Authors: Katherine Neville
—Ariel, bonita, siento mucho lo que pasó —dijo Jersey mientras se bebía el primer vaso de whisky como si fuera leche.
—Sentirlo no sirve de nada —afirmé, repitiendo lo que ella siempre me decía cuando yo era una niña y me portaba mal—. Voy a cenar con Augustus y Grace esta noche. ¿Qué les voy a decir?
—Que se vayan a la mierda —soltó Jersey mientras me miraba con sus famosos ojos azules, sorprendentemente claros dados sus recientes hábitos alimenticios—. Diles que los disparos me sobresaltaron. Que esos condenados disparos al oído me sobresaltaron.
—Sabías que iban a lanzar diecisiete salvas de honor —le indiqué—. Oí que el agente de seguridad te lo contaba. Estabas borracha como una cuba, por eso te caíste dentro de la tumba. ¡Dios mío, delante de toda esa gente!
Jersey levantó la vista con una expresión de orgullo herido y yo le devolví la mirada.
Pero de inmediato sentí unos deseos incontrolables y no pude reprimirme. Me puse a reír. Al principio, la cara de Jersey adoptó una expresión de sorpresa y luego también empezó a desternillarse. Nos reímos tanto que hasta se nos saltaban las lágrimas. Nos reímos hasta que nos quedamos sin aliento. Nos ahogábamos de risa y nos sujetábamos los costados al pensar en mi madre tumbada de bruces, en un agujero de casi dos metros de profundidad, antes de que hubieran podido siquiera bajar el ataúd.
—Delante del productor de cacahuetes y todo —casi gritó Jersey, y eso nos provocó otro ataque de hilaridad.
—Delante de Augustus y Grace —balbuceé entre sollozos histéricos.
Nos costó mucho rato calmarnos, pero al final las carcajadas quedaron reducidas a gemidos y risitas. Me sequé las lágrimas con la servilleta y me eché para atrás con un suspiro, sujetándome el estómago, que me dolía de tanto reír.
—Me hubiera gustado que Sam te hubiera visto —le comenté, pellizcándole el brazo—. Fue de lo más surrealista, el tipo de cosas que le divertía. Se habría muerto de risa.
—Igualmente estaba muerto —dijo Jersey. Y pidió otra copa.
A las siete llegué al Mark en la limusina que Augustus me había enviado. Siempre que visitaba cualquier ciudad alquilaba un coche para no tener que rebajarse a parar un taxi. Mi padre mantenía las apariencias. Le pedí al conductor que me recogiera a las diez y me llevara de nuevo a la pequeña pensión victoriana donde me alojaba, al otro lado del puente. Sabía por experiencia que con tres horas en compañía de Augustus y Grace tendría más que suficiente.
La suite que ocupaban en el ático era enorme y estaba llena de las decoraciones florales que Grace necesitaba en cualquier parte. Cuando llamé, Augustus abrió la puerta y me miró con severidad. Mi padre estaba siempre elegante, con sus cabellos plateados y la tez morena. Llevaba una chaqueta negra de cachemir y pantalones grises, y tenía todo el aspecto del señor feudal que había estado ensayando durante toda su vida.
—Llegas tarde —comentó mientras echaba un vistazo a su reloj de oro—. Tenías que haber venido a las seis y media para que pudiéramos hablar en privado antes de la cena.
—Con la reunión familiar de esta mañana ya he tenido bastante —le dije.
Al instante me arrepentí de haber aludido a los anteriores acontecimientos del día.
Eso es otra cosa de la que quería hablarte: tu madre —afirmó Augusto—. ¿ Quieres tomar algo, primero?
He comido con Jersey —comenté—. No estoy segura de querer tomar nada que no sea agua.
Fuera donde fuera, Augustus disponía de un bar bien surtido, a pesar de que bebía poco. Quizá fue eso lo que falló cuando mi madre y él se casaron.
—Te prepararé soda con algo de vino; eso es suave —dijo y, tras agregar la soda al vino, me alargó el vaso.
—¿Donde está Grace? —pregunté, tomando un sorbo mientras él se preparaba un whisky ligero.
—Está acostada. La trastornó mucho la pequeña debacle que organizó tu madre esta mañana. ¿Cómo voy a culparla? Fue imperdonable. —Augustus siempre se refería a Jersey como a «tu madre», a pesar de que yo era responsable de su existencia mucho más que a la inversa.
—De hecho —le dije—, me pareció que su exhibición aportó la nota de brillantez que requería este morboso asunto. Me refiero a que no acabo de entender lo de la banda de música, las salvas y la medalla, todo porque alguien, mientras prestaba un servicio al Gobierno de Estados Unidos, salió volando en pedacitos como un rompecabezas desmembrado.
—No cambies de tema, jovencita —me reprendió mi padre con su tono de voz más autoritario—. El comportamiento de tu madre fue espantoso. Deplorable. Tuvimos suerte de que no dejaran venir a la prensa.
Augustus no usaba nunca palabras del tipo «indignante» o «humillante»; eran demasiado subjetivas e implicaban emociones personales. A él sólo le interesaba lo objetivo, lo remoto, cuestiones como las apariencias y la reputación. No los sentimientos, que eran ambiguos e imposibles de cuantificar.
