—¡Tienes que darles algo más de información!
Es la voz de Nicolaus. Se acerca a Ida. Tiene la mano extendida y quiere tocarla, pero no se atreve. Ida lo mira a los ojos.
—Es cuanto puedo decirles —responde—. Y cuanto necesitáis.
—¿Quién eres tú? —pregunta Minoo—. ¿Eres ella? ¿La bruja del siglo XVII?
Ida mira a Minoo.
—Sí. Pero ya no hay tiempo para más preguntas —responde, y Minoo oye su voz dentro de la cabeza:
Relájate.
Ida la mira con las pupilas enormes.
Todo depende de eso. Relájate.
Un leve aroma a humo se difunde por la habitación.
La otra cama de la habitación del abuelo en el hospital está vacía y hecha con las sábanas muy tirantes. Están solos. Anna-Karin, su madre y el abuelo.
Mi familia, piensa Anna-Karin.
Su madre tamborilea con los dedos en el larguero metálico de la cama del abuelo. Es obvio que pronto tendrá que salir a fumar. Ya se ha quejado de que no haya salas de fumadores allí dentro. Ni siquiera un balcón. Seguro que hay que atravesar todo el hospital hasta la entrada principal.
Anna-Karin le mira los dedos nudosos y cortos, en los que aún se aprecia la huella del agua hirviendo. De repente, los dedos se quedan quietos.
Por un instante, cree que ha obligado a su madre a parar sin querer. La mira de reojo, un tanto nerviosa, pero está como siempre.
Anna-Karin no puede dejar de mirarla. Puede que sea la última vez que estén juntas. Existe el riesgo de que no sobreviva a esta noche.
Su madre se retuerce en la silla.
—Pero ¿qué pasa? —pregunta.
—Nada.
—Ya. Bueno, voy a salir a fumarme un cigarro —dice su madre, y se levanta de la silla.
Cuando se ha marchado, el abuelo abre los ojos. Como si hubiera estado fingiendo que dormía todo el rato. Le sonríe abiertamente a Anna-Karin.
—¿Gerda? ¿Eres tú? —pregunta.
—No, abuelo. Soy yo, Anna-Karin, tu nieta.
No parece oírla y le indica que se acerque con un movimiento débil de la mano. Anna-Karin se inclina hacia él. El abuelo la mira examinándola.
—Ha llegado la hora, ¿verdad? —pregunta—. Estamos en guerra, ¿no?
Anna-Karin asiente. Sí, estamos en guerra.
Fue Minoo quien, finalmente, formuló el plan una vez que la bruja del siglo XVII hubo abandonado el cuerpo de Ida. Un plan en el que Anna-Karin desempeñará el papel más importante. Un plan en el que ninguna de ellas cree de verdad, eso lo sabe. Pero tienen que detener a Max
ya.
El abuelo entorna un poco los ojos a la luz. Pide agua y Anna-Karin le acerca despacio el vaso de plástico azul con la pajita. Es como ayudar a beber a un niño.
—Me gustaría ser lo bastante joven y fuerte como para llevar uniforme —dice el abuelo con expresión soñadora, después de haber bebido—. Yo era tan pequeño la última vez. Mi padre, él sí fue a la guerra.
—No pienses en eso ahora —le dice Anna-Karin—. Solo debes preocuparte por ponerte bueno otra vez y volver a casa.
—Bueno, yo no soy ningún fanático de la guerra, ya lo sabes, Gerda —dice—. Pero tampoco soy uno de esos pacifistas. Hay guerras que son necesarias. Hay cosas por las que debemos luchar. Hay que arriesgar la vida para poder hacer lo correcto.
—Lo sé —responde Anna-Karin.
—El oso es más agresivo cuando se ve acorralado. Recuérdalo —dice el abuelo.
—Lo recordaré.
Parece que ya ha dicho lo que quería. Se relaja y vuelve a cerrar los ojos. Anna-Karin le coge las manos y se mantiene así hasta estar segura de que se ha dormido profundamente.
—Adiós, abuelo —susurra—. Te quiero.
Al otro lado del parabrisas se extiende el lago Dammsjön, congelado. Wille ha aparcado el coche muy cerca de la orilla. Hace un día templado. Nadie se ha atrevido a salir a patinar sobre el hielo.
Vanessa ve de pronto su imagen en el espejo lateral. Ha envejecido. No es que le hayan salido arrugas ni nada parecido, pero se ha hecho mayor. Más adulta. Ve algo en su mirada que no había antes.
Baja la ventanilla un poco para respirar el aire húmedo, el suave aroma que anuncia que la primavera no tardará en llegar, a pesar de todo. Todo está en calma. Solo el viento silba débilmente entre las copas de los árboles.
—Ya te echo de menos —dice Wille.
—Pero si estoy aquí.
—Sabes lo que quiero decir.
Ayer noche, en cuanto llegó a casa de Sirpa, les contó que volvía a casa de su madre. Sirpa pareció aliviada, pero se esforzó por ocultarlo.
Wille acaba de ayudar a Vanessa a llevar las maletas con sus cosas a la calle Törnrosvägen.
