Vanessa espera a quedarse sola con Mona. Se detiene ante una estantería llena de ángeles de porcelana y ojea la etiqueta con el precio del más grande. El que le gustaba a Linnéa.
La campanilla de la puerta tintinea otra vez cuando el último cliente sale de la tienda. Vanessa levanta la vista. Mona sigue detrás del mostrador, y enciende un cigarrillo.
—Supongo que no has venido a comprar un atrapasueños, ¿no? —pregunta—. Ajá. Esas baratijas son lo último por lo que se interesaría una bruja de verdad, claro —dice Mona.
A Vanessa debe de notársele en la cara la sorpresa, porque Mona sonríe tan satisfecha que se le ven todos los dientes. Se dirige a la puerta, cierra con llave y le da la vuelta al cartel de «Abierto».
—¿Cómo sabes que soy bruja? —pregunta Vanessa.
—Te lo vi en las manos. Y lo vi en los dientes. Y no es que necesitara los signos del
ogam
, en el fondo. Es que resulta tan entretenido sacar la bolsa delante de las jovencitas insolentes…
—¿Y por qué no dijiste nada cuando me leíste la mano?
—Entonces, ni tú misma lo sabías, y no era misión mía contártelo. Ese papel, por así decirlo, ya estaba asignado.
—Si viste que era bruja, eso quiere decir que tú también…
—¡Qué pregunta más absurda! —la interrumpe Mona—. Pues claro.
Cuando Vanessa les propuso a las demás Kristallgrottan, fue por probar. Creía que Mona era una adivina normal y corriente. Confusa, pero inofensiva. O más bien,
esperaba
que así fuera, teniendo en cuenta la predicción que le hizo la última vez. Si resulta cierta, será «adiós Wille, hola muerte».
Vanessa escruta a Mona. Trata de decidir lo que va a hacer ahora. Si Mona es una bruja, ¿qué clase de bruja es? ¿Conocerá a la directora? ¿Enviará informes al Consejo?
Vanessa mira a su alrededor. Contempla las fuentes de cristal. Recuerda la sonrisa de Monika. Ella que
nunca
sonríe. Mira la cortina roja; a Mona Månstråle, con el cigarrillo en la mano y el traje vaquero de mariposas. Y de repente lo comprende todo.
—Engañas a todo el mundo —dice Vanessa.
Mona enarca una ceja, pero no dice nada.
—Cuando me adivinaste el futuro, en un primer momento me hiciste una especie de abracadabra para que creyera en todas tus artimañas. Presentí que había algo, y me resistí. Y entonces te enfadaste, ¿no? Y luego me adivinaste el futuro de verdad.
—En realidad me enfadé en cuanto te vi —contesta Mona—. Y en cuanto a la predicción, creo recordar que no te gustó nada oír la verdad.
Se acerca un poco más a Vanessa y le sopla en la cara una gran nube de humo.
—¿En serio crees que la gente quiere oír la verdad en las predicciones? —pregunta Mona—. Quieren irse de aquí contentos. Con algo de fe en el futuro. Y, desde luego, joder, en este agujero es lo que necesitan.
—O sea, que para ti esto es una especie de beneficencia —dice Vanessa con ironía.
—Por supuesto que no —protesta Mona—. Es un negocio. Un cliente satisfecho es un cliente que vuelve. Y lo que hago no hace daño a nadie.
Por una vez Vanessa agradece que la directora le haya dado la murga con el Consejo.
No podéis practicar la magia sin la aprobación del Consejo.
No podéis utilizar la magia para contravenir leyes no mágicas.
Y no podéis revelaros como brujas ante quienes no lo son.
—Me pregunto si el Consejo estaría de acuerdo —dice Vanessa—. Tú te dedicas a timar a la gente. Y tu negocio es el primero del centro comercial que funciona bien desde que se construyó Citygallerian. Nada discreto.
Mona iba a dar una calada, pero se detiene con la mano a unos centímetros de la boca.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero saber si puedo contar contigo —responde Vanessa—. Guardaré el secreto de lo que haces si tú guardas el secreto de lo que hago yo.
Mona se la queda mirando como queriendo valorar si Vanessa va en serio con su amenaza. Ella le sostiene la mirada sin pestañear. Mona pertenece a ese tipo de personas que no le mostraría respeto si apartara la vista. Finalmente la oye resoplar, pero Vanessa intuye pese a todo un destello de aprobación bajo los párpados embadurnados de sombra turquesa.
—Menuda descarada eres. Mona Månstråle no es ninguna chivata, que lo sepas. Pero tampoco es una persona con la que se pueda jugar. No lo olvides.
—Te lo prometo —dice Vanessa. Duda un instante—. Necesito una cosa. ¿Tienes en el almacén mercancías que no tengas fuera?
Mona enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior y responde con media sonrisa.
—Habla claro, dime qué es lo que quieres.
—Ectoplasma —responde Vanessa.
Mona asiente con una mueca antes de desaparecer detrás de la cortina.
