Authors: Katherine Neville
Judas, el primero en hablar, expresó una versión suave de lo que sentían todos: por encima de cualquier otra consideración, estaba lo terrible de despilfarrar con tanta prodigalidad una fortuna en un ungüento tan caro.
—¡Podríamos haber vendido ese ungüento para ayudar a los pobres! —exclamó, pálido de ira.
José se volvió hacia el Maestro, intentando entender la situación.
A la luz de la llama, los ojos del Maestro tenían un brillo verde oscuro. Miraba a Miriam, arrodillada en el suelo, al lado de la rodilla de José. La miraba como si no fuera a tener nunca más ocasión de verla, como si quisiera grabarse sus rasgos en la memoria.
—¿Por qué te preocupan tanto los pobres, Judas? —preguntó el Maestro, sin apartar los ojos de Miriam—. Los pobres siempre estarán con vosotros, pero yo no.
De nuevo, José notó ese horrible escalofrío. Se sentía impotente sentado al lado del Maestro, sosteniendo inutilmente la caja de ungüento. Pero como si leyera sus pensamientos, el Maestro se dirigió hacia él.
—Más tarde Miriam te explicará lo que necesitas saber —le dijo con voz grave, casi sin mover los labios—. Pero por el momento, quiero que me consigas un animal para dirigirme a Jerusalén el domingo.
—Te lo ruego, no prosigas con este plan descabellado —murmuró José en tono de súplica—. Es peligroso. No sólo eso, sino que constituye un verdadero pecado: profanas las profecías. Aunque quiero a Miriam, tengo que señalar que ningún rey de Judea ha sido ungido en tierra profana, ni de manos de una mujer.
—No he venido para ser rey de Judea, mi querido José. Mi reino es otro y, como ya has visto, el método de unción también lo es. Pero te tengo que pedir otra cosa, amigo mío. Cuando sea la hora de la cena pascual, muchos me estarán buscando. Es peligroso revelar dónde nos reuniremos para comer esa noche. Debes ir al templo y reunir a los demás. Una vez allí, cerca de la plaza del mercado, verás a un hombre que llevará un cántaro de agua. Sigúelo.
—¿Son ésas tus únicas instrucciones? ¿Que vayamos a un sitio y sigamos a un desconocido? —preguntó José.
—Sigue al hombre del cántaro —repitió el Maestro— y todo saldrá como está previsto.
SÁBADO
Sucedió después de medianoche. Caifás nunca había de olvidar el momento en que lo despertaron, la llamada a la puerta de su habitación, cómo se levantó de la cama preguntándose qué hora sería, la sensación que lo asaltó entonces, algo de lo que había oído hablar pero que nunca había experimentado antes: ¡se le erizó el vello de la nuca! Sabía que iba a suceder algo peligroso e inquietante. Sabía, sin ser capaz de nombrarlo, que sería lo que tanto tiempo llevaba esperando.
La policía del templo, que custodiaba el palacio del sumo sacerdote, así como su persona, estaba fuera de su habitación y le comunicó que había llegado un hombre que preguntaba por él a las puertas de palacio, ahí, en un barrio vigilado de la ciudad, y entonces, en plena noche, horas después del toque de queda romano. Era un hombre misteriosamente atractivo, le dijeron, con el rostro curtido y de aspecto fuerte. No quería hablar con nadie que no fuera Caifas, el sumo sacerdote, acerca de un asunto muy privado y de la máxima urgencia.
No tenía credenciales, ni cita previa, ni explicación para su visita, y la policía del templo sabía que era su deber detenerlo e interrogarlo o echarlo. Sin embargo, sin saber por qué, no se decidían a tomar ninguna de las dos medidas.
Caifas sabía en lo más profundo de su alma que no necesitaba preguntar nada más. Del modo en que un traidor entiende a otro, José Caifas comprendió que siempre había conocido a este hombre, quizás a lo largo de toda la eternidad.
Su sirviente lo envolvió en una lujosa bata verde y, seguido por la guardia del templo, recorrió los pasillos de piedra en silencio hacia la cámara donde el desconocido lo esperaba. Caifas sabía en sus pensamientos íntimos que era el momento del destino. Sabía que su hora había llegado.
