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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (47 page)

BOOK: El círculo mágico
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La vid representa el viaje al mundo exterior, la búsqueda. La hiedra describe el viaje interior, el laberinto. Alejandro y sus soldados, siempre dispuestos a brindar por el dios principal de su lugar de nacimiento, se tocaron con una corona de hiedra sagrada y bebieron, festejaron y bailaron por las colinas para celebrar esa nueva invasión de la India, ya que según la leyenda, el dios Dioniso fue el primero en cruzar el Indo a lomos de su pantera perfumada.

La carrera de Alejandro fue breve, pero los dados del oráculo habían sido echados antes de su nacimiento. En trece años y muchas campañas conquistó la mayoría del mundo conocido. Luego, a los treinta y tres años, falleció en Babilonia. Debido a que su vasto imperio, conseguido a base de esfuerzo, se desmanteló inmediatamente tras su muerte, los historiadores son de la opinión de que no dejó nada aparte de su leyenda dorada. Se equivocan. En esos trece años consiguió su objetivo: mezclar Oriente y Occidente, espíritu y materia, filosofías y líneas de sangre. En todas las capitales conquistadas, oficiaba matrimonios públicos en masa entre oficiales grecomacedonios y mujeres nobles nativas; él mismo eligió varias esposas entre las persas.

Se sabe también que Alejandro era un iniciado en el esoterismo oriental. En Egipto, los sumos sacerdotes de Zeus Júpiter Amón reconocieron en él la encarnación de ese dios y le impusieron los cuernos de carnero de la figura vinculada en los tres continentes con Marte, el planeta de la guerra, y con la era actual de Aries, el carnero. En el norte, en las tierras de los escintios (en Asia central, la parte del mundo de que estamos hablando), lo llamaban
Zulqarnain:
«el dios bicorne». Ese término significa también «señor de los dos senderos» o dos épocas, es decir, aquel que gobernará la transición entre dos eones.

—La madre de Alejandro, Olimpia, le dijo que era la semilla de la serpiente del poder, la fuerza cósmica —finalizó Dacian—. La ambición que le había inculcado de pequeño creció hasta convertirse en una sed inagotable de dominación. Con este objeto construyó una ciudad sagrada en cada «punto de acupuntura» en el entramado de poder del mundo. Alejandro creyó que si clavaba una aguja en esos puntos de la columna vertebral de la tierra, como si introdujera el vastago de un clavo en un árbol, eso le permitiría dominar el «dragón de las fuerzas» de la tierra, y que quien poseyera la piedra sagrada de la nueva era y la colocara precisamente en el centro del entramado originaría la última revolución de la rueda del eón y lo tendría bajo su control y dominio, así como el resto de la tierra. Eso era tan importante que Alejandro interrumpía sus campañas para supervisar cada escenario antes de empezar a construir e insistía en bautizar cada ciudad él mismo, hasta un total de setenta, antes de morir.

—¿Setenta ciudades? —preguntó Wolfgang, levantando la vista del libro que estaba rellenando.

—Un número interesante, ¿verdad? —corroboró Dacian—. Con las siete ciudades anteriores de Salomón, suman setenta y siete puntos del entramado, un número de lo más mágico.

No se me había escapado el paralelismo entre las setenta y siete ciudades de Alejandro y Salomón y el Grupo de los
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países no alineados del que me habían informado a lo largo de la mañana. Cuando pasé a Wolfgang el libro que acababa de rellenar, la puerta se abrió hacia dentro y un bibliotecario asomó la cabeza para anunciarnos que era la hora de cerrar. Dacian enrolló el mapa de piel y lo devolvió a la bolsa, mientras Wolfgang apilaba con cuidado el último montón de libros y se dirigía con él hacia la puerta.

—Aunque hubiera existido algún tipo de entramado que dominara esas energías misteriosas, ¿que importancia tendría controlarlas? —pregunté a Dacian.

—Recuerda que Salomón era considerado el señor de los cuatro lados, no sólo de la tierra, sino también de los cuatro elementos —afirmó—. Así pues, poseía los poderes de un ser inmortal. Y en su corto margen de tiempo, Alejandro se convirtió en el primer hombre occidental que fue considerado un dios viviente antes de su muerte.

—¿Insinúas que hay dioses que vienen a la tierra bajo forma humana? —dije—. Me encantan esos viejos mitos, pero estamos a finales del siglo veinte.

—Exactamente el momento en que se espera su llegada —sentenció Dacian.

Salimos a la calle ya oscura y la puerta de la biblioteca se cerró detrás de nosotros. Dacian parecía agotado a la luz dorada de la primera farola que acababa de encenderse sobre nuestras cabezas, pero su cara seguía siendo muy atractiva.