Vanessa aprovecha para enviarle a Minoo un mensaje mientras espera: «Ectoplasma resuelto», escribe.
Ahora solo queda el problema de Anna-Karin.
La pulsera de Mona tintinea al otro lado de la cortina. Sale con un tarro de cristal ámbar. Está lleno de una sustancia cremosa de color claro.
—Calidad extra —dice Mona dándole el frasco.
Está caliente. Más de lo que la mano de Mona debería haberlo calentado. Vanessa gira el frasco. El ectoplasma apenas se mueve. Parece merengue medio reseco. Le quita la tapadera y lo huele, pero la crema blanca que contiene no despide ningún aroma. Es, en el mundo de los olores, el equivalente al silencio ensordecedor.
—¿Qué es esto en realidad? —pregunta.
—Materia espiritual —responde Mona.
—Ya, pues eso a mí no me dice nada. ¿Cómo se fabrica?
—No se
fabrica
. Es una sustancia que emiten las brujas cuando los muertos hablan a través de ellas.
Vanessa recuerda a Ida levitando en el parque con la boca llena de aquella sustancia blanca. Tapa el frasco de golpe y lo enrosca con fuerza. El contenido caliente del frasco tiembla levemente.
—Vaya, me parece que tienes miedo del primer ritual —dice Mona.
—¿Quién ha dicho que sea el primero?
Mona ni siquiera responde, simplemente suelta esa risa jadeante que tanto la irrita y enciende otro cigarro. Podría participar en un concurso de fumadores. Vanessa vuelve a mirar el frasco. Se siente reacia a seguir preguntándole a Mona, pero no hay otra persona a la que acudir para obtener respuesta.
—¿Es obligatorio utilizar esta… baba?
—Tanto como obligatorio… —responde Mona—. Si te dedicas a la magia ligera puedes utilizar tiza o grafito para dibujar los círculos. Si te encuentras en una habitación circular puedes usar las paredes como círculo exterior. Pero lo que mejor aglutina la energía es el ecto. Si tratas de ejercitar la magia pesada con un círculo de tiza, todo hará
puf
.
—
¿Puf?
—Esa cabecita tan mona que tienes dejará de existir.
De repente, Vanessa se siente contentísima de que exista aquella tienda. A decir verdad, habían estado pensando probar con cualquier otra cosa si no encontraban el ectoplasma.
—¿Cuánto vale? —pregunta Vanessa.
—Cinco de los rosa.
—¿Cinco
mil?
Eso es justo lo que Vanessa lleva en el bolso.
Desde luego, no es casualidad, se dice. No es fácil negociar con una vidente.
—¿Creías que te iba a aplicar descuento por ser menor de edad o qué? No te pienses que todo esto se escupe de una sentada. Lleva su tiempo reunir tanto como para llenar un frasco.
—Pero ¿cinco mil? ¿En serio? —la interrumpe Vanessa para no tener que oír una descripción detallada del trabajo que cuesta conseguir una cosecha de escupitajo.
—Si quieres quejarte a alguien ve y díselo al Consejo —responde Mona—. Ellos son los que controlan todo el comercio oficial de ectoplasma. Lo que significa que nosotros podemos incrementar un poco el precio para compensar los riesgos que corremos. Estoy convencida de que comprendes cómo funciona, teniendo en cuenta a qué se dedica tu novio. Por cierto, ¿le has dado puerta ya?
Vanessa no responde. Saca del bolso diez billetes de quinientas. Están arrugados. Nicolaus los tenía literalmente debajo del colchón.
Cinco mil coronas es mucho más de lo que Vanessa ha tenido nunca en sus manos. Mona las coge sin pestañear. Está claro que para ella no es una suma insólita. Mete el frasco de ectoplasma en una de las ruidosas bolsas de plástico con su logotipo y se la da a Vanessa.
—«Gracias por su visita y esperamos que vuelva» —dice—. Ya podéis venir a comprar más a menudo, porque tengo bien abastecido el almacén. La batalla interdimensional más grande de todos los tiempos: eso significa
big business.
—¿Le vendes material también a los que colaboran con los demonios? —pregunta Vanessa.
Mona sonríe sin más y expulsa una gran nube de humo por la nariz. Parece un dragón en la cueva.
—Perdona, se me olvidaba —dice Vanessa con desprecio—. «Mona Månstråle no es una chivata.» A ti lo único que te importa es el negocio, ¿no? Todos los clientes son buenos, ¿verdad?
—Vaya, vaya, resulta que no eres tan rubia como pareces —dice Mona sonriendo con gesto burlón.
Vanessa se guarda el frasco en el bolso y se encamina a la salida sin mediar palabra.
—Todavía pesa sobre ti el
nGetal,
no lo olvides —le grita Mona mientras se aleja.
En cuanto sale a los pasillos solitarios del Citygallerian, toma conciencia de lo que ha dicho Mona.
Ya podéis venir a comprar más a menudo.
Es decir, sabe que son varias. A Vanessa ni siquiera le sorprende.
