El entierro es como una neblina. Nadie sabía, nadie comprendió lo desgraciada que era.
La Policía llamó por la mañana. Han encontrado su cuerpo en las rocas, al pie de la casa.
La fiesta está en pleno apogeo y la música retumba por todas las habitaciones. Tiene un subidón de adrenalina y le tiembla todo el cuerpo. Ahí está el Amigo. «Si alguien te pregunta, he pasado toda la noche contigo», dice Max, porque de repente ha descubierto algo nuevo de sí mismo. Aun así, se sorprende al ver que los ojos del amigo se llenan de lágrimas, y asiente. Max sigue bajo los efectos de la embriaguez que le ha producido saborear la magia por primera vez. Hacer que otros obedezcan sus órdenes.
Quiere que ella muera. Prefiere que no sea de nadie, si no puede ser suya. Si ella se suicidara… Lo desea de todo corazón. Y entonces ella se levanta, se pone de pie en el alféizar de la ventana. Sabe que es él quien la obliga a hacerlo. Se miran un instante, estupefactos. Y ella obedece su deseo y se arroja al vacío.
Las ventanas están abiertas para dejar paso al cálido aire estival y ella está acurrucada en el alféizar, con la frente apoyada en las rodillas, y dice: «Por favor, Max, vete». Él trata de convencerla de que la quiere, de que son el uno para el otro. «¿No me has oído? No quiero verte nunca más», dice ella.
Alice, a la que tanto ha querido, la que le ha mostrado el cuadro y con la que se ha reído del parecido tan asombroso entre ella y Perséfone.
Alice, la primera vez que la vio. Desde entonces sabe que ella lo hará feliz.
El alma de Max no tardará en alcanzar la superficie. Minoo advierte un grito que va cobrando fuerza y llena cada rincón de su cabeza. Es Max, que grita de dolor. Ella le está haciendo daño.
Minoo intuye las tinieblas de su infancia y sabe que, si no lo deja ya, estará haciendo lo mismo que Max hizo con Rebecka y con Elías. Le arrancará el alma, se lo arrebatará todo.
Relájate.
Minoo se va relajando poco a poco, lo va soltando, siente cómo el peso se va deslizando de nuevo hacia el fondo. Se extingue el grito. Todo queda en silencio.
Minoo abre los ojos.
El humo negro ha desaparecido.
Está arrodillada en el suelo. Max tiene la frente roja justo allí donde ella presionaba hacía un instante. Tiene los ojos cerrados. El pecho se le mueve ligeramente.
Ya ha pasado todo.
El aire de junio es fresco y limpio tras la lluvia, como si alguien hubiera abierto las ventanas de par en par y hubiera ventilado el mundo entero. El suelo aún está resbaladizo y embarrado aquí y allá. A Anna-Karin le cuesta empujar la silla de ruedas del abuelo por la explanada hacia la casa. Nicolaus se ofrece a hacerlo, Anna-Karin se lo agradece, pero prefiere hacerlo ella. Tiene que hacerlo sola.
El abuelo mira fijamente hacia delante, sin decir nada. Anna-Karin no sabe si reconoce el lugar, pero no quiere preguntarle. Los momentos de lucidez son cada vez más frecuentes y ella sabe que, en esas ocasiones, se siente humillado si nota que lo están tratando como a un inválido.
Va mejorando. Pero su madre se niega a darse cuenta. Cuando Anna-Karin propuso que lo dejasen ver la granja por última vez, ella dijo que no tenía ningún sentido.
—Comprenderás que lo único que conseguiremos es que se altere y se irrite. Si es que reconoce el sitio.
Nicolaus le ayuda a subir la silla de ruedas al porche.
—Te espero aquí —le dice—. Tómate el tiempo que necesites.
Anna-Karin lo mira agradecida y cierra la puerta. Por suerte, el vano es lo bastante ancho como para que quepa la silla.
Entran en el vestíbulo vacío. Continúan hasta la cocina. La sala de estar. La salita, que dejaron de usar cuando murió la abuela.
Ya no hay nada que esconda los desperfectos. El papel de la pared, que se ha despegado por los laterales, la pintura de los listones del suelo, que está descascarillada, y las manchas amarillentas del techo en los lugares donde su madre se sentaba a fumar.
No sabe por qué, pero las habitaciones parecen más pequeñas ahora que están vacías. ¿No debería ser al contrario?
Allí cabían sus vidas. Y ahora no son más que habitaciones.
Esa es la diferencia, piensa Anna-Karin. Antes era un hogar. Ahora es solo una casa.
El abuelo sigue callado pero, cuando salen de allí, se echa hacia atrás y le acaricia la mano a Anna-Karin.
Nicolaus les ayuda a bajar del porche. Ella tiene miedo de hacer algo mal, de volcar la silla y que el abuelo se caiga y se haga daño. No quiere ni pensar en lo que diría su madre si algo ocurriera. Ella no sabe que están allí. Ni siquiera sabe que Anna-Karin todavía tiene una llave de la casa.
