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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico

BOOK: El círculo mágico
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Ariel hereda unos viejos manuscritos que guardan un secreto vinculado a los objetos sagrados de las tribus de Israel. Quien consiga desvelarlos, adquirirá la sabiduría suficiente para encontrar el nacimiento de los mitos, las creencias y los símbolos de todas las grandes culturas de la historia, así como las claves para interpretar el devenir. Naturalmente, en cuanto Ariel recibe la herencia se convierte en el centro de mira de no pocos personajes codiciosos.

Katherine Neville

El círculo mágico

ePUB v1.1

Johan
08.02.12

Los tiempos vuelven

LORENZO DE MÉDICIS

La vida
misma es
un círculo; todo se repite.

FRIEDERICH NIETZSCHE

Lo que se va regresa

Lema de los Ángeles del Infierno

LA CUEVA

Y no conocen el misterio futuro,

ni comprenden las cuestiones pasadas.

Y no conocen lo que les pasará;

y no salvarán sus almas del misterio futuro.

Manuscritos del Mar Muerto,

«Profecía de los esenios»

Ha llegado la última era de la canción de Cumas.

Del espíritu renovado de los tiempos, nace un nuevo orden.

La virgen regresa, el reinado de Saturno regresa.

Una nueva generación ha sido enviada del cielo.

VIRGILIO,
Cuarta égloga,

«Profecía mesiánica de la Sibila»

Cumas, Italia: Otoño, 1870 d.C

Era antes del anochecer. El lago volcánico Averno, situado sobre el pueblo de Cumas, parecía flotar en el aire, oculto en parte tras el velo de una neblina metálica. Entre la bruma, la superficie cristalina del lago reflejaba las nubes opalescentes que cruzaban el cielo por delante de la media luna.

Las paredes del cráter, agrestes y pobladas de arbustos, mudaban su color del rojo vivo al púrpura al llegar el crepúsculo. El aroma a azufre del lago impregnaba el aire de sensación de peligro. Todo el paisaje de este antiguo lugar sagrado parecía estar aguardando algo, algo que había sido predicho desde hacía miles de años. Algo que iba a suceder esa misma noche.

Cuando la oscuridad se hizo más profunda, una figura avanzó sigilosamente entre la vegetación por la orilla. Tres figuras más la seguían deprisa. Aunque las cuatro iban vestidas con unos resistentes pantalones de cuero, chaquetas sin mangas y cascos, resultaba evidente por la silueta y la forma de moverse que el líder era una mujer. Al hombro, llevaba un pico, un rollo de lona, cuerda gruesa y diverso material de escalada. Sus compañeros la seguían en silencio, bordeando el lago.

La mujer desapareció entre las sombras, donde un grupo tupido de árboles ocultaba un precipicio. A oscuras, palpó la cara escarpada de la roca cubierta de enredadera hasta que volvió a encontrar la grieta escondida. Con la protección de unos gruesos guantes, quitó las piedras que con tanto cuidado había colocado antes. El corazón le latía con fuerza mientras se deslizaba de lado, a través del estrecho resquicio en la roca, seguida por sus tres compañeros.

Una vez dentro, la mujer desenrolló con rapidez la lona y, con la ayuda de los demás, la introdujo en la rendija. Cuando desde el exterior de la cueva ya no se distinguía el menor asomo de luz, se sacó el casco de minero y encendió la linterna de carburo que llevaba adosada. Se echó hacia atrás la cabellera rubia y observó a sus tres rudos compañeros, cuyos ojos brillaban a la luz de la linterna. Luego, se volvió para ver la cueva.

Las paredes de la amplia caverna, horadadas en la roca de lava, se elevaban hasta más de treinta metros por encima de sus cabezas. Se quedó sin aliento cuando se dio cuenta de que estaban en el borde de una sima que se precipitaba hacia un vacío insondable. Oía el ruido del agua a lo que parecía cientos de metros a sus pies. Este era el paso que había conducido a aquellos que buscaban los misterios en las profundas entrañas del volcán extinguido. Era el legendario lugar que tantos otros habían buscado durante muchos siglos, la caverna que albergó en su día al más antiguo de todos los profetas: la sibila de Cumas.

