Read El círculo mágico Online

Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (7 page)

BOOK: El círculo mágico
8.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y qué pasó cuando respondiste? —preguntó Tiberio, apartando la cara del primer rayo del alba hacia las sombras, para que los marineros y los guardias que estaban cerca no pudieran interpretar sus reacciones al oír la respuesta del egipcio.

—El que me llamaba gritó: «Cuando llegues al lado opuesto de Palodes, en tierra firme, anuncia que el gran Pan ha muerto, Tammuz.»

Tiberio se puso de pie de un salto, impresionante desde su altura, y miró a Tammuz a los ojos.

—¿Pan? —le espetó—. ¿A qué Pan te refieres?

—No es ninguna de las deidades egipcias, mi señor, aquellas en cuya creencia me educaron. Y aunque ahora, como residente del gran Imperio romano, he acabado con esas ideas paganas, me temo que no domino lo suficiente mi reciente fe de adopción. Pero según tengo entendido, Pan es el hijo medio divino de un dios llamado Hermes, al que en Egipto llamamos Tot. Y por lo tanto, como es medio divino, puede que Pan tenga capacidad para morir. Espero no cometer un sacrilegio al decir esto.

«¡Capacidad para morir! —pensó Tiberio—. ¿El dios más importante en miles de años? ¿Qué clase de historia absurda es ésta?»

Con cara inexpresiva, se frotó la mandíbula como si no pasara nada extraño, volvió a sentarse y asintió para que Tammuz prosiguiera su relato, aunque empezaba a tener el presentimiento de que algo podía ir mal, muy mal.

—Los pasajeros y la tripulación estaban tan confundidos y sorprendidos como yo —siguió contando Tammuz—. Deliberamos si tenía que hacer lo que la voz me había pedido, o si debería negarme a involucrarme en esa extraña orden. Al final, tomé una decisión: si al pasar por Palodes soplaba la brisa, seguiríamos navegando y no haría nada. Pero si el mar estaba en calma, sin viento, anunciaría de viva voz lo que me habían dicho. Cuando llegamos al otro lado de Palodes, no soplaba el viento y el mar estaba en calma, así que grité: «¡El gran Pan ha muerto!»

—¿Y después? —preguntó Tiberio, dejando por un momento las sombras para mirar de nuevo directamente a los ojos del capitán.

—De inmediato se produjeron grandes exclamaciones en tierra firme —dijo Tammuz—. Muchas voces lloraban, se lamentaban y se alzaron muchos gemidos de sorpresa e incredulidad. Parecía, mi señor, como si toda la costa y el interior estuviera de luto por alguna terrible tragedia familiar. Gritaban que era el fin del mundo: que era la muerte del macho cabrío sagrado.

¡Imposible!, estuvo a punto de soltar Tiberio, mientras esos gritos imaginados en la oscuridad retumbaban en su cerebro. ¡Era una completa locura! El primer adivino había echado las primeras suertes para saber el destino de Roma en tiempos de Rómulo y Remo, que habían sido criados por los lobos, como también se había augurado. Desde entonces, nadie había insinuado ningún acontecimiento tan sombrío como aquél. Tiberio notó que tenía la piel fría y húmeda a pesar del calor del sol matinal.

¿No era esta era el amanecer del Imperio romano que, al fin y al cabo, acababa de empezar con Augusto? Todo el mundo sabía que el «dios que muere» era un dios sólo de nombre, porque en realidad los dioses no pueden morir. Se había elegido un sustituto: un nuevo «dios» que rejuveneciera y regenerara el viejo mito. Esta vez iba a ser un pastor, un campesino o un pescador, alguien pobre que llevara un carro o un arado, no uno de los dioses más antiguos y poderosos de Frigia, Grecia o Roma. La gran civilización romana, que se había nutrido de la leche de una loba, no iba a ser destruida por un rey ermitaño, viejo y sin herederos, que acababa sus días en el exilio, en una isla bautizada con nombre de macho cabrío. No. Tenía que ser una mentira, un truco de uno de sus muchos enemigos: alguien que aspiraba a conducirlo al borde de la amarga decepción jugando a comadrona en el nacimiento de una mentira, y no de un nuevo eón. Incluso el nombre del mismo capitán, Tammuz, tenía connotaciones míticas, porque era el nombre del dios más antiguo que murió, más antiguo que Orfeo, Adonis u Osiris.