—Tengo que dejaros enseguida; estoy muy cansado —anunció—. Pero os volveré a ver, es decir, si los dioses de los que hemos hablado lo permiten. Si bien me he limitado a arañar la superficie de lo que necesitáis saber, por lo menos está arañada para que podáis echar un vistazo a través del cristal. No me preocuparía por esos manuscritos. No sirven de mucho por sí solos. No basta con leer; es preciso comprender. Esa capacidad, como os digo, no sólo requiere una mente inquisidora, sino también algo más.

—¿Algo más? Como saber formular bien las preguntas —dije—. Pero antes, en el Hofburg, nos contaste que eras la única persona que podría explicar por qué todo el mundo quiere esos manuscritos, y los objetos sagrados también, que sólo tú podrías indicar por qué son tan peligrosos. Así que la pregunta es, ¿por qué no lo has hecho?

—Afirmé que sólo una persona podía responder la pregunta, no que esa persona fuera yo —aclaró Dacian—. ¿Recuerdas que dije que el sánscrito era la clave del misterio? ¿Y que el antiguo templo de fuego construido en el emplazamiento del trono de Salomón en Afganistan era asimismo importante? Ambas cosas se relacionan con esa calidad que he denominado «algo más». Queda mejor descrita con la palabra sánscrita
salubha,
que significa «la forma de la polilla o el saltamontes», volar hacia el fuego, correr sin pensar en el peligro, como hace la salamandra. Nadar corriente arriba como el salmón. Poseer los poderes de la sal.

—¿La sal? —me sorprendí.

—La sal, la mercancía más valiosa del mundo antiguo —respondió Dacian—. Los romanos pagaban con ella a sus soldados: de ahí la palabra actual «salario». El asentamiento celta más antiguo en Austria, uno de los primeros y más ricos de Europa fue Hallstatt, situada en el Salzkammergut, «región de la cámara de sal», bastante cerca de donde nació nuestro amigo Afortunado y donde vivió al final de su vida. Su nombre revela su fuente de salud: como el alemán
Salz
o el alemán antiguo
Halle, hal
era nombre celta de la sal.

Con un escalofrío recordé las palabras de Afortunado a Dacian, según me había contado Laf: que en el río y en Salzkammergut se encontraría el mensaje de los pueblos remotos, escritos en runas... Pero, ¿qué era preciso para revelar ese mensaje? Conocía la existencia de lagos salados y manantiales salinos en la parte alta de los Alpes austriacos, y las minas de sal subterráneas y cristalinas, como la cueva de Merlín, como esas setenta y siete ciudades legendarias.

—¿Así que cuando Hitler construyó esa casa en la zona de Salzburgo trataba de dar con alguna fuerza, como las ciudades ocultas de Alejandro y el rey Salomón? ¿Pero qué era? —quise saber.

—Todas esas cosas —comentó Dacian—, Salomón, la salamandra, el salmón, incluso la ciudad de Salzburgo, tienen una cosa en común. Ya sea sal, Salz, sau o sault, se limita a «salto», es decir, brincar, botar, bailar.

—Me temo que eso es como un salto mortal sin red para mí —afirmé.

—Se trata del pequeño ingrediente que pedí:
sal sapiente,
«sal sabia», la sal de la sabiduría —concluyó Dacian—. Espolvorea un poco y te conferirá los saltos de la intuición, como aquellos que caracterizaban al rey Salomón, un baile mental lleno de energía centelleante. Como el salmón que salta corriente arriba, como en un salto de fe.

«¡Oigo a mi amado! —Oí el Cantar de los Cantares, atribuido a Salomón, retumbar en mi mente—. Helo aquí que viene saltando por los montes, triscando por los collados.»

Dacian se volvió hacia mí y me puso las manos en los hombros con ademán ceremonioso, casi como si me impusiera una condecoración o me pasara una antorcha. Luego, miró por encima de mi hombro a Wolfgang con una sonrisa enigmática.

—Ariel —me dijo—, no te queda más remedio. ¡Tendrás que aprender a bailar!

Y desapareció entre las sombras de la noche.

—Me acabo de acordar de una cosa —dijo Wolfgang, cuando Dacian se hubo ido—. Estaba tan hipnotizado por ese hombre que casi se me olvida. Regresé a la oficina mientras comíais y te habían remitido este fax desde tu oficina en Estados Unidos. Espero que no sea nada urgente.

Se puso la mano en el bolsillo y me alargó un papel doblado. Lo abrí bajo la luz amarilla de la farola.

Se ha completado la primera fase de nuestro proyecto y el archivo de la información para la segunda fase está en proceso. Por favor, indique cómo debemos hacerle llegar comunicaciones futuras a medida que progresemos. Podrá ponerse en contacto con nuestro equipo en el número arriba mencionado a partir de mañana.

