IF U WANNA SAVE THE PLANET
KILL UR FUCKING SELF
Minoo no sabe si es el olor o el mensaje lo que le ha puesto tan mal cuerpo. Aparta la vista y continúa hacia la oficina de Nicolaus, al fondo del pasillo. Sus pasos resuenan solitarios. Los tubos fluorescentes del techo emiten un leve zumbido.
Se oye algo más. Un arrastrar a sus espaldas. Como de algo que se desliza pesadamente por el suelo.
Minoo se da la vuelta con rapidez.
El pasillo está desierto.
—¿Minoo? —se oye susurrar a alguien.
Ella se da la vuelta de nuevo. Nicolaus aparece en el umbral de la conserjería. Minoo echa una ojeada rápida por encima del hombro antes de entrar.
Nicolaus lleva un traje gris muy ajado. Todo él parece ajado y gris. Como si hubiera envejecido décadas desde que la directora lo descartó.
—Hola —dice Minoo—. Tengo que enseñarte una cosa.
—¿Ah, sí? —dice Nicolaus enarcando una ceja—. ¿Y
la mujer esa
te ha dado permiso?
—No —responde Minoo muy seria—. No le he dicho nada. Y no se lo diré si tú no quieres.
En la cara de Nicolaus se dibuja una sonrisita que cambia por una expresión más digna en cuanto se da cuenta.
—Bueno, pues enséñamela.
Gato
aparece sigilosamente, se planta de un salto encima de la mesa y se sienta.
Minoo lo mira de reojo.
Gato
está observando la oficina y Minoo tiene la sensación de que trata de hacerse el indiferente. Saca la llave del bolsillo y se la pasa a Nicolaus, que le da vueltas y más vueltas mientras ella le cuenta de dónde ha salido.
—Vamos a ver, ¿quieres decir que ese animal infame ha vomitado este objeto? —pregunta Nicolaus con una expresión casi de orgullo, como si
Gato
fuera su hijo y hubiera hecho algo fantástico.
Gato
suelta un maullido y se frota contra la mano de Nicolaus, que le da unas palmaditas distraídas en la cabeza, un poco demasiado fuertes, piensa Minoo. Pero
Gato
parece satisfecho. Cierra a medias su único ojo y empieza a ronronear.
—Creo que sé adónde conduce —dice Minoo—. Mis padres tienen una caja fuerte con objetos de valor. Fui a compararla y esta llave es igual que la suya. Se me ocurrió porque vi a
Gato
delante de la puerta del banco de Storvallstorget el día que murió Rebecka. Sospecho que en ese banco hay una caja fuerte a tu nombre y que esta es la llave.
—¿Por qué a mi nombre?
—Es lo único que me parece lógico. La primera vez que
Gato
apareció fue contigo, ¿no?
—Sí, eso es verdad —responde Nicolaus meditabundo—. Debo reconocer que he empezado a sentir cierto afecto por esa bestia plagada de pulgas.
Gato
emite un maullido de aprobación.
—Tienes razón —afirma Nicolaus—. Debería ir al banco a preguntar.
—Bien —dice Minoo.
—Solo tengo una duda —confiesa Nicolaus—. ¿Qué es una caja fuerte?
Minoo se muerde el labio.
—Voy contigo —dice Minoo.
—No te lo permitiré. No pueden vernos juntos. Las fuerzas del mal…
—Vale, vale —lo interrumpe Minoo—. Pero no sabemos lo que hay en la caja. No deberías ir solo.
—Precisamente por eso
debo
ir solo. No pienso exponer a nadie a ningún peligro —dice Nicolaus.
Minoo deja escapar un suspiro. No puede permitir que Nicolaus vaya solo. Todavía no saben nada de
Gato
y de lo que pretende en realidad.
Comprende que debe pedir ayuda a Vanessa, a pesar de que no tiene la menor gana de ver a ninguna de las demás Elegidas después de aquella salida suya tan vergonzosa del parque.
Cuando se va de la oficina de Nicolaus, los alumnos han empezado a llenar los pasillos. Minoo ve a Linnéa, que está hablando con una chica con el pelo azul. Por suerte no ve a Minoo mientras esta coge los libros de su taquilla y se pierde por el pasillo.
Minoo está a punto de subir las escaleras cuando oye que Gustaf la llama.
Se da la vuelta. Allí está él, con su grueso anorak y las mejillas rosadas por el frío.
—Hola —saluda Gustaf.
—Hola —responde Minoo.
Minoo nota que la gente que sube apresurada la escalera los mira. ¿Qué iba a tener que decirle Gustaf Åhlander a alguien como Minoo? Después de la muerte de Rebecka y de la entrevista en el periódico de la tarde es más popular que nunca. Naturalmente, tiene a su alrededor un enjambre de chicas deseosas de consolarlo.
Gustaf se quita el gorro y se lo guarda en el bolsillo del anorak.
—Solo quería darte las gracias —dice.
—¿Por qué?
—Por escucharme en la iglesia. Y por decirme que hablara con los padres de Rebecka. Si no, no me habría atrevido nunca. Me sentí como…, bueno, que si tú pudiste comprenderme, quizá ellos también pudieran.