En ese sentido, me parecía mucho más a él de lo que me gustaba admitir. Aun así, no podía soportar que le preocupara más el comportamiento de mi madre en un acto social que la brutal muerte de Sam.
—¿Crees que la gente grita cuando muere de esa forma? —pregunté en voz alta.
Augustus giró sobre sus talones, de modo que no pude verle la cara. Se dirigió a la puerta de la habitación.
—Despertaré a Grace —me informó por encima del hombro—, para que se prepare para cenar.
—No entiendo cómo podemos hablar —comentó Grace, con los ojos hinchados y llenos de lágrimas. Se apartó un par de cabellos rubios de la frente con el dorso de la muñeca—. No entiendo cómo podemos comer. Es del todo increíble pensar que podemos estar sentados en un restaurante, intentando comportarnos como seres humanos.
Hasta ese instante no se me había ocurrido que alguien como Grace hubiera imaginado nunca el concepto de intentar comportarse como un ser humano. Las cosas empezaban a mejorar.
Eché un vistazo a las paredes del restaurante, que estaban formadas por entramados cubiertos de parras pintadas. Estaban salpicadas con unas cuantas lagartijas rojas dibujadas, que parecían estar disfrutando de un sol invisible. Los grupos de mesas estaban separados por grandes macetas de crisantemos frescos, flores que en los cementerios italianos se ofrecen como tributo a los muertos.
Había empezado y acabado el día en un cementerio. Esa misma tarde, había buscado la palabra en una librería. Del griego
koimeterion,
habitación para dormir;
koiman,
adormecer, y del latín
cunae,
cuna. Era agradable pensar que Sam, dondequiera que se hallase, estaría como mecido en sueños.
—¡Era tan joven! —dijo Grace entre sollozos mientras tomaba otro mordisco de
steak tartar.
Se puso bien el brazalete de diamantes y añadió la coletilla—: ¿Verdad?
El caso era que Grace no había visto a Sam en toda su vida. Hacía casi veinticinco años que mis padres se habían divorciado y Augustus se había casado con Grace hacía más de quince. Entre medio, había gran cantidad de agua pasada, incluido el hecho de que Sam se convirtiera en mi hermano sin ser hijo de mi madre ni mi padre. En mi familia, las relaciones son bastante complicadas.
Pero no tuve tiempo para pensar en ello, porque Grace había cambiado a su tema favorito: el dinero. Cuando empezó a hablar de este asunto, se le secaron las lágrimas como por arte de ensalmo y sus ojos adquirieron un brillo luminoso.
—Esta tarde hemos llamado a los abogados, desde la suite —me informó, presa de repente de un entusiasmo exultante—. Como sabes, mañana se procederá a la lectura del testamento y me parece que deberíamos decirte que tenemos buenas noticias. Aunque, como es lógico, no quieren dar los detalles, parece que eres la principal heredera.
—¡Uy, qué bien! —exclamé—. Sam no lleva muerto ni una semana y ya he obtenido beneficios. ¿Conseguiste sacarles lo rica que seré exactamente? ¿Me puedo retirar del trabajo ya, o se va a quedar Hacienda con la mayor parte?
—Sabes muy bien que Grace no quería decir eso —dijo Augustus, que estaba dibujando formas en su
créme de volaille,
mientras yo me peleaba con las alcaparras que acompañaban el salmón. Rodaban por el plato y se escapaban del tenedor—. Grace y yo sólo estamos preocupados por tu propio interés —prosiguió—. No conocía a Sam, no lo conocía bien, como mínimo, pero estoy seguro de que te quería mucho. Al fin y al cabo crecisteis como si fuerais hermanos, ¿no? Además, al ser el único heredero de Earnest, supongo que Sam gozaba de cierta comodidad financiera.
Mi difunto tío Earnest, que se había dedicado a los negocios de minería y minerales, era el hermano mayor de mi padre y tan rico como Midas. Además, al morir había dejado toda su fortuna íntegra, porque el hecho de gastar dinero carecía de interés para él. Sam era su único hijo.
Cuando mis padres se divorciaron yo era aún muy pequeña. Mi madre me llevó con ella durante varios años por todas las capitales del mundo. La recibían bien en esos lugares porque mucho antes de casarse con mi padre había sido una cantante famosa, por cuyo motivo conoció al productor de cacahuetes y a otras personalidades. Los varones de la familia Behn siempre habían tenido mujeres vistosas. Pero, al igual que mi padre, solían tener problemas para convivir con ellas.
Jersey bebía desde hacía años, pero todo el mundo esperaba que las cantantes de ópera hicieran correr el champán como si fuera agua. No fue hasta que Augustus anunció su compromiso con Grace, un clon de Jersey cuando tenía su edad pero veinte años menor, que la botella salió del armario de Jersey. Mi madre viajó a Idaho para consultar diversas cuestiones financieras con mi tío Earnest, viudo y medio ermitaño (mi padre había invertido todos los ingresos de la anterior carrera musical de su esposa a su favor, una traición más del varón Behn) y, ante la sorpresa de todos, Jersey y Earnest se enamoraron.