Atentamente,

R.F. BURTON, Seguro de calidad

Sir Richard Francis Burton, orientalista y explorador incansable, había sido uno de mis autores favoritos durante mi infancia. Había leído todo lo que había escrito o traducido, incluido los dieciséis volúmenes de su versión de
Las mil y una noches.
Sin duda, el mensaje era de Sam. Aunque no podía detenerme a analizar el contenido ahí, al lado de una farola de Viena, con Wolfgang echando un vistazo, era un comunicado bastante simple del que adiviné varias cosas de entrada:

Primera fase «completada» significaba que Sam había visto a su abuelo, Oso Oscuro, en la reserva de los nez percé en Lapwai y que había averiguado algo bastante importante sobre su padre Earnest: de lo contrario no habría corrido el riesgo de comunicarse conmigo tan abiertamente aunque yo le había dicho que podía hacerlo. En cuanto a la segunda fase: que firmara el mensaje como sir Richard Burton lo decía todo. Además de los muchos libros que Burton había escrito sobre sus recorridos por escenarios exóticos como Medina, La Meca y las fuentes del Nilo, había escrito también acerca de su peregrinaje a la ciudad de los santos, es decir, los santos del último día.

De modo que el fax me indicaba que al día siguiente a esa misma hora, Sam estaría comprobando el resto de nuestra historia familiar en esa otra famosa tierra de sal, la versión americana de Salzburgo: Salt Lake City, en Utah.

EL VIÑEDO

En respuesta a un oráculo de la diosa [Cibeles], Dioniso aprendió de una serpiente el uso de las uvas. Después,
inventó el método más
primitivo de elaboración de vino.

KARL KERENYI,

Dionysos

Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.

JESÚS DE NAZARET,

Evangelio según san Juan 15,1

Y añadió Dios... Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra... Y me acordaré de la alianza... y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda la carne... Noé se dedicó a la labranza y plantó una viña. Bebió del vino...

Génesis 9,12-21

«Alianza entre Dios y Noé»

De mañana iremos a las viñas, veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, si florecen los granados; allí te entregaré el don de mis amores.

Cantar de los Cantares 7,13

 

Ya había anochecido cuando Wolfgang y yo avanzábamos por la carretera que partía de la ciudad bordeando el Danubio. El cielo azul oscuro estaba salpicado con unas cuantas estrellas; dejamos atrás la redondeada luna amarilla que se elevaba sobre la ciudad de Viena.

No hablamos demasiado durante el viaje. Aunque yo estaba emocionalmente agotada, no podía cerrar los ojos. Pronto, las luces de la ciudad se hubieron desvanecido y seguimos el curso ancho y suave del río en dirección oeste, hacia la tierra vinícola de Wachau. Wolfgang conducía con la misma precisión grácil y sincronizada que mostraba al esquiar, y me dediqué a mirar a través de la ventanilla la superficie cristalina del río a un lado y los pueblos que se arracimaban por la colina como casas de
hobbit
junto a la carretera, al otro lado. En menos de una hora llegamos a la ciudad de Krems, donde se encontraba la oficina de Wolfgang.

Para entonces, la luna estaba en lo alto del cielo y bañaba de luz las cimas colindantes. Tomamos un desvío de la carretera principal que ascendía por la colina hacia la encantadora ciudad amurallada de Krems, con su interesante surtido de edificios blanqueados, cuya mezcolanza de estilos se distinguía a la perfección bajo la luz brillante de la luna: renacentista, gótico, barroco, románico. Cruzamos la ciudad y el Hóher Markt, con sus palacios de campo y museos cuadrados pero, para mi sorpresa, Wolfgang abandonó la ciudad por una carretera más estrecha y tortuosa que conducía hacia el campo lleno de viñedos situado en una colina por encima del pueblo. Observé su perfil, recortado contra el reflejo verde de las luces del salpicadero.

Tenía entendido que íbamos a parar en tu oficina para repasar la agenda de mañana —comenté.

Sí, pero tengo la oficina en casa —explicó Wolfgang, sin apartar los ojos de la carretera—. No queda lejos, sólo a unos cuantos kilómetros. Llegaremos enseguida.

La carretera se había estrechado aún más y parecía que se le acababa el pavimento a medida que avanzábamos por la colina escarpada y nos alejábamos más y más del río y de los núcleos habitados. Pasamos por delante de una pequeña choza de barro con el techo de paja, construida al lado de la carretera, del tipo que usan los recolectores de uva para guardar las cestas y los útiles, y donde se cobijan durante esas lluvias torrenciales y súbitas tan frecuentes en la colina. Más allá no quedaba rastro de la civilización salvo, claro está, las hileras continuadas de vid en cultivo.

Cuando llegamos a la cima, las viñas se interrumpieron repentinamente, y la carretera terminaba en un puente que cruzaba un amplio riachuelo. Una nube ocultó momentáneamente la luna, por lo que costaba distinguir la silueta del muro de piedra, sólido y muy alto, que parecía cerrar el paso en la orilla opuesta.

Wolfgang detuvo el coche delante del puente y bajó. Pensé que quizá yo debía hacer lo mismo. Pero, de repente, se encendieron una serie de focos, que llenaron el paisaje de una luz dorada como en un teatro al aire libre. A través del parabrisas, contemplé estupefacta la vista.

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