Authors: Katherine Neville
—¿A cenar y a dormir, quieres decir? —preguntó José—. Sí, Marta lo ha arreglado todo. Estaré todo el tiempo que quieras; tenemos que hablar.
—Quiero decir si te quedarás conmigo —repitió el Maestro en un tono que José no fue capaz de identificar.
—¿Quedarme contigo? —dijo José—. Pues claro que sí. Ya sabes que siempre estaré contigo. Por eso tenemos que...
—¿Te quedarás conmigo, José? —volvió a preguntar el Maestro, casi como si repitiera una frase mnemotécnica. Aunque seguía sonriendo, una parte de él parecía estar lejos, a gran distancia. José sintió un escalofrío terrible.
—Deberíamos entrar —afirmó con rapidez—. No nos hemos visto desde hace mucho tiempo, tenemos muchas cosas que comentar en privado.
Apartó a los demás y condujo al Maestro por el camino hacia la casa. Enviaría a alguien para que se ocupara de los caballos. Llegaron al pórtico del gran edificio de piedra.
Al alcanzar los rincones oscuros del patio, con su estanque en forma de árbol, José asió al Maestro por el brazo. Cuando tocó con los dedos la manga de lino frío, su atención se centró por un momento en las nuevas vestiduras blancas que Nicodemo y varios más le habían mencionado. José, como importador experto de telas extranjeras, reconocía por el tacto que no se trataba de lino de Galilea, un producto famoso en todo el mundo pero asequible, que había servido para amasar las fortunas de la familia Magdala y de muchos otros galileos. Más bien se trataba de lino de Pelusio, en el norte de Egipto, más caro, casi se podría decir que precioso, porque su coste rivalizaba con otro tejido elaborado mediante un proceso también misterioso: la seda china, una tela tan exclusiva que en Roma, según la ley, sólo podía vestirla la familia imperial. ¿Cómo había llegado tal tesoro a manos del Maestro? Más extraño aún, dado su mensaje de renuncia a las tentaciones de las riquezas terrenales, ¿por qué se había quedado con esas vestiduras en lugar de venderlas y repartir el dinero entre los pobres, como había sido su costumbre incluso con regalos no tan caros?
Encontraron a Marta, la hermana mayor, con el cabello trenzado cubierto con un manto y el cuello húmedo de sudor, ajetreada entre los criados en los hogares de arcilla, en la parte posterior de la casa.
—Estoy preparando un gran festín —anunció orgullosa cuando los dos hombres llegaron y la abrazaron, abriéndose paso con cuidado entre los criados que llevaban bandejas llenas de comida—. Pescado macerado en vino —prosiguió—, panes y salsas de carne, caldo de pollo, cordero asado y las primeras verduras de temporada de nuestro propio huerto. ¡Llevo días cocinando! Puesto que el Maestro, como de costumbre, ha acogido a esa multitud de visitas, he tenido que preparar más comida de lo que había previsto. Aunque la
Pesah
no es hasta la semana que viene, ésta es una ofrenda especial de nuestra familia para dar las gracias, no sólo por tu regreso a salvo del mar, José, sino también por el milagro que la fe del Maestro nos concedió hace sólo tres meses, como estoy segura de que ya sabrás, con respecto a nuestro joven Lázaro.
Marta se inclinó sobre el Maestro con cariño y no pareció notar nada extraño. Sorprendido, José lo miró también y observó que la anterior sensación de espiritualidad se había desvanecido. En su lugar, percibió esa compasión afectuosa que para José explicaba el gran número de seguidores que el Maestro había atraído en el brevísimo período de su ministerio. El Maestro parecía conocer los secretos más oscuros que se ocultaban en el interior de cada persona y poseer, con ellos, la capacidad de perdonar y absolverlo todo.
—Querido José —dijo el Maestro, sonriendo como si fuera a compartir alguna broma—, te ruego que no creas una sola palabra de lo que te acaba de contar esta mujer. Su propia fe y la de su hermana fue lo qué consiguió devolver al joven Lázaro de la tierra. Yo asistí al alumbramiento como lo hace una comadrona, pero sólo Dios realiza los milagros del nacimiento y el renacimiento, sea desde el vientre o la tumba. Y sólo para aquellos cuya fe es verdadera.
—Nuestro hermano Lázaro puede contarte él mismo su experiencia —aseguró Marta a José—. Lo encontrarás en la terraza, con los otros invitados.
—¿Y Miriam? —preguntó José.
—Deberías hacer algo, Maestro —dijo Marta, que se mostró algo indignada—. Se ha pasado toda la mañana en la montaña contigo y los demás; ahora está en el huerto, con los discípulos de la ciudad y sus familias. Sólo le interesa esa chachara filosófica, pero la vida sigue y la realidad
nos cae
sobre los hombros a nosotros, animales de carga. Tendrás que darle una reprimenda.
El Maestro miró a Marta y, cuando habló, lo hizo con una urgencia y una intensidad apasionada que a José le pareció de lo más sorprendente.