Pero luego, cuando los romanos y el sanedrín le preguntaron (le interrogaron, de hecho) sobre esa noche, curiosamente eso era todo lo que recordaba: cómo se había despertado en mitad de la noche, el trayecto por el pasillo interminable y esa sensación de destino personal que, por descontado, nunca mencionó porque eso no le incumbía a nadie más que a él. El desconocido, el encuentro, eran un recuerdo confuso para Caifas, como si la bebida le hubiera nublado el cerebro.
Al fin y al cabo, ¿por qué debería recordarlo, si sólo se habían visto un momento, esa única noche? La policía se encargó del resto: le pagaron treinta piezas de plata por el trabajo. ¿Cómo podían pretender que Caifas recordara su nombre después de tanto tiempo?Alguien de Queriyyot, creía recordar, pero tampoco estaba del todo seguro. Desde una perspectiva más amplia, pensaba Caifas, en el gran tapiz que formaba la historia, ¿qué importancia tenía? Sólo el momento era importante.
Al cabo de dos mil años, sus nombres serían como partículas de polvo que cruzan una vasta llanura. Al cabo de dos mil años, nadie recordaría el menor detalle de ese suceso.
DOMINGO
Tiberio Claudio Nerón César veía en la oscuridad.
Ahora, de pie en el parapeto, en una noche sin luna ni estrellas, veía con toda claridad las líneas y venas de sus fuertes manos, que reposaban en el muro del parapeto. Sus ojos grandes y oscuros contemplaban el mar; distinguía las crestas blancas de las olas hasta la bahía de Ñapóles, donde la costa permanecía en la más impenetrable oscuridad.
Había gozado de este don desde niño, lo que le había permitido ayudar a su madre a escapar a través de prados y montañas, en medio de un violento incendio forestal que ardía tan cerca que le chamuscó la cabellera, cuando las tropas de Cayo Octavio la perseguían e intentaban capturarla para que Octavio pudiera seducirla. Luego, Octavio se convirtió en Augusto, el primer emperador de Roma. Así que la madre de Tiberio se divorció de su padre, un
quaestor
que había sido comandante en la flota triunfante de Julio César en Alejandría, para convertirse en la primera emperatriz de Roma.
Así era Livia, una mujer notable, considerada como un tesoro por casi todo el Imperio. Gran propiciadora de la
pax
romana
y honrada por las vírgenes vestales, Herodes Antipas construyó una ciudad con su nombre en Galilea y se había propuesto varias veces que recibiera la condición de inmortal, al igual que se había decretado para Augusto.
Pero Livia, por fin, había muerto. Y gracias a ella Tiberio era emperador, dado que, para que las ambiciones de su hijo prosperaran, había envenenado a todos los herederos legítimos que se interponían entre él y el trono. Incluido, según decían los rumores, el divino Augusto. O quizá debería decirse para que prosperaran sus propias ambiciones, que eran muchas. Tiberio se preguntaba si Livia, dondequiera que estuviese en ese momento, también era capaz de ver en la oscuridad.
Recordaba la vez que estuvo en ese mismo sitio hacía sólo un año, casi toda la noche, esperando a que encendieran las fogatas que había preparado en el Vesubio, en la península, en cuanto se tuviera la certeza en Roma de que Sejano había muerto.
Se sonrió. Era una sonrisa amarga, preñada de un odio profundo e infinito por el que pretendía ser su mejor y único amigo. El que al final lo había traicionado como todos los demás.
Parecía que habían transcurrido mil años desde que Tiberio estuvo en ese otro parapeto de su primer exilio, impuesto por él mismo en Rodas, adonde se dirigió huyendo de la furcia de su esposa, Julia, la hija de Augusto, por la que se había visto obligado a divorciarse de su amada Vipsania. La semana en que Augusto desterró a Julia y escribió para pedir a su yerno que regresara a Roma, se produjo un augurio: un águila, un ave que no se había visto nunca en Rodas, se posó en el tejado de su casa. A partir de ello, el astrólogo Trasilo predijo correctamente que Tiberio sucedería a Augusto en el trono.