—¡Nessa!
Es una voz que lleva tres meses sin oír. Vanessa se da la vuelta y ve a su madre delante de Kristallgrottan.
—Hola —saluda su madre.
Se ha teñido el pelo de un color varios tonos más claro. Lleva una cazadora que no le había visto antes. Pequeños indicios de que su vida continúa sin ella.
—Hola —responde Vanessa.
El silencio se alza entre las dos. Hay mil cosas que decir, mil razones para callar.
—Tengo que irme —dice Vanessa.
Su madre asiente.
—Nos vemos —se despide, como si fueran dos conocidas que se han visto por casualidad en el centro.
Su madre abre la puerta de la tienda. Una nube de incienso y desaparece.
Vanessa se queda mirándola. ¿Qué esperaba, en realidad?
Te echo de menos.
Perdón.
Vuelve a casa.
Anna-Karin oye el eco de una risa a su espalda y se para en seco en medio del pasillo que conduce a la biblioteca del instituto. Se queda mirando al suelo hasta que el grupo de chicas pasa de largo. Es una vieja costumbre que acaba de recuperar. Por supuesto que no se reían de ella. Ahora ya nadie se ríe de ella.
La primera semana después del incendio se negó a ir a clase o a alejarse de la granja, en general. Se pasaba los días delante del televisor.
—Yo creía que te preocupaba el abuelo lo suficiente como para ir a verlo al hospital, aunque sea una vez —le recriminó su madre.
No había ni rastro de los cambios de humor. Había vuelto a ser la misma persona permanentemente insatisfecha de siempre.
El domingo llamaron a la puerta. Anna-Karin estaba sentada con el pie escayolado en alto y una fuente de patatas fritas en la rodilla, y no tenía la menor intención de abrir. Pero la persona que llamaba no se rindió y, al final, entró sin que le abrieran la puerta, que no estaba cerrada con llave.
La elegante figura de Adriana López transformaba la sala de estar en burda y pobretona. Anna-Karin se alegraba de que su madre no estuviera en casa.
—¿Cómo estás? —preguntó Adriana y se sentó en el sillón del abuelo.
Anna-Karin guardó silencio. Se negaba a responder ninguna de las preguntas de la directora. Había decidido no contarle nunca lo que ocurrió aquella noche. Por temerario que fuera. No pensaba contarle que el accidente no fue tal accidente. Y que estuvo a punto de causar la muerte del abuelo; que, según su madre, nunca volverá a ser el mismo.
Al final la directora se cansó del silencio de Anna-Karin. Se levantó y le dijo que esperaba verla en el instituto al día siguiente.
Cuando la directora iba camino de la puerta, Anna-Karin dijo:
—Ya he dejado de utilizar mi poder. Y no volveré a utilizarlo nunca más. Jamás. Se lo puedes decir al Consejo y a las demás. Me mantendré apartada de vosotras, es lo mejor para todos.
—Eres una Elegida.
Pero Anna-Karin tampoco respondió a eso.
La primera vez que fue a clase después de las vacaciones de Navidad se quedó un buen rato en la verja con las muletas. ¿La odiarían ahora más que nunca? ¿Sabrían ahora que esa gorda campesina apestosa los había estado engañando todo el tiempo?
Pero entonces aparecieron Julia y Felicia con Ida. Y ni siquiera la miraron. No porque la ignorasen, no porque la tratasen como si fuera aire; sino porque
era
aire. No había ni rastro de que la reconocieran.
Pero Ida vio a Anna-Karin. Retuvo la mirada en ella unos segundos. Luego fingió que se reía de algo que había dicho Felicia, y después desaparecieron en una nube de cabellos rubios y de perfumes florales.
Han transcurrido ya dos meses desde aquello y Anna-Karin es el fantasma del instituto de Engelsfors. Es como si se hubiesen erradicado todos los recuerdos de su persona. Los buenos y los malos. Hasta los profesores se olvidan de ella a veces, se les pasa por alto que ha levantado la mano o leen su nombre en la lista tras un instante de vacilación, como si no lo reconocieran.
Anna-Karin se apresura a entrar en la biblioteca y mira tímidamente a su alrededor. El bibliotecario ni siquiera levanta la vista cuando la chica fantasma susurra un «hola».
Se esconde en la pequeña sala donde suele sentarse. Está oculta detrás de una estantería y la mayoría de la gente ni se da cuenta de que existe. Se acomoda con el libro de física en un sillón negro deshilachado. Los últimos meses se ha pasado todo el tiempo libre llenándose la cabeza de información para no tener que pensar.
—Hola —oye decir a Linnéa.
Anna-Karin ni siquiera levanta la vista. Al contrario, baja la cabeza y se esconde detrás del pelo. Ya ha dicho que no quiere hablar con ellas. Cien veces, por lo menos.
—Pienso quedarme aquí hasta que me respondas —dice Linnéa.
Pues espera sentada, piensa Anna-Karin. Llevo nueve años practicando lo de estar en silencio.