Sabe que Wille tiene miedo de que lo deje, pero él no tiene ni idea de que puede que ese sea el último día de su vida.
El nGetal aún pesa sobre ti.
Vanessa mira por la ventana. Ahí está el lugar donde suelen encender hogueras en verano. En el bosquecillo, su escondite secreto, no hay en esta época del año más que arbustos de ramas desnudas. Han ocurrido tantas cosas desde la última vez que estuvieron aquí, la noche de la luna de sangre… Y mañana habrá pasado todo. Esta noche irán a buscar a Max. Cualquiera que sea el final, todo habrá terminado.
Wille interrumpe el hilo de sus pensamientos, le coge la mano y la aprieta con fuerza.
—¿En qué estás pensando? —pregunta.
—En nada en particular.
¿Cómo podría decirle que se está preguntando si podrá ver aquel lugar un verano más?
—Ya sé que soy un desastre —dice—. Pero lo intento. Se me tiene que ocurrir qué es lo que quiero hacer. Quizá antes las cosas fueran más fáciles para la gente como yo, porque no había tanto entre lo que elegir. Ya sabes, trabajaban en la mina o algo así toda la vida.
Vanessa lo mira y aprieta fuerte la mano ella también.
—Seguro que la vida en aquella época era una maravilla —dice—. Seguramente, yo habría muerto mientras cocía nabos después de dar a luz a nuestro decimoséptimo hijo.
Vanessa trata de reír, pero Wille la mira muy serio.
—Yo no quiero vivir sin ti.
Se abrazan los dos, muy fuerte. Lo besa despacio y trata de no pensar en nada más. No existe el pasado, no existe el futuro.
Lo estrecha más fuerte aún, se aferra a él con una desesperación que no le es propia. Quiere sentirlo tan cerca como sea posible, lo que resulta bastante complicado con una palanca de marchas de por medio.
—Ven —dice Vanessa pasando al asiento de atrás, y se quita el anorak.
Minoo cierra el sobre y lo deja en el cajón de la mesilla de noche.
«Queridos mamá y papá», comienza la carta.
Naturalmente, no ha escrito lo que van a hacer esa noche, pero les cuenta una verdad más importante: lo que siente. Que los quiere. Que si, para cuando encuentren la carta, a ella le hubiera ocurrido algo, nunca deben pensar que fue culpa suya.
Si esta noche no consiguen hacer de Max un ser inofensivo, puede que encuentren sus cadáveres mañana mismo. Cinco jóvenes que se han quitado la vida en una especie de gran fiesta de despedida, según el famoso pacto de suicidio.
Minoo se levanta de la cama, sale al pasillo y baja la escalera. Para variar, sus padres están sentados en el mismo lugar, cada uno leyendo un libro en el salón. Suena muy bajito un disco de música clásica. Ravel.
Siente una calma extraordinaria, cuando debería estar muerta de miedo. Por primera vez desde que todo empezó, tiene un objetivo claro. Saben quién es el asesino y que deben detenerlo.
Relájate. Todo depende de eso, Minoo. Relájate.
Esas palabras se han convertido en parte de ella. No sabe lo que significan y, sin embargo, hay algo en ella que
lo sabe.
Es como cuando se le ocurrió el plan. Cuando Ida se desplomó en la silla, en la cocina de Nicolaus, y volvió en sí, lo vio clarísimo.
Anna-Karin tiene que obligar a Max a rechazar la bendición de los demonios. Luego, lo obligará a ir a la Policía y confesar los asesinatos de Rebecka y Elías.
O sea, que es Anna-Karin quien debe iniciar el ataque, pero todas deben participar.
El círculo es la respuesta.
Minoo piensa otra vez en el asalto a la casa de la directora, en que ella y Vanessa no pudieron moverse hasta que no se cogieron de la mano. Y solo cuando Ida y Anna-Karin se cogieron de la mano el día de santa Lucía, pudieron compartir la visión de Ida. Y Vanessa, Ida y Minoo se cogieron de la mano durante el ritual en el que crearon el suero de la verdad.
Toda esa charla sobre que son un equipo, unidas por un vínculo, no es solo charla, es un hecho concreto.
Juntas son más fuertes. Cuando enlazan sus energías, la suma es mayor que las partes.
Esta noche irán a casa de Max. Llamarán a la puerta.
Anna-Karin debería emprender el primer ataque con la ayuda de la invisible Vanessa. Obligarán a Max a entrar en la casa. Luego los seguirán Linnéa, Ida y Minoo. Y aportarán su energía a Anna-Karin, mientras ella lucha contra Max.
El círculo es el arma.
Minoo se queda un instante en el umbral del salón. Mira a sus padres. Piensa en lo que ha escrito en la carta y confía en que sea suficiente para que comprendan cuánto los quiere.
Su madre levanta la vista del libro y Minoo entra, se sienta en el sofá, en medio de los dos.
—¿Estás mejor? —pregunta su madre.
—Sí, me parece que no era gripe —dice Minoo.
Hoy se ha saltado las clases por primera vez en su vida.