Ahora, al recorrer la linterna por esas paredes, la mujer comprendió que no había error posible respecto a su hallazgo. La cueva era tal y como la habían descrito quienes la habían visitado en los tiempos más remotos: Heráclito, Plutarco, Pausanias y el poeta Virgilio, quien inmortalizó en verso esta gruta como la entrada de Eneas a las regiones infernales. Sabía que ella y sus tres compañeros podían muy bien ser los primeros en observar este lugar legendario desde hacía dos milenios.

Cuando el emperador Augusto accedió al poder en Roma, en el año 27 a.C, lo primero que hizo fue reunir todas las copias de los libros de sus profecías, los llamados oráculos sibilinos. Quemó los que juzgó «falsos», los que no daban apoyo a su remado o los que auspiciaban en forma de profecía la vuelta de la república. Luego, ordenó que se sellara la gruta cumana. La entrada oficial, que no se hallaba allí sino en la base del volcán, quedó sepultada bajo una montaña de escombros. La humanidad perdió todo rastro de la existencia de la famosa cueva. Hasta ese instante.

La joven dejó el equipo en el suelo y se volvió a colocar el casco con su minúsculo haz de luz. Se sacó el tosco mapa que llevaba de la chaqueta de cuero y se lo dio al más alto de los tres hombres. Se dirigió a él en voz alta por primera vez.

—Aszi, tú vendrás conmigo. Tus hermanos mayores se quedarán aquí para vigilar esta entrada. Si las cosas no van bien abajo, esta grieta será nuestro único medio de escape. —Se volvió hacia la sima y añadió impertérrita—: Yo bajaré primero.

Pero él la había cogido por la muñeca. La miró preocupado. Luego, la atrajo hacia sí y le besó con suavidad la frente.

—No, déjame bajar a mi primero, Clio —dijo—. Yo nací entre las rocas,
carita;
puedo trepar como una cabra. Mis hermanos te bajarán tras de mí. —Cuando ella se negó con un gesto, Aszi le indicó—: Da lo mismo lo que tu padre dibujara en ese mapa antes de morir, no es más que la opinión de un hombre erudito, basada sólo en la lectura de libros viejos. A pesar de todos sus viajes, tu padre no llegó a encontrar ese lugar. Y sabes muy bien que los oráculos a menudo son peligrosos. En la cueva de Delfos encontraron un montón de pitones mortíferas. Nadie sabe a lo que deberás enfrentarte en el santuario que crees que hay allá abajo.

Clio tembló ante la idea y los dos robustos jóvenes asintieron para apoyar la valentía de su hermano. Aszi encendió una segunda linterna, que fijó a su propio casco. Los hombres ataron la cuerda a una roca y el menor de los hermanos, con las manos desnudas sobre el cáñamo, usó las botas con tachuelas para limpiar la pared y desapareció con una breve y amplia sonrisa hacia las tinieblas.

Después de lo que pareció un buen rato, la cuerda se balanceó suelta, lo que les indicó que Aszi había llegado al fondo. Clio se pasó otra cuerda entre las piernas a modo de arnés, que los hermanos fijaron a la línea principal como doble protección por si resbalaba. Luego inició el descenso.

A medida que bajaba por la escarpada roca, sola y en silencio, iba estudiando el esquisto a la luz de la linterna, como si contuviera la clave de algún acertijo. «Si las paredes oyeran —pensó—, éstas revelarían miles de años de misterios. Como la propia sibila, una mujer que podía ver el pasado y el futuro.»