Minoo se da cuenta de que tiene los ojos empañados.
—¿Qué te dijeron? —pregunta.
—Se alegraron de que fuera a verlos y no estaban enfadados conmigo. Lo entendían. Los periódicos también los habían acosado a ellos. La madre de Rebecka también se arrepiente de haber hablado con Cissi. Fue… bonito. Estuvimos llorando juntos.
Minoo comprende ahora perfectamente lo que Rebecka vio en Gustaf. Es una persona increíblemente abierta. Minoo se pregunta cómo ha podido convertirse en un ser así en una ciudad donde, a poco que un chico exprese mínimamente sus sentimientos, se lo tilda de maricón, lo que significa la muerte social.
—Qué bien —dice—. Quiero decir que me alegro de que fuera bien.
Gustaf asiente. Luego le da un abrazo. De repente Minoo piensa que le gustaría conocerlo mejor. Se termina el abrazo y Gustaf desaparece por el pasillo.
Ella se da la vuelta y está a punto de subir la escalera cuando ve a Max en el rellano superior con una taza de café en la mano. Sonríe a Minoo y continúa hacia el aula.
Minoo se queda inmóvil.
No había en aquella sonrisa el menor rastro de calidez ni el menor indicio de que compartan un secreto. No era más que la sonrisa del profesor a un alumno. A un alumno cualquiera.
Anna-Karin se baja del autobús y empieza a caminar hacia su casa.
Ha dejado de nevar y un manto blanco se extiende sobre el paisaje. No ha tenido fuerzas para quedarse en el instituto después del almuerzo, así que, por una vez, aún es de día cuando vuelve. Para Anna-Karin eso es lo peor de esta época del año: es de noche cuando va al instituto, y es de noche cuando vuelve a casa.
El abuelo está delante del cobertizo hablando con el padre de Jari, que ha estado en la finca arreglando el tejado de la cabaña del abuelo. Resulta difícil pensar que Jari y su padre sean familia. El padre es bajito y ancho de espaldas, casi como un cubo.
Anna-Karin aguarda un poco apartada hasta que el hombre se sienta al volante de su furgoneta y se marcha, y ella se queda sola con el abuelo.
—Hombre, hola —le dice al verla.
—Hola —saluda Anna-Karin acercándosele.
El hombre levanta la vista al cielo.
—Si estuviéramos en verano, pensaría que se avecina una tormenta —dice.
Anna-Karin sigue la mirada del abuelo. El cielo es como una nada interminable, de un gris blancuzco homogéneo, sin fin.
—¿Qué quieres decir?
—¿No notas que el aire está cargado de electricidad? —pregunta el abuelo—. Desde luego, se avecina algún tipo de precipitación, de eso puedes estar segura.
El abuelo gira la cabeza y la mira fijamente.
—¿No lo notas?
Ella niega en silencio. En realidad, Anna-Karin nunca ha reflexionado demasiado sobre el hecho de que el abuelo es como un barómetro viviente. Y no solo sabe interpretar el tiempo. Siempre tiene una idea clara de cómo se encuentran los animales de la finca. Es como si se lo contaran en una especie de lengua misteriosa y sin palabras. Y en la comarca ya ha ayudado a varias personas a encontrar agua con su varilla. El abuelo no le da mucha importancia a esas cosas. Sencillamente lo hace. Pero en esta ocasión parece desconcertado por lo que le cuenta la naturaleza.
—Nunca he visto nada igual, de eso puedes estar segura —murmura entre dientes, gira la cabeza y escupe en la nieve. Luego trata de esbozar una sonrisa—. Puede que esté empezando a chochear.
—Déjalo ya, abuelo —dice Anna-Karin. No soporta que el abuelo diga esas cosas.
Tiene un destello de lejanía en la mirada.
—Te digo que casi prefiero que sean figuraciones de un viejo —insiste—. Me despierto por las noches porque oigo susurros entre los árboles y, cada mañana, cuando miro por la ventana, tengo la sensación de que el bosque se ha espesado cercándonos un poco más. Como si los árboles se estuvieran reuniendo.
—¿Para qué? —pregunta Anna-Karin.
Él la mira. Se diría que los separa una distancia inaudita. Se diría que estuvieran cada uno en una orilla y que el abuelo intentara averiguar cómo cruzar hasta aquella en la que se encuentra Anna-Karin.
—Bonita mía —comienza el abuelo y luego vacila.
Todo aquello que no se han dicho se interpone entre los dos. Y son tantas cosas… Un mar de silencio que lleva existiendo toda su vida.
—Ya sé que no se me da muy bien hablar de… ciertos temas —continúa el abuelo—. Pero a los hombres de mi época no se nos enseñaban esas cosas. De todos modos, espero que sepas que yo… Que yo te quiero.
Anna-Karin se siente avergonzada. Tiene deseos de decir que ella también lo quiere, pero no puede articular palabra.
—Y te querré sin importarme los errores que cometas. Aunque hicieras algo malo yo te seguiría queriendo, y si alguien quisiera hacerte daño, te defendería hasta la última gota de sangre.