Anna-Karin enfila la cabaña del abuelo y empuja la silla. Sigue la mirada del anciano, que se ha fijado en las obras que ya están en marcha allí donde antes se alzaba el cobertizo. El padre de Jari, que ha comprado la granja, ha decidido dedicarse a la cría de cerdos.
—No se parece en nada a lo que había —dice el abuelo.
—No —responde Anna-Karin—. En nada.
Ya no huele a café en la cabaña del abuelo. Cuando Anna-Karin lleva la silla hasta la cocina vacía se pregunta si habrá hecho lo correcto llevándolo allí. Está tan desolado, tan abandonado, la cocina, el dormitorio y el viejo baño. Anna-Karin mira al abuelo preocupada. Parece absorto en sus pensamientos. Lo conduce hasta la ventana junto a la que solía sentarse.
Se acuclilla a su lado y mira por la ventana ella también. Ambos contemplan la casa grande. Los prados, donde ya no pacen las vacas. El ocaso de los primeros días de verano en las copas de los abetos.
Qué hermoso es esto, piensa Anna-Karin.
Comprende por qué los abuelos eligieron precisamente aquella granja, y precisamente en aquel lugar, hace ya muchos años, cuando Engelsfors era una ciudad llena de confianza en el futuro.
—Anna-Karin —dice el abuelo.
Ella lo mira a los ojos, totalmente despiertos.
—Staffan no era una mala persona —continúa—. Tu padre. Tenía miedo, pero no era malo.
Anna-Karin se queda muda un instante. Le cuesta articular las palabras al preguntar:
—Y entonces, ¿por qué se fue?
—No lo sé. Fue algo entre tu madre y él. Pero él te quería, Anna-Karin. Te quería, a su manera.
—No lo suficiente —murmura notando el calor de las lágrimas rodándole por las mejillas.
El abuelo extiende el brazo y se las seca.
—Hizo mal en desaparecer. Pero creo que, para empezar, no tenía dentro de sí mucho amor. Mia se sentía atraída por esos hombres, los que no tenían mucho que dar. Pero el amor que tenía, te lo dio a ti. Lo poco que tenía que dar te lo dio a ti, Anna-Karin. No digo que fuera suficiente, pero creo que debes saberlo.
Anna-Karin le coge la mano. Tiene la piel mucho más fina que nunca, como si hubiera perdido espesor.
—Llevo trabajando toda la vida —continúa el abuelo—. Trabajaba, comía y descansaba. Y luego, vuelta a empezar. Pero últimamente he estado pensando… no he sido justo contigo, Anna-Karin.
Ella niega con un gesto.
—No digas eso, abuelo…
—Soy un viejo, así que puedo decir lo que quiera —la interrumpe—. Y te digo que no lo he hecho bien. He cerrado los ojos a cómo te sentías. Cuando aquellos niños perversos te hacían la vida imposible, Mia siempre me decía que no me involucrara, que también a ella la trataban igual de pequeña y que sobrevivió. Y que, si yo decía algo, sería peor. Pero debería haber intervenido.
Aprieta con fuerza la mano de su nieta, que nota que ha recuperado parte de la fuerza de antaño. Una fuerza que le aflora a la mirada cuando le dice:
—¿Podrás perdonarme, Anna-Karin?
—Soy yo quien debe pedir perdón. El incendio fue culpa mía.
—Responde a mi pregunta —la interrumpe el abuelo—. Si no, nunca me sentiré en paz.
Anna-Karin ahoga un sollozo y asiente.
—Lo único que querías era recuperar parte de lo que otros te habían estado arrebatando toda la vida —continúa—. Fuiste demasiado lejos, pero también eso fue culpa mía. Debería haber hablado claro contigo, y haberte dicho que debías custodiar y cuidar tu don, no abusar de él.
Anna-Karin no se sorprende siquiera.
—Lo sabías, ¿verdad? Lo has sabido todo el tiempo.
—Solo aquello para lo que me da la inteligencia, que no es mucho —responde el abuelo—. Ahora, quisiera salir al aire libre.
Salen a la explanada. Nicolaus está sentado en el coche, y los saluda con la mano cuando pasan por delante.
Anna-Karin lleva al abuelo por el sendero de grava que discurre entre los sembrados. Vuelve a sumirse en su mundo nebuloso, pero sigue hablando, alternando palabras en sueco y en finés.
A veces la llama Gerda, a veces Mia o Anna-Karin. Le habla de la familia de zorros que tenía la guarida junto al lindero del bosque. La previene contra los falsos profetas. Le habla de los refugiados noruegos que, durante la Segunda Guerra Mundial, acogieron los antiguos propietarios de la granja. Le recuerda las noches que pasaban jugando a las cartas en la cocina con los padres de Anna-Karin, mientras la abuela Gerda hacía pan sin levadura y cantaba al son de los viejos discos que sonaban en el gramófono. Anna-Karin se pregunta si serían las mismas canciones que su madre cantaba el otoño pasado.
Finalmente, el abuelo guarda silencio. Anna-Karin gira la silla y vuelve al coche.
El abuelo tiene que volver a la residencia de ancianos de Solbacken.