La Sibila, que emitió los oráculos más antiguos de la historia, vivió en muchas tierras durante decenas de generaciones. Había nacido en el monte Ida, desde donde los dioses observaron la guerra en la llanura de Troya. Más de quinientos años antes de Cristo, viajó a Roma, donde ofreció al rey Tarquino la venta de los libros con sus profecías, que abarcaban los siguientes doce mil años. Cuando éste no quiso pagar el precio que le pedía, la mujer quemó los tres primeros volúmenes, luego los tres siguientes, y así hasta que sólo quedaron tres libros. Tarquino los compró y los conservó en el templo de Júpiter, donde permanecieron hasta que el edificio se quemó, también, en el año 83 a.C, junto con su precioso contenido.

La visión de la sibila era tan profunda y de tan largo alcance que los dioses le concedieron el deseo que quisiera. Pidió vivir mil años, pero olvidó pedir juventud. Cuando se acercaba al final de la vida se había encogido tanto que sólo quedaba de ella la voz, que seguía profetizando desde una pequeña ánfora de cristal colocada en su vieja cueva de los misterios. Desde todos los rincones del mundo acudía gente para oír su canción, hasta que Augusto la silenció para siempre con arcilla napolitana.

Clio esperaba, contra todo pronóstico, que la información que su padre había obtenido del cúmulo de lecturas de textos antiguos y que sólo
alcanzó
a interpretar en su lecho de muerte resultara cierta. Tanto si lo era como si no, cumplir la última voluntad de un hombre moribundo ya le había costado todo lo que había conocido en sus pocos años de vida.

Cuando llegó al fondo, notó que las fuertes manos de Aszi la sujetaban por la cintura, para ayudarla a mantener el equilibrio sobre las rocas resbaladizas que bordeaban el río subterráneo.

Se abrieron paso durante más de una hora a través de cavernas bajo el volcán, siguiendo el camino que el padre de Clio había indicado en el mapa. Por fin, llegaron donde estaba el hueco elevado en la roca, bajo el que las sucesoras de la Sibila, chicas jóvenes de la zona, se habían sentado durante siglos en un trono dorado, convertido ahora en un montón de piedras derruidas, para transmitir las profecías que les llegaban desde la mente de la antigua diosa.

Aszi se detuvo al lado de Clio y, de repente, se inclinó hacia ella y la besó en los labios.

—Casi eres libre —dijo sonriendo.

Sin decir nada más, subió por el montón de rocas hacia el hueco y escaló la última parte de la pendiente con las manos. Clio contuvo la respiración mientras Aszi conseguía aferrarse con las botas a la roca y le vio extender el brazo para llegar con la mano al hueco y palpar el agujero negro que se hallaba sobre su cabeza. Tras un buen rato sacó algo.

Cuando regresó, se lo dio a Clio. Era un objeto reluciente, como una ampollita, no mucho mayor que su palma. Clio nunca había creído que la voz de la Sibila estuviera dentro de un ánfora, sino más bien que la antigua ampolla contenía sus palabras proféticas. Sus profecías, había dicho Plutarco, estaban escritas en trocitos de metal, tan ligeros y frágiles que, al soltarlos, se los llevaba el viento.

Clio abrió con cuidado la ampolla y las diminutas láminas cayeron en su mano, todas del tamaño de una uña e inscritas en griego. Tocó una y miró a los ojos oscuros de Aszi, que la observaban.

—¿Qué pone? —le susurró éste.

—Está en griego —respondió sin dejar de examinar la lámina—. Dice:
En to Pan,
que significa: «Uno es todo.»

La Sibila había predicho lo que pasaría en cada momento decisivo de la historia y, más aún, cómo se relacionaba con los acontecimientos críticos del pasado. Según se decía, había anunciado los albores de una nueva era celestial, que seguiría a la suya, la era de Piscis, los peces, cuya encarnación sería un rey nacido de virgen. La Sibila podía ver conexiones misteriosas, como telarañas que cubrían miles de años, que relacionaban la era de Piscis con la de Acuario, la portadora de agua, una era que no había de llegar hasta veinte siglos más tarde, lo que
más
o menos equivalía al presente.

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