Anna-Karin asiente y nota el calor en las mejillas.
—Quiero decir que yo siempre estaré de tu parte, aunque no comprenda de qué se trata. Y bien saben los dioses que hay muchas cosas que no comprendo. Son tiempos muy extraños.
Y en ese momento Anna-Karin podría contárselo todo.
Si supieras cuánta gente ha querido hacerme daño durante todo este tiempo, querría decirle Anna-Karin. Si supieras lo que me está ocurriendo ahora.
Es mi deber informarte de que el Consejo ha iniciado una investigación.
Las palabras de la directora le resuenan en la cabeza. No quiere ni imaginarse los castigos que un consejo de brujas puede imponerle a nadie.
Una bandada de chovas alza el vuelo desde el bosque que se extiende en la linde opuesta del prado. Sobrevuelan el aire describiendo círculos, profiriendo quejidos airados, como si algo las hubiese asustado. Anna-Karin puede oír el batir de las alas desde donde está. Se reúnen arracimadas bajo el cielo blanco, antes de proseguir el vuelo hacia las copas de los árboles.
El abuelo susurra algo en finés con la mirada fija en la dirección de las aves.
Anna-Karin lo mira. Él la mira a ella. Y los dos saben que ha pasado el momento. Ese mar sigue extendiéndose entre los dos, imposible de vadear.
Vanessa está en el vestíbulo del banco, apoyada en una mesa alta. Está llena de pequeños expositores con folletos publicitarios que le preguntan con entusiasmo si no ha pensado en agenciarse una nueva tarjeta de crédito o por qué no pedir dinero prestado para una nueva cortacésped o, directamente, para la casa de sus sueños.
Le ha prometido a Minoo ir con Nicolaus al banco sin que él lo sepa. Es tan terco que se niega a aceptar la ayuda que a todas luces necesita. Así que le ha tocado la tarea de hacerse invisible y vigilarlo.
¿Y se supone que él es nuestro guía?, se pregunta Vanessa observando a Nicolaus que aguarda su turno con el número en la mano.
Lleva un viejo abrigo muy grueso que parece comprado en una tienda de segunda mano.
Pero tiene que reconocer que es muy emocionante. Será la primera en saber lo que hay en la misteriosa caja fuerte. Y además le gusta la sensación de actuar a espaldas de la directora. Tuvieron clase con ella el domingo también y no fue en absoluto más entretenida que las clases del instituto. Podría pensarse que las clases de magia serían algo más apasionantes, pero se dedicaron a observar con la lupa el
Libro de los paradigmas.
Y eso solo les dio dolor de cabeza. A Vanessa le recordaba esos dibujos de puntos en los que se supone que se ven figuras en tres dimensiones. A ella tampoco le han funcionado nunca.
Vanessa observa al personal del banco, que escribe en silencio en sus ordenadores, o que habla con los clientes en voz baja para infundir confianza. Todos los que trabajan allí van pulcros y bien vestidos. Y sus pies emiten como un susurro al andar sobre la moqueta. Vanessa trata de imaginarse cómo será tener un trabajo así y le parece aburridísimo.
Lo cierto es que su madre salía con un tío que trabajaba allí. Tobías. Era tan soso como autosuficiente. Luego conoció a una joven rica de Gotemburgo y dejó a su madre en el acto, y Vanessa tuvo que consolarla y esconderle el vino de cartón.
En una ocasión en que su madre se había pasado la comida sorbiéndose la nariz, Vanessa se dio cuenta de que no podía seguir compadeciéndola por más tiempo, así que le dijo a gritos que por qué no conocía de una vez a un tío que la hiciera feliz. Su madre se la quedó mirando con los ojos enrojecidos y le dijo entre sollozos que no la entendía. «El amor duele», le dijo. «De lo contrario no es amor verdadero.»
Vanessa se niega a creer que eso sea verdad. De ser así, no tendría ningún sentido estar con alguien. Y podríamos dedicarnos a ir follando por ahí sin hacernos cargo de fregarle los platos a otro ni de lamentarnos de que no nos entienden.
Debe de ser esa la razón por la que no quiere que yo esté con Wille, piensa Vanessa. Siente envidia de que seamos tan felices.
La rabia la inunda una vez más al pensar en su madre. Siguen sin hablarse. Su madre ni siquiera le ha dejado un mensaje airado en el móvil. Está segura de que ha sido Nicke quien le ha dicho que es mejor que no la llame. Casi puede oírle decir que Vanessa tiene que «saborear las consecuencias de su forma de actuar».
Ella tampoco piensa llamar. No está dispuesta a permitir que ganen. El único al que echa de menos es a Melvin, al que dejó llorando cuando se marchó.
Se oye un pitido cuando el nuevo número de la cola aparece en la pantalla. Nicolaus mira a su alrededor un tanto desorientado. Parece que es su turno, pero es obvio que no sabe adónde dirigirse. Como si el número que parpadea acuciante encima de la única caja libre no fuese una pista. Examina el papelito, quizá creyendo que encontrará ahí la respuesta, y Vanessa deja escapar un suspiro. Debe reprimir el impulso de acercársele y darle un empujón en la dirección adecuada.