—Amo a Miriam —dijo el Maestro a su hermana, en un tono que sonaba más a enfado que a amor—. La amo más que a mi madre, más de lo que amo a José, que me ha criado. La amo más que a ninguno de mis hermanos, incluso que a quienes han estado conmigo desde el principio. Existe un lazo, un nudo que une nuestro entendimiento, algo que debe de ser bastante fuerte para transcenderlo todo, incluso la muerte. ¿Te imaginas que la importancia de Miriam sería mayor si te ayudara a preparar una comida, aunque fuera para mil personas, en lugar de sentarse a mis pies una hora más mientras estoy con vosotros?
José se asombró mucho ante la crueldad del Maestro. ¿Cómo podía reprender a una mujer que acababa de ponerlo por las nubes por haber salvado la vida de su hermano y que se había pasado tres días cocinando para él, sus discípulos y un centenar de personas a las que no había invitado?
Vio que la barbilla de Marta empezaba a temblar y que el rostro de la mujer se contraía en una mueca de dolor. Iba a interceder por ella, pero el Maestro volvió a cambiar de actitud. Cuando Marta intentó cubrirse la cara llorosa con las manos, el Maestro le asió las muñecas, bajó la cabeza y le besó la palma de las manos, todavía cubiertas de masa y harina. Luego, la volvió a rodear con los brazos, la besó en la cabeza y la meció con suavidad, hasta que la mujer pareció calmarse y las lágrimas desaparecieron. Entonces el Maestro la apartó de él y la miró.
—Miriam ha elegido el camino correcto, Marta —le dijo en voz baja—. Deja que cada uno aporte según sus propias capacidades. No pidas nunca que se reprenda a alguien por seguir la voluntad del Padre —Y antes de que José supiera qué pasaba, el Maestro lo asió del brazo y se lo llevó con él a la terraza.
Más abajo, en los jardines, los invitados se movían por donde se habían dispuesto mesas, alfombras y otros arreglos para ellos bajo las parras que conducían al huerto. Más allá de los jardines, se alzaban los muros de piedra desgastada en los que las personas que no habían sido invitadas pero eran bien recibidas podían comer a la sombra, al lado de un riachuelo.
Bajo el emparrado, donde apuntaban los primeros brotes de vid, José vio a los pescadores de Galilea: Andrés y su hermano Simón, que hablaban entre susurros con sus compañeros Juan y Santiago Zebedeo, a quienes llamaba «trueno y relámpago» por su fuerte e impetuosa personalidad. Cerca de ellos estaba Juan Marcos, quien había acudido a la fiesta desde casa de su madre, en Jerusalén.
José se alarmó al ver a tantos de los discípulos importantes y sus familias reunidos. En especial, ahí, en Judea, donde se encontraban bajo jurisdicción romana y al alcance de Caifas. Si tenían intención de quedarse más tiempo, los tendría que llevar a su propiedad de Getsemaní, donde había siempre criados velando por la seguridad.
Tras alejar esos pensamientos, detuvo al Maestro y lo condujo tras los emparrados antes de que los demás lo hubieran visto.
—Mi querido hijo —dijo José en voz baja—, has cambiado tanto durante el año escaso que he estado de viaje, que ya no te conozco.
El Maestro dirigió la mirada hacia José. Sus ojos opalescentes, esa extraña mezcla de marrón, verde y dorado, siempre le habían parecido irreales. Eran los ojos de alguien acostumbrado a mundos distintos, fantásticos.
—Yo no he cambiado —respondió el Maestro con tristeza, aunque sin abandonar la sonrisa—. Es el mundo el que se está transformando, José. En estas épocas de cambio, tenemos que concentrarnos en la única cosa que es inmutable e imperecedera. Está llegando el día que nos ha sido anunciado desde los tiempos de Enoc, Elias y Jeremías. Y del mismo modo en que yo ayudé a devolver a Lázaro de la tumba, nuestra tarea es conducir el mundo a esta nueva era: por eso estoy aquí. Espero que os unáis a mí, todos vosotros. Espero que te quedes conmigo. Aunque no es preciso que me sigáis todos adonde tengo que ir.
José no comprendió este último comentario, pero insistió.
—Todos estamos preocupados por ti, Jesús. Escúchame, por favor. Los miembros del sanedrín me contaron que bajaste de Galilea durante la fiesta del otoño pasado. Ya sabes que el sanedrín es quien más te apoya. Cuando me fui el año pasado, creí que todo estaba arreglado, que te ungirían en la fiesta de este otoño. Tenían pensado ungirte ellos mismos como
mashiah,
nuestro rey elegido y líder espiritual. ¿Por qué lo has cambiado todo? ¿Por qué intentas destruir lo que hombres tan sabios han planeado durante tanto tiempo?
El Maestro se frotó los ojos con la mano.
—El sanedrín no es quien más me apoya, José —dijo Jesús con voz cansada—, sino mi Padre en el cielo; yo sólo cumplo Su voluntad. Si resulta que Sus ideas no coinciden con las del sanedrín, lo siento, pero tendrán que decírselo a Él. —Dirigió a José esa misma sonrisa irónica y añadió—: Y en cuanto a lo que es inmutable e imperecedero, es como un nudo difícil de desenmarañar.