El emperador se sobrepuso, indicó a la guardia que diera algunas piezas de plata al capitán por las molestias y se volvió para dar a entender que la audiencia había finalizado. Pero cuando estaban entregando el dinero a Tammuz, Tiberio añadió:

—Si había tantos pasajeros en tu barco, habrá otros testigos que puedan confirmar tu historia, ¿no es así?

—Claro que sí, mi señor —afirmó Tammuz—. Tengo muchos testigos de lo que oí y de lo que hice. —En lo más profundo de esos ojos negros insondables, a Tiberio le pareció observar una extraña luz.

»Aparte de lo que creemos saber —prosiguió Tammuz—, hay un único testigo que os podrá decir si el gran Pan era un mortal o un dios, y si está vivo o muerto. Pero ese único testigo es sólo una voz, una voz que se alza sobre las aguas...

Tiberio hizo señas con impaciencia para que se fuera y partió hacia el aislado parapeto, su prisión. Pero mientras veía cómo conducían el capitán ladera abajo hacia el puerto, llamó a su esclavo, le entregó una moneda de oro y señaló en dirección al egipcio, en el sendero. Con rapidez, el esclavo bajó por el camino y le entregó la moneda al capitán, quien miró hacia la terraza donde estaba Tiberio.

El emperador se volvió sin hacer señal alguna y entró en sus aposentos vacíos de palacio. Una vez en ellos, vertió aceite aromático en el ánfora de su altar y lo encendió en el oficio a los dioses.

Sabía que debía encontrar la voz que gritaba en plena naturaleza. Tenía que encontrarla antes de morir. De lo contrario, Roma sería destruida.

EL TESTIGO

Únicamente yo he escapado solo para expresaros..

mi pensamiento.

Oscurecido como el agua por el viento...

Siempre hay alguien

para decírselo, ¿no es cierto?...

Alguien elegido por la oportunidad de verlo,

por la casualidad de la visión,

por la coincidencia del momento,

desprevenido, inadvertido, desarmado,

sin pensar en nada... y sucede, y lo ve...

Atrapado en esa intrincada red

de haberlo presenciado, haberlo visto...

Fui Yo.

Yo solo. Únicamente yo. El momento nos envolvió con su torcida sonrisa de terrible incredulidad.

Yo solo. Únicamente yo, para contaros...

Yo que no he comprendido nada, no he conocido

nada, no me han respondido nada.

ARCHIBALD MACLEISH, J.B.

Dios siempre gana.

ARCHIBALD MACLEISH, J.B.

Snake River, Idaho: principios de la primavera, 1989

Estaba nevando. Llevaba días nevando. Parecía que no iba a dejar de nevar nunca.

Llevaba conduciendo a través de ese espesor blanco desde antes del amanecer. A medianoche me detuve en Jackpot, Nevada, el único brillo de neón en más de ciento cincuenta kilómetros de páramos rocosos en mi larga ascensión desde California, de vuelta a Idaho y al trabajo en el complejo nuclear. En Jackpot me senté en la barra, con el martilleo de las máquinas tragaperras a mis espaldas, y me comí un bistec a la plancha muy poco hecho, me tragué un vaso de whisky escocés y lo hice bajar todo con una taza de café solo: el curalotodo que mi tío Earnest me había aconsejado siempre

La hierba era de color verde eléctrico, ese verde fantástico y reluciente que sólo se encuentra en San Francisco, y sólo en esa época del año. Contra el refulgente césped, las lápidas blancas formaban hileras ondulantes a través de la colina. Los eucaliptos oscuros se alzaban sobre el cementerio, entre las filas de losas, con sus hojas plateadas cubiertas de humedad. Mientras dejábamos atrás la carretera principal y dábamos la vuelta hacia Presidio, miré a través de las ventanillas oscuras de la limusina.