Y yo, una niña que había crecido como Eloise en el Plaza, comiendo
paté de foie gras
antes de saber decir su nombre, me encontré de golpe en ese lugar en medio de la nada que ahora, casi veinte años más tarde, llamo hogar.
Así que la pregunta de mi padre, que parecía vaga, iba dirigida en cambio directa y al grano. Mi madre, casada con dos hermanos consecutivos, había dejado de beber en vida de Earnest. Sin embargo, como la conocía bien, Earnest había dejado toda su fortuna a Sam, con la condición de que cuidara de ella y de mí «como estimara más oportuno». Y ahora, el propio Sam estaba muerto. Lo más seguro era que su muerte me hubiera convertido en multimillonaria.
Tío Earnest había muerto hacía siete años, mientras yo estaba en la universidad, y ninguno de nosotros había visto a Sam desde entonces. Había desaparecido. Jersey y yo recibíamos un cheque todos los meses. Ella se bebía el suyo y yo ponía el mío en una cuenta y lo dejaba ahí. Mientras tanto, hice algo radical, algo que las mujeres de la familia Behn no habían hecho jamás: encontré empleo.
La primera semana que empezaba a trabajar como controladora de seguridad nuclear, tuve noticias de Sam. Me llamó a la oficina, aunque sólo Dios sabe cómo averiguó dónde estaba.
—Hola, listilla —dijo. Era como más le gustaba llamarme, ya desde pequeños—. Has roto una tradición familiar: ¿nada de notas altas ni patadas en el coro de baile?
—La vida encima del escenario no es siempre lo que una chica imagina —cité de mi amplio y no solicitado repertorio musical. Pero cómo me alegraba oír su voz—. ¿Dónde te habías metido todos estos años, hermano de sangre? Supongo que no necesitas trabajar para ganarte la vida ahora que eres el benefactor de la familia a jornada completa. Gracias por los cheques.
—De hecho —me corrigió Sam—, trabajo para varios gobiernos que debo mantener en secreto. Les rindo un servicio que nadie más puede ofrecer, con la posible excepción de aquellos a quienes he entrenado personalmente: un grupo de una persona. ¿Qué, te animarás algún día a embarcarte en una empresa conjunta?
Esa críptica insinuación de oferta de trabajo fue lo último que oí de Sam hasta que recibí la llamada del albacea testamentario.
Noté que los neumáticos empezaban a derrapar en la nieve. Todo el coche patinaba y empujaba con fuerza hacia fuera de la carretera.
La adrenalina me fluía veloz al cerebro mientras me abalanzaba sobre el volante y lo sujetaba con fuerza. Me apoyé con todo mi peso y tiré de esas impresionantes toneladas de metal desde el hombro. Pero entonces, salí disparada en dirección contraria, sin ningún control.
¡No podía salirme de la carretera! Sólo había nieve y más nieve. Estaba tan oscuro y la nieve acumulada era tanta que no podía ver lo que había en la cuneta, puede que un precipicio. Oía gritar en mi interior, como desde el fondo de un pozo: «¡Idiota, idiota!», mientras me esforzaba por recordar cuándo había visto las últimas luces en el abismo que me rodeaba. ¿Cien kilómetros atrás? ¿Ciento cincuenta?
Mientras me pasaban por la cabeza estos aterrados pensamientos pude aún, con esa capacidad dual de proceso que poseemos, organizar músculos y secreciones para intentar ganar de nuevo el control del coche. Lo dirigí de un lado a otro como un yoyó, para evitar que hiciera un trompo e intentando sentir debajo de mí, como si llevara puestos unos esquís, que los neumáticos se deslizaban por la nieve, que había formado una superficie resbaladiza y encerada sobre una capa más profunda y letal de hielo duro como el diamante.
Pareció pasar una eternidad hasta que noté que estaba ganando el combate, y el ritmo de las toneladas de metal empezó a desplazarse hacia el centro de equilibrio. Temblaba como una hoja mientras reducía la velocidad a cincuenta, a cuarenta. Respiré profundamente y aceleré de nuevo, ya que sabía como buena chica de montaña que cuando la nieve cae de ese modo nunca hay que detenerse del todo, de lo contrario es posible que no se consiga reanudar la marcha.
Avancé pues por la noche oscura y vacía, recé un par de oraciones de gracias, sacudí la cabeza, me di unas fuertes palmadas en la cara para volver a la realidad y bajé la ventanilla para dejar que la tormenta entrara y recorriera el coche por dentro. Los copos de nieve me cortaban la piel; tomé una bocanada de aire glacial y lo mantuve en los pulmones un minuto. Me froté los ojos irritados con los guantes, me arranqué la gorra de lana que llevaba puesta y sacudí los cabellos en el aire arremolinado que circulaba en el interior del coche y que levantaba trochos de papel a su paso. Cuando subí de nuevo la ventanilla, había vuelto a la realidad, mucho más serena. ¿Qué demonios me estaba pasando?