—Tengo la sensación de que hiciera un siglo desde la última vez que estuvimos aquí sentados los tres —dice su madre, y rodea a Minoo con el brazo, le acaricia el pelo distraída.
—Ummm —responde Minoo, apoyando la cabeza en su hombro.
—No nos has dicho qué quieres que te regalemos por tu cumpleaños. No falta mucho, ya sabes. Estamos en el límite, si es algo que tenga que encargar.
—Tengo de todo, no necesito nada —dice Minoo, y lo dice con el corazón en la mano.
Su padre no levanta la vista del libro, está totalmente absorto en la lectura. Está bien, así debe ser. Es una noche de martes normal y corriente. Minoo quiere estar allí, escuchar el piano y el débil rasgueo al pasar las hojas del libro.
Vanessa llega tarde.
No ha sido fácil salir de casa. Ha comido con su madre y con Melvin. Su madre estaba encantada con la cita que ha pedido para hacerse un tatuaje. Una serpiente que se muerde la cola. Al parecer, es una especie de símbolo del karma.
Frasse
estaba tumbado debajo de la mesa de la cocina, ventoseó y olisqueó con interés el resultado. Luego bostezó y se volvió a dormir. Melvin jugaba en el suelo con el pingüino y varios utensilios de cocina y, de vez en cuando, le aporreaba a Vanessa la pierna con un batidor para llamar su atención.
De camino a casa de Nicolaus, trata de mantener esa sensación de calidez en su interior.
El sol se está poniendo sobre la ciudad y el cielo tiene un color rosa intenso. Vanessa evita los charcos de agua derretida y los que están helados, tan resbaladizos y peligrosos.
Suena el móvil y Vanessa lo saca del bolsillo.
Es Minoo.
—¿Dónde estás?
Suena estresada.
—Ya no tardo.
—¿Linnéa está contigo?
—No.
—La he estado llamando, pero tiene el móvil apagado.
Vanessa se detiene. Mira a su alrededor en el aparcamiento vacío que hay detrás del centro comercial Citygallerian. Ve a un borracho solitario que, sentado en un banco, da patadas a una paloma que se atreve a acercarse demasiado. Al principio cree que es el padre de Linnéa, pero al fijarse bien se da cuenta de que no.
—Voy a su casa a ver —dice—. Si aparece, llámame. El cielo del atardecer se refleja en las ventanas del edificio de sucio hormigón, las transforma en rectángulos de rojo y oro.
Vanessa se dirige con paso rápido al portal. Tiene el presentimiento de que algo va mal. Algo va fatal. Trata de dar con una posible explicación a lo ocurrido. Linnéa debe de haber perdido el móvil. O se lo habrá olvidado en casa. Seguro que ahora mismo va camino de casa de Nicolaus, Minoo llamará en cualquier momento para avisarle.
Porque Linnéa no las traicionaría, ¿no? No haría una cosa así, ¿verdad? No ahora, que van a enfrentarse al asesino de Elías.
El ascensor tarda en subir mientras Vanessa sigue pensando que puede haber ocurrido algo que haya retenido a Linnéa. Que es posible que Max la haya descubierto. Sería fácil hacer creer a todo el mundo que se ha suicidado. Murió su madre, murió su mejor amigo, el padre es alcohólico… Solo el hecho de que lleve ropa rara la convierte en una candidata obvia a ojos de Engelsfors.
Por fin se detiene el ascensor y Vanessa sale al rellano. Se queda totalmente callada y atenta. Silencio absoluto. Se pregunta si, aparte de Linnéa, vive alguien más en esa planta. Las dos puertas más próximas no tienen nombre.
Trata de hacer como cuando practicaban en casa de Nicolaus, de sentir si Linnéa está en el apartamento, pero le resulta imposible. Hay demasiados rastros de Linnéa allí dentro, el aire está cargado con su energía.
Vanessa detiene la mirada en el suelo. Un suelo de hormigón verde con salpicaduras de pintura blanca y negra.
Unas huellas de suelas mojadas llevan hasta la puerta de Linnéa.
Son huellas grandes, de un hombre.
Vanessa siempre detesta a la tía imbécil de las películas de miedo que hace exactamente lo que ella va a hacer ahora. La que no llama a sus amigos o espera a que lleguen refuerzos, sino que entra sin más en la casa desconocida donde el asesino en serie espera agazapado a la próxima víctima.
Pero se trata de Linnéa. No hay tiempo que perder. Se concentra hasta que el campo de invisibilidad la cubre entera.
Muy despacio, baja la manivela.
La llave no está echada. Vanessa entra sin hacer ruido en el recibidor del piso de Linnéa y cierra.
Hay alguien en la sala de estar. La figura se perfila al contraluz de las ventanas, y tarda un rato en ver quién es.
Jonte.
Lleva el anorak azul oscuro que le ha visto a Linnéa algunas veces. Se queda mirando la entrada, directamente a Vanessa.
Ella se queda petrificada. ¿Es que puede verla?
Pero Jonte frunce el ceño y entra en el dormitorio de Linnéa. Vanessa oye que abre el armario, rebusca entre la ropa y abre y cierra los cajones. Está buscando algo, es obvio, y tiene prisa.