Había conducido por esta carretera muchas veces cuando estuve en la zona de la bahía. Era la única ruta posible desde el Golden Gate hasta el puerto deportivo de San Francisco y pasaba directamente por el cementerio militar al que estábamos entrando. Aquel día, mirado de cerca y a cámara lenta, todo me pareció hermoso, impresionante a la vista.

—A Sam le habría encantado estar aquí —comenté. Era lo primero que decía en voz alta en todo el trayecto.

Jersey, sentada a mi lado en la limusina, replicó con cierta brusquedad:

—Hombre, al fin y al cabo, lo está, ¿no? Si no, ¿a qué viene tanto jaleo para este tipo de estrés y de aflicciones? —Después, salí al frío de la noche y me lancé de nuevo a la carretera.

Si no me hubiera detenido en Sierras cuando cayó la primera nieve, con el vano propósito de animar mi alma en pena dedicando un día al esquí, no me encontraría ahora en esta situación, surcando el hielo de la carretera en medio de la nada. Por lo menos era una nada que conocía bien, hasta el último bache desde esta pista de las Rocosas hasta la costa. La había recorrido con frecuencia debido a mi trabajo de experta en seguridad nuclear. Ariel Behn, la chica atómica. Pero el motivo de esta última excursión era un asunto que hubiera preferido evitarme.

Noté que mi cuerpo conectaba el piloto automático en ese tramo largo y monótono de autopista. Las aguas turbias de mi mente empezaron a devolverme a un lugar donde sabía que no quería ir. Los kilómetros iban cayendo, la nieve formaba remolinos, los neumáticos rodaban sobre la fina capa de hielo.

No podía olvidar la imagen veteada de aquella ladera cubierta de hierba en California, el diseño geométrico que formaban las lápidas diseminadas en ella, esas franjas tan estrechas de piedra y césped. Todo lo que separaba la vida de la muerte; todo lo que me separaba de Sam para siempre. A esa corta distancia, percibí el tufo que le desprendía el aliento.

—Mamá, ¿cuántas copas has tomado hoy? —pregunté—. Hueles a destilería.

—Cutty Sark —afirmó con una sonrisa—. En honor de la Marina.

—Por Dios santo, mamá, estamos en un entierro —me indigné.

—Soy irlandesa —señaló—. Es lo que hacemos en nuestros velatorios: bebemos las penas con alegría. En mi opinión, una tradición mucho más civilizada...

Ya empezaba a tener dificultades con las palabras largas. En mi interior, sentía una enorme vergüenza y esperaba que no intentara pronunciar parte del panegírico que el ejército iba a recitar al lado de la tumba. Me lo esperaba todo de ella, sobre todo en ese estado de embriaguez incipiente. Además, Augustus y Grace, mis almidonados padre y madrastra, que lo ven todo con malos ojos, iban en el coche de atrás.

Las limusinas atravesaron las verjas de hierro del cementerio de Presidio y pasaron el edificio de largo. No habría ceremonia en el interior y el ataúd ya había sido sellado por causas que obedecían, según nos habían dicho, a la seguridad nacional. Además, también nos habían dicho, de forma algo más discreta, que podría costarnos mucho reconocer a Sam. Las familias de las víctimas de bombas solían agradecer que les ahorraran el intento.