Es solo provisional, dice su madre, mientras ella y Anna-Karin se instalan en el piso del centro.
Pero Anna-Karin lo sabe. En el piso hay una habitación en la que podría vivir el abuelo, pero su madre no se ha llevado allí sus cosas. Ha decidido dejarlo en Solbacken.
La luna llena es como una sombra blanca en el pálido cielo matinal. Minoo sigue el riachuelo.
Va descalza y con las piernas al aire, y nota la humedad del césped empapado de lluvia que va pisando al caminar.
Dos plumas negras aparecen flotando en el agua. Un segundo después, nota el olor a humo.
Minoo.
Levanta la vista. Al otro lado del riachuelo ve a Rebecka. Se parece tanto a la de verdad que casi duele.
Otra vez ha vuelto el color a su cara. Y la vida a sus ojos.
—Sé que no eres Rebecka. ¿Por qué no muestras tu verdadera identidad? —pregunta Minoo.
¿Sabes quién soy?
—Eres la que habla a través de Ida. La persona con la que hemos soñado todas. La bruja del siglo XVII.
Rebecka no responde. Minoo se siente insegura de pronto, no sabe si está despierta o si está soñando.
—¿Qué quieres? —pregunta.
Estoy preocupada por ti, Minoo. No puedes llevar esto tú sola.
—¿A qué te refieres?
Sabes a qué me refiero.
Minoo mira a Rebecka, que parece resplandecer sobre el fondo oscuro del bosque.
Tienes que contárselo a las demás.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
Sí.
—¿Estás segura? ¿Nada más? Como, por ejemplo, ¿por qué no tengo asociado ningún elemento? ¿Por qué consiste mi poder en tomar el alma de las personas? ¿Soy como Max? ¿Es esa la razón de que los demonios tengan un plan para mí? ¿Y por qué no han hecho nada, ahora que saben quiénes son las demás Elegidas?
Necesitas la ayuda de las otras.
—Vete a la mierda —responde Minoo. Y en ese momento, se despierta.
Minoo olvidó cerrar las persianas anoche, y ahora entra a raudales la luz del sol. Los pájaros trinan a todo volumen en el jardín. Hay un tono casi desesperado en su canto: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!».
Es la primera vez en más de tres meses que recuerda un sueño. Ni siquiera suele recordar las pesadillas, pero se despierta con los músculos tensos y doloridos, como si hubiera reñido una batalla mientras dormía.
Abre el armario y ve el vestido celeste que llevó en la fiesta de final de curso en noveno. Lo mira con desprecio. Ahora le parece patético haber ido hasta Borlänge a comprarse un vestido que solo pensaba llevar unas horas. Le parece patético que entonces creyera que esas horas fuesen tan importantes.
Se pone el vestido y se peina con los dedos.
Sus padres se han ido a trabajar. En la mesa de la cocina hay un ramillete de lirios del valle con un sobre apoyado en el jarrón. Minoo lo abre y saca la tarjeta, con una foto de un prado estival. «¡Feliz verano! Un abrazo de papá y mamá», se lee en el dorso. En el sobre hay, además, una tarjeta regalo para comprar en una librería por internet.
Minoo se queda mirando la tarjeta un instante, sigue con el índice la letra sinuosa de su madre. Se alegra de que sus padres no estén allí. Supone un esfuerzo horrible fingir que todo es normal cuando está con ellos. No sabe cómo se las arreglará para conseguirlo durante todo el verano.
Es como si el cristal de una ventana la separase del resto del mundo. Nada de lo que sucede al otro lado del cristal le afecta de verdad. Se siente muda por dentro. A veces la asusta esa sensación de adormecimiento. Pero es preferible a todo lo que había antes en su interior. La desesperación, el pánico, el dolor.
Deja el sobre en la mesa de la cocina, mira el reloj y constata que debería haber salido hace un cuarto de hora. Coge la mochila y un par de zapatos de verano bastante desgastados. No piensa darse prisa.
—¿Dónde se habrá metido? —pregunta Adriana López.
Vanessa, Linnéa, Ida y Anna-Karin están sentadas en la pista de baile, con la ropa para la fiesta de fin de curso. En el caso de Anna-Karin no se puede hablar de fiesta sino solo de ropa: vaqueros y la sudadera del chándal de siempre.
Ida, en cambio, lleva un vestido blanco y se ha sentado en las manos para no manchárselo.
Linnéa está con las piernas cruzadas, al lado de Vanessa, mordiéndose las uñas. Hoy las lleva lila. Lleva un vestido que terminó de coser el día anterior, de cuadros blancos y negros, con muchos lacitos negros y una falda de tul debajo. Linnéa le ha cosido un lazo enorme a Vanessa en el vestido rosa, justo debajo del escote. Ayer le pareció una buena idea. Ahora, en cambio, Vanessa se pregunta si no parece un paquete de regalo.
La directora va de un lado a otro por el escenario. Para variar, se ha desabotonado un poco la blusa. Vanessa se esfuerza por no mirar la quemadura.
—Está en camino —dice Ida—. Ya la siento.