—Te he traído un regalo —dice sacando el paquete de la bolsa y dejándolo en el suelo—. Aquí tienes.
Melvin la mira un tanto escéptico. Luego da unos pasos. Se detiene.
—
Doz
—dice estirando el brazo y mostrando dos dedos.
—Sí, eso es. Cumples dos años —dice Vanessa parpadeando para contener las lágrimas—. Qué listo eres.
Melvin sonríe tímidamente. Ella empuja un poco el paquete hacia él. Muy despacio, el pequeño empieza a darle vueltas entre sus dedos gordezuelos. Empieza a romper el papel torpemente mientras Vanessa le quita con disimulo la cinta adhesiva.
Por fin saca un pingüino de peluche, con unos ojos enormes. Vanessa pensó que era ideal para Melvin en cuanto lo vio. Ahora, de pronto, no está tan segura de haber elegido bien.
—¡Anda, qué pingüino tan bonito! —exclama Amira.
Melvin sostiene el pingüino. Vanessa contiene la respiración. Si su hermano desecha el regalo ahora, se tira al suelo y se pone a llorar hasta que Amira la coja en brazos para consolarla.
—¿Te gusta el pingüino? —pregunta Vanessa.
—Pingu —responde Melvin agitando encantado el juguete.
Vanessa se siente patéticamente feliz y, por eso, empieza a llorar.
—Y ahora, ¿me das un abrazo? —dice.
Ya no puede aguantar más. Tiene tantas ganas de cogerlo en brazos… De sentir su cuerpecito caliente.
Melvin la mira con los ojos desorbitados. Parece asustado.
—No —dice.
Luego coge el pingüino del ala y sale dando saltitos de la habitación. Amira se compadece de ella.
—Le ha dado un ataque de timidez. Ya hace tiempo que no os veis —explica Amira. Naturalmente su madre no ha podido mantener la boca cerrada. Seguro que Nicke le ha contado que la pesada de la hija de Jannike se ha ido a vivir con el rey de la droga de la ciudad y que se le ha ido la cabeza por completo. Vanessa querría quedarse un rato y explicárselo todo a Amira, ganársela, pero tiene que irse de allí antes de echarse a llorar desconsoladamente.
Así que se despide sin más y se apresura hacia la salida.
La guardería está en la cima de una colina. Desde allí se ve prácticamente todo Engelsfors. Ese pueblucho de mierda lleno de gente que cree que vive en el lugar más importante del mundo. Dios, cómo los odia. Dios, qué ganas de irse de allí.
Ahora que puede llorar es como si las lágrimas se hubieran evaporado.
No hay ningún lugar al que quiera ir. Ni a casa de Wille y Sirpa. Ni a casa de su madre y de Nicke. Ya no se siente en casa en ninguna parte.
Minoo está en la puerta de la biblioteca, tratando de aparentar que está relajada, cuando suena el timbre de la última clase. Mira la puerta del aula de Gustaf. Pero sigue cerrada. Puede que Ove Post esté dándoles largas con una disección.
Aparece la directora, que encamina sus pasos directamente hacia Minoo.
—¿Qué haces aquí? —pregunta como si hubiera algo sospechoso en el hecho de estar esperando delante de la biblioteca del instituto.
Minoo tiene la sensación de que la directora mira de reojo hacia el aula de Gustaf.
—Esperando a una amiga.
La directora se la queda mirando unos instantes. Al final asiente y se marcha.
Por fin los compañeros de Gustaf empiezan a salir al pasillo. Minoo comienza a teclear en el móvil, con la esperanza de que parezca que está ocupadísima escribiendo un mensaje muy importante.
No ve a Gustaf hasta que no lo tiene delante.
—Hola —dice Gustaf.
—¡Hola! Te estaba esperando —lo saluda tan normal como puede.
Gustaf parece alegrarse.
—¿No me digas?
Minoo trata de centrarse en un punto de la base de su nariz, entre las cejas, para que crea que lo está mirando a los ojos, como una persona totalmente normal que no tiene nada que ocultar.
—Estaba pensando que podríamos hacer algo este fin de semana —le propone deseando que no lo interprete como que quiere quedar con él. Se le encienden tanto las orejas que se le van a encoger como dos tomates secos.
—Estupendo, ¿qué quieres hacer? —pregunta él.
—Nada, vernos. Pero tenemos familia en casa —miente—. Igual podemos vernos en la tuya, ¿no?
Superespontáneo.
—Claro. Tengo entrenamiento, pero puedes pasarte sobre las cuatro.
—¿Estás solo en casa? —Enseguida oye cómo suena y la sensación de tomate seco de las orejas se extiende a toda la cara—. Lo digo por si queremos estar tranquilos. Hablar de Rebecka o algo. No porque tengamos que hablar de ella, pero ya sabes…
—Lo sé —dice.
—Bueno, pues nos vemos mañana —dice Minoo.
De pronto, Gustaf se adelanta y le da un abrazo, y Minoo tiene que contenerse para no retroceder. Recuerda cómo la atrajo hacia sí en la oscuridad junto al viaducto. Esta vez es totalmente distinto.