El cortejo recorrió la avenida Lincoln y siguió por el camino bordeado por eucaliptos en el extremo más alejado del cementerio. Ya había varios coches aparcados, todos con la matrícula blanca del Gobierno de Estados Unidos. Sobre el pequeño montículo había una tumba abierta, recién cavada, y un grupo de hombres de pie, a su alrededor. Uno de ellos era un capellán del ejército y otro, que lucía una trenza muy tupida y larga tenía todo el aspecto de ser el chamán que yo había pedido. Sam lo habría querido así.

Nuestras tres limusinas aparcaron delante de los automóviles del Gobierno: Jersey y yo en el coche de los familiares, Augustus y Grace detrás de nosotros y Sam en la limusina negra de delante. En un ataúd forrado de plomo. Todos salimos y empezamos a subir la colina mientras bajaban a Sam del coche fúnebre. Augustus y Grace se mantenían algo apartados, en silencio, lo que agradecí sinceramente, porque así no notarían el aliento de Jersey. A no ser que alguien encendiera una cerilla cerca de ella.

Un hombre con gafas oscuras y gabardina se separó del grupo de individuos del Gobierno y fue a decir algunas palabras a los otros dos miembros de la familia. Luego, se acercó a Jersey y a mí.

De golpe me di cuenta de que no íbamos vestidas para un entierro. Yo llevaba el único vestido negro que tenía, uno con hibiscus púrpuras y amarillos por todas partes. Jersey vestía un elegante traje de chaqueta francés, de ese especial tono azul frío, que tan característico de ella había sido en escena porque armonizaba con el color de sus ojos. Esperaba que nadie notara nuestro lapsus de protocolo.

—Señora Behn. —El hombre se dirigió a Jersey—. Espero que no le importe esperar unos minutos más. Al presidente le gustaría asistir al funeral.

Como es de suponer, no quería decir el presidente, sino un anterior presidente: el que Jersey llamaba «el productor de cacahuetes», para el que había actuado cuando ocupaba la Casa Blanca.

—¡Qué va! —respondió Jersey—. No me importa esperar si Sam no tiene niguna objeción.

Entonces se rió y me llegó otra bocanada. Aunque no podía verle los ojos tras las gafas, observé que el hombre apretaba los labios. Lo miré en silencio sepulcral.

El helicóptero llegaba del otro lado de la carretera y se dispuso a aterrizar en la zona de Crissy Field, al lado de la bahía. Dos coches oscuros habían salido a su encuentro para recoger a nuestro ilustre invitado.

—Señora Behn —prosiguió
sotto voce
el hombre de la mirada oculta, como en una película de espías—. Tengo instrucciones para anunciarle que el presidente, en nombre de nuestra Administración actual, ha efectuado los cambios oportunos en su agenda de esta mañana. Aunque su hijo, como asesor civil, no pertenecía de forma estricta al ejército, su muerte se produjo mientras realizaba un servicio, o más bien mientras operaba en su calidad de asesor para el ejército, debería decir. Por lo tanto, nuestro Gobierno quiere rendirle los honores adecuados. Se celebrarán unas breves exequias, intervendrá la banda militar y por último se lanzarán diecisiete salvas en homenaje al difunto. Después de eso, el presidente le hará entrega de la Medalla por Servicios Distinguidos.

—¿Y qué? —soltó Jersey—. Yo no soy quien la palmó, corazón.

La ceremonia no transcurrió del todo como estaba previsto.

Una vez finalizada, Augustus y Grace se retiraron a su suite en el Mark Hopkins, en Nob Hill, y dejaron el recado de que «me esperaban» para cenar. Puesto que tan sólo era la hora de comer, llevé a Jersey al Buena Vista para que se bebiera su almuerzo. Conseguimos una mesa junto a las ventanas de la parte delantera, con vistas a los embarcaderos de la bahía.

BOOK: El círculo mágico
8.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Stonemason by Cormac McCarthy
The Guardian's Bond by C.A. Salo
Cat on the Fence by Tatiana Caldwell
Within This Frame by Zart, Lindy
Requiem For a Glass Heart by David Lindsey
Take One With You by Oak Anderson