía. No era el olfato ni el gusto ni el oído ni el tacto ni la vista. Era algo totalmente distinto.
El
Libro
también les ha enseñado una especie de juego del escondite mágico. O un «juego pendular», que fue lo único que Ida atinó a decir cuando explicó el procedimiento por primera vez. Una Elegida se coloca en el salón de Nicolaus mientras las demás se meten en la cocina, cierran la puerta y se sientan a la mesa, donde extienden el dibujo de un plano del apartamento de Nicolaus. Quien va a realizar el ejercicio coge la gargantilla de plata de Ida y la sostiene como un péndulo sobre el plano.
Vanessa fue la primera en intentarlo mientras Linnéa esperaba en el salón. Al principio, el minúsculo corazón de plata colgaba de la gargantilla sin que ocurriera nada de particular. Pero cuando empezó a moverla de forma pendular sobre el plano, concentrándose al mismo tiempo en Linnéa, el colgante empezó a girar en el sentido de las agujas del reloj, cada vez más deprisa, sobre un punto concreto del plano.
—Linnéa está a la izquierda de la mesa del sofá —declaró Vanessa.
Nicolaus abrió la puerta, miró en el salón y constató que Vanessa tenía razón. No siempre le funciona, pero a Linnéa siempre ha conseguido localizarla.
Claro, sí, al principio era impresionante. Pero el placer de la novedad empezó a decaer enseguida. El
Libro
insistía en que debían practicar más y más, pero no les proponía nada nuevo. El rollo de Minoo de que el
Libro
era emisor y receptor y de que lo que les mostraba tenía que ser importante sonaba más insustancial según iban pasando las semanas.
Pero ahora, dos meses después, el emisor ha cambiado por fin de frecuencia. Por fin les ha transmitido algo que les ayude a hallar la verdad sobre Gustaf y su doble.
Se oye el tintineo de una campanilla cuando Vanessa abre la puerta de Kristallgrottan.
Acordes de pling y plong de arpas sonoras, el rumor del agua y trinos de pájaros resuenan en los altavoces. Vanessa tiene la sensación de que alguien esté haciendo pling y plong usando sus nervios como cuerdas.
Está a punto de chocar con Monika, la del Café Monique, que le sonríe con tanta efusividad que los ojos casi se le pierden detrás de las mejillas. Puede que sea la primera vez que Vanessa la ve reír. Lleva en el regazo una ruidosa bolsa de plástico. Lleva el nombre de Kristallgrottan con la misma letra sinuosa del letrero de la puerta.
—¡Vanessa! ¡Qué alegría verte por aquí! —exclama, y añade con un susurro de conspiradora—: ¿Verdad que es fantástica?
A Vanessa le lleva un instante comprender que Monika se refiere a Mona Månstråle.
—Ummm, de verdad —responde—. Superfantástica.
—Suerte —dice Monika dándole un empujoncito en el brazo antes de marcharse.
Vanessa toma nota de que las estanterías están llenas de nuevos productos. Lo más llamativo son dos fuentes de cristal gigantescas con delfines que cuelgan sobre la superficie del agua, congelados en medio de su brioso juego. El dragón de cobre que había junto a la cortina roja ha desaparecido. No es solo que la tienda siga allí, sino que, además, parece que el negocio
va bien
.