—Me alegro mucho de que quieras que nos veamos —dice soltándola—. Llevo tiempo con la sensación de que me estabas evitando.
Minoo vuelve a concentrar la mirada entre las cejas.
—¡Para nada! —asegura—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?
Las paredes rugosas de la sala de espera tienen un color verde menta deprimente. A media altura han pintado una hilera de patos que picotean animosos en busca de grano. Por alguna razón, los patos hacen que el ambiente sea mil veces peor.
Anna-Karin está sentada en el sofá, con la mirada perdida. Fuera, por el pasillo, no paran de ir y venir los empleados del hospital. Algunos hablan demasiado alto, como si aquello fuera un lugar de trabajo cualquiera, no un sitio donde hay gente enferma y moribunda. Hay alarmas sonando y pitidos por todas partes.
Anna-Karin mira los patos otra vez. Se sonríen con los picos redondeados, parecen moverse al ritmo de una cancioncilla. De pronto cae en por qué son tan horribles: nadie quiere estar en esa sala. Solo están allí aquellos cuyos peores presagios se han cumplido. Pero alguien debió de pensar que la alegría de los patos se contagiaría a quienes esperen allí. Como si, no se sabe muy bien por qué, los patos compensaran la situación.
Un enfermero con los brazos llenos de tatuajes tribales se asoma a la habitación y le dice a Anna-Karin que lo acompañe. Ya han terminado las pruebas diarias que le hacen al abuelo.
Le da la impresión de que todos la miran de reojo mientras ella recorre el pasillo detrás del enfermero.
Ahí va la que no ha venido a visitar a su pobre abuelo ni una sola vez. Vaya nieta
.
El enfermero se coloca delante de la habitación del abuelo y la invita a entrar con un gesto.
Anna-Karin se queda mirando la puerta abierta. Lo que más le gustaría en ese momento es darse media vuelta y huir corriendo de allí. Cruzar a la carrera los largos pasillos y salir al aire libre, lejos del olor a hospital y a cuerpos enfermos. Lejos del abuelo.
El abuelo.
Pasa por delante del enfermero. Se lava las manos a conciencia en el lavabo y se las frota por encima de las muñecas con la solución desinfectante de un dispensador que hay en la pared.
La habitación resulta fantasmagórica a la luz débil de la tarde. Hay un anciano en la cama más próxima, con los dedos corvos como garras. Tiene los ojos fuertemente cerrados y la boca desdentada entreabierta para tomar aire. Anna-Karin se queda helada, hasta que se da cuenta de que no es el abuelo. Se apresura en dejar atrás la cama del desconocido y se adentra en la habitación.
Una cortina amarillo claro a medio descorrer delimita el espacio de la otra cama.
Primero solo ve las piernas que se perfilan bajo la manta celeste de la sanidad pública. Cuando se acerca unos pasos, ve que los brazos descansan sobre la manta. Tiene clavadas en el interior de las manos unas agujas enormes, que han sujetado con cinta adhesiva de un material parecido al papel. De ellas salen unos tubos largos. Además, tiene un tubo debajo de la manta. Anna-Karin lo sigue con la mirada y ve la bolsa de la orina, que cuelga de la cama, muy cerca del suelo.
Da unos pasos más. Ve la cara del abuelo.
Parece casi transparente a la luz pálida de la ventana. Otro tubo le sale de la nariz. Hay un gotero en el suelo, junto a la cama. Un pitido surge de un aparato lleno de cables que se pierden bajo el escote del pijama que lleva el abuelo. Es como una máquina que le inyecta diversos fluidos.
Anna-Karin da los últimos pasos y llega al borde de la cama.
—Abuelo —dice.
El hombre se vuelve hacia ella. Es como si las facciones se le hubieran encogido. La piel parece más lisa. La persona que está en la cama es el abuelo, pero al mismo tiempo no lo es. Todo aquello que
es
el abuelo, la fortaleza, ese aire despierto, vivo, inteligente… De todo eso no hay ni rastro en aquella cama.
Quiere abrazarlo, pero no se atreve. Tiene miedo de hacerle daño. Miedo de que no quiera aceptar su abrazo.
—Abuelo… Soy yo, Anna-Karin.
El abuelo la mira en silencio. Es imposible saber si la reconoce.
Entonces, Anna-Karin se da cuenta de que está llorando.
—Perdón, todo ha sido culpa mía —le susurra entre sollozos—. Perdón.
El abuelo parpadea. Parece que trata de fijar la mirada. Su madre le ha dicho que son tantas las medicinas que le administran, que está completamente aturdido.
—Me dijeron que era peligroso —prosigue—. Pero nunca pensé que pudiera serlo para otra persona que no fuera yo misma. Y mucho menos para ti. Pero ya lo he dejado.
Le coge la mano con cuidado de no tocar las agujas.
—No debería haber empezado. Debería haber hecho caso de las demás. Ahora lo sé, pero ya es demasiado tarde. Lo he estropeado todo. Abuelo, tienes que ponerte bien. Por favor, por favor.