Al Maestro le gustaba esconder secretos en acertijos y José había advertido su referencia constante a los nudos. Iba a seguir ese tema cuando el velo de los zarcillos de vid que los rodeaba se abrió y vio a Miriam ante ellos, con esa sonrisa cálida y sensual que siempre lo conmovía.
Su cabellera abundante, de múltiples reflejos, le caía suelta sobre los hombros sugiriendo un libertinaje salvaje, que había llevado a los ancianos y a muchos de los discípulos a considerarla un lujo que implicaba un coste político y un peligro innecesario en el entorno del Maestro. A José le parecía que tenía algo primario, como una fuerza de la naturaleza. Era como Lilit, la que, según los textos hebreos más antiguos, fuera la primera esposa de Adán: una fruta madura que rebosaba vida, sin guardarse nada.
—José de Arimatea —exclamó y se lanzó a sus brazos de forma efusiva—. Todos te hemos echado mucho de menos, pero yo te he añorado más que nadie —le comentó con gran sinceridad. Se echó hacia atrás para mirarlo, muy seria, con esos ojos grises enormes ornados de tupidas pestañas—. El Maestro y yo lo hemos comentado a menudo. Cuando tú estás, no hay discusiones, ni lamentos, ni quejas. Tú lo arreglas y haces que todo parezca sencillo.
—Me gustaría entender qué ha cambiado desde que me fui, porque no hay duda de que algo lo ha hecho —dijo José—. Antes no había discusiones.
—Seguro que él te ha dicho que nada ha cambiado —comentó Miriam, mirando al Maestro con fingida irritación—. Todo va perfecto, gracias. ¿Es eso lo que te ha dicho? Pues no, hace meses que se esconde, incluso de sus propios seguidores. Y todo para poder hacer una entrada triunfal en la ciudad durante la
Pesah,
el domingo que viene, rodeado de...
—¡No pensarás ir a Jerusalén, tal como están las cosas! —exclamó José, alarmado—. No me parece prudente. El sanedrín se negará a ungirte el próximo otoño si remueves más las cosas ahora, durante la Pascua.
El Maestro rodeó con un brazo a José y con el otro a Miriam y los atrajo hacia sí como si fueran niños.
—No puedo esperar hasta el otoño. Mi hora ha llegado —afirmó sin más. Luego, apretujó a José ligeramente y le susurró al oído—: Quédate conmigo, José.
Cuando el sol empezó a ponerse, el grupo de seguidores se marchó en paz hacia la colina y dejó tras de sí, en los jardines y huertos, una alfombra blanca formada por pétalos de flores.
Al oscurecer, Marta encendió las lámparas de arcilla en la terraza y los criados se dispusieron a preparar una cena frugal antes de retirarse hasta el día siguiente. Estaban los doce, además del joven Lázaro, pálido y lánguido, que apenas había hablado en todo el día.
También había algunas mujeres mayores y las dos hermanas. La madre del Maestro había enviado sus excusas, diciendo que sólo podía bajar de Galilea al final de la
Pesah.
Cuando este pequeño grupo se hubo sentado bajo la luz vacilante, el Maestro hubo dado las gracias y todos estaban partiendo el pan ante raciones generosas de sopa caliente, Miriam se puso en pie y recogió una bonita caja de piedra tallada que había permanecido a su lado en la mesa. Se dirigió hacia donde estaba José, cerca del Maestro y le pidió que sostuviera la caja. Después, sin decir nada más, abrió la tapa e introdujo las manos mientras los demás guardaban silencio y levantaban la vista hacia ella, que se mantenía inmóvil, como un ángel de fatalidad o de profecía, a la luz de la llama.
Cuando sacó las manos llenas, todo el entorno, terraza, viñas y jardines, quedó saturado por la nube del penetrante y voluptuoso aroma del nardo índico, un ungüento que, como José sabía muy bien, suponía un dispendio mucho mayor que si hubiera cogido un puñado de oro y rubíes.
Uno a uno, los comensales comprendieron lo que iba a suceder. Simón había apartado la comida para levantarse; Santiago y Juan Zebedeo alargaron la mano para intentar detenerla. Judas se puso en pie de un salto; pero ya era demasiado tarde.
José sostenía la caja de alabastro y observaba atónito cómo Miriam, con la cara revestida de una belleza casi beatífica bajo aquella luz, vertía el ungüento sobre la cabeza del Maestro, desde donde se deslizó por la cara y el cuello hasta las vestiduras: el rito tradicional y sagrado de ungir a un rey. Luego, se arrodilló ante el Maestro. Con un gesto, pidió la caja a José y, tras sacar las sandalias al Maestro, cogió de nuevo con ambas manos líquido por el valor de una corona real y lo vertió sobre sus pies desnudos. En un gesto de sumisión y adoración totales, reunió su espléndida cabellera sedosa y la usó como un pedazo de tela para secarle los pies.
José y los demás presenciaron esta parodia extraña y horrenda, casi una inversión sexual del ritual largo tiempo honrado de la unción, pero en este caso, realizado sin la autoridad sacerdocia o solemne, y en tierra profana. ¡Y por una mujer!