El abuelo vuelve a parpadear. Abre la boca y consigue articular unas palabras. Anna-Karin no entiende lo que dice, pero sí oye que es finés. La lengua que tanto ha oído hablar en casa, pero que nunca llegó a aprender.
—¿Podrías hablar en sueco, abuelo?
—Han dicho por la radio que pronto estallará la guerra. Todos deben elegir bando.
—Todo irá bien, abuelo —lo tranquiliza Anna-Karin—. No debes preocuparte, tú procura ponerte bueno.
El abuelo cierra los ojos y hace un leve gesto de asentimiento.
—Mi padre decía: «si no hacemos nada ahora, sufriremos esa vergüenza para el resto de nuestras vidas».
Anna-Karin le acaricia la cabeza mientras él va cayendo en el sueño más profundo. Tiene el pelo fino y plateado. Y la frente fresca, casi fría.
—Es tu abuelo, ¿verdad? —pregunta la enfermera que acaba de entrar.
Anna-Karin asiente y se seca las lágrimas con el reverso de la mano.
—Sé que tiene un aspecto horrendo —dice, y empieza a explicarle para qué son todos los cables, las bombas y las agujas. Siente cierto alivio al saber qué hacen con el abuelo. Estas personas saben lo que se traen entre manos. Tienen un plan para mantener al abuelo con vida, para conseguir que se recupere.
»Está mejorando mucho —continúa la enfermera—. Puede que no lo parezca, pero así es.
Anna-Karin la mira a los ojos por primera vez.
Aunque no hubiera visto la foto en el periódico, la habría reconocido. La madre de Rebecka es una copia de su hija, solo que con más edad. La enfermera le sonríe, con una sonrisa también igual a la de Rebecka.
La mujer ha perdido a su hija y, aun así, va al trabajo y trata de consolar a Anna-Karin. Figúrate si supiera que es una de las personas que pueden contribuir a atrapar al asesino de Rebecka, pero que, precisamente ella, ha decidido no hacer nada de nada. Esconderse. Sentir pena de sí misma.
Si no hacemos nada ahora, tendremos que vivir con esa vergüenza el resto de nuestras vidas
.
Minoo casi ha logrado conciliar el sueño cuando oye un ruido misterioso en su habitación. Un zumbido rítmico cuyo origen no es capaz de localizar.
El miedo la despeja por completo, y se incorpora en la cama, segura de que verá el humo negro anillándose y recorriendo las paredes, el suelo, la cama…
Pero el dormitorio está como siempre. Y de pronto se da cuenta de dónde procede el ruido. Es el móvil, que está vibrando en la mesilla de noche.
—Hola —le dice Linnéa cuando responde.
Minoo enciende la lamparita verde que tiene al lado.
—Hola —responde.
—Gracias por ayudarme hoy —dice Linnéa.
—De nada.
—Robin y Erik son unos cerdos. Eso era lo único bueno de cuando Anna-Karin usaba su poder en el instituto: que todo el mundo los odiaba tanto como se merecen. Siento que leyeran precisamente aquello… En realidad, no hablaba de ti. Bueno, sí, pero fue porque cuando lo escribí tuve un mal día.
Linnéa habla rápido, como si sintiera que debía pedir disculpas, y que quiere hacerlo tan rápido como sea posible. ¿Y eso es una disculpa? A Minoo se le encoge el estómago cuando recuerda lo que decía de M:
Me da dolor de cabeza
.
—Olvídalo —responde, deseando que fuera tan fácil.
—Vale, bueno. Te llamaba porque tengo que contarte una cosa —dice Linnéa—. Ya puedo leer el
Libro de los paradigmas
.
—Vaya, ¿desde cuándo?
—Desde hace un momento. Y he encontrado una cosa. Estoy viéndolo ahora con el localizador. Y ahora que lo he encontrado, no me explico cómo no lo había visto antes.
Estupendo, piensa Minoo. Dentro de nada, ese maldito libro emitirá mensajes para todo el mundo, salvo para mí.
—¿Y qué dice?
—Es difícil de explicar. Ni siquiera estoy segura de comprenderlo bien. Por eso quería hablar contigo. Creo que eres la única capaz de comprender lo que significa.
—Bueno, puedo intentarlo.
—Vale… Pues se trata de… Algo. No sé explicarlo. Y ese algo es en realidad para una persona. Si se reparte entre varias, la cosa va mal.
Minoo experimenta la misma sensación de cosquilleo que cuando está a punto de resolver un problema matemático de los difíciles. Lo que le está contando Linnéa le resulta familiar.
—Continúa —le dice mientras abre el cajón de la mesilla de noche y saca un cuaderno.
Linnéa lanza un suspiro de frustración.
—Lo malo es que siempre habrá una persona que quede fuera del sistema. Y si esa persona muere, otra ocupará su lugar fuera del sistema. Y luego la siguiente. Y la siguiente…
—Espera —dice Minoo.
Va pasando las hojas del cuaderno nerviosamente.
—¿Qué pasa? —pregunta Linnéa.