Tiberio creía que el destino gobernaba el mundo y que podía conocerse por medio de la astrología, los augurios o los métodos tradicionales de adivinación, la lectura de huesos o de entrañas. Según él, como el destino estaba fijado de antemano, resultaban en vano las súplicas a los dioses, su aplacamiento con sacrificios o la costosa construcción de templos y monumentos públicos.
Tampoco servían de nada los médicos. A la edad de setenta y cuatro años, sin haber recibido tratamiento ni medicina alguna desde los treinta, Tiberio se mantenía fuerte como un toro, bien proporcionado y atractivo, con la piel propia de un joven atleta. Podía atravesar una manzana recién cogida y crujiente con cualquier dedo de ambas manos. Y se afirmaba que en sus días de campañas militares en Germania había llegado a matar de esa forma. Sin duda, había sido un soldado extraordinario y un hombre de Estado por excelencia, al menos al principio.
Pero esos días quedaban atrás. Los augurios habían cambiado, y no a su favor. Nunca podría volver a Roma. Tan sólo un año antes del asunto de Sejano, Tiberio había intentado remontar las aguas del Tíber, pero su mascota, una pequeña serpiente llamada Claudia, que llevaba en el regazo y alimentaba de su propia mano, había aparecido una mañana en cubierta, medio comida por las hormigas. Y los augurios dijeron: «Cuidado con el populacho.»
Ahora, noche tras noche, estaba de pie en este elevado acantilado de su palacio, en una roca enorme cuya historia yacía sepultada en la antigüedad y el misterio. Se llamaba Capri: el macho cabrío. Algunos pensaban que se llamaba así en honor de Pan, mitad hombre, mitad macho cabrío, engendrado en una ninfa de las aguas por el dios Hermes. Otros pensaban que recibía ese nombre por la constelación de Capricornio, un macho cabrío que surge del mar como un pez. Y otros sin duda dirían que el nombre de la isla se debía a un emperador más parecido a un macho cabrío en celo que, dominado por la depravación sexual, escondía allí concubinas infantiles. No le importaba lo que dijeran. Las estrellas que guiaban su destino seguían siendo las mismas de su nacimiento. Eso no podía cambiar.
Aunque Tiberio había sido abogado, soldado, hombre de Estado y emperador, en el fondo era, como su sobrino Claudio, un enamorado de la historia. En el caso de Tiberio, le interesaba sobre todo la historia de los dioses, que en esos tiempos era considerada un mito por la mayoría. Y lo que más le gustaba era los relatos de los griegos.
Y ahora, tras todos esos años de exilio en este montón de piedras, años en que no había oído casi nada más que tragedias y traiciones en los asuntos cotidianos del mundo exterior; de repente, había aparecido un nuevo mito en un extremo lejano del Imperio Romano. Sabía que no era una historia nueva. Más bien se trataba de una historia de gran antigüedad; quizá del mito más antiguo del mundo, presente en todas las civilizaciones desde los inicios de la historia escrita. Era el mito de un «dios que muere», un dios que hace el máximo sacrificio: convertirse en mortal. Un dios que, por medio de la rendición de su propia vida como ser mortal, provoca la destrucción de un viejo orden y su renacimiento como un nuevo orden mundial, un nuevo eón.
Mientras oía el fragor de las olas del mar al romper contra las rocas, Tiberio observó la silueta brillante del Vesubio, de donde no había salido ni quemado lava desde tiempos inmemoriales, porque según decían sólo entraba en erupción una vez al final de cada eón.
¿Pero no estaban entrando ahora en una nueva era? ¿No era éste el nuevo eón que los astrólogos estaban esperando? Tiberio se preguntaba si viviría lo suficiente para ver cómo se desataba la fuerza del dios volcán desde las entrañas de la tierra, al cabo de poco tiempo, la única vez que sucedería entre dos eones de dos milenios cada uno: sólo una vez en un período de cuatro mil años.
En ese instante, cerca del rompiente, vio un remo, seguramente del barco que estaba esperando. Había estado observando durante media noche y ahora que veía cómo se acercaba en la tenue oscuridad que anunciaba el alba, se aferró con fuerza al muro situado ante él. Era el barco que le traía al testigo. El testigo que había presenciado la muerte del dios.
Era alto, esbelto, de tez aceitunada y ojos castaños; el cabello, negro como ala de cuervo, le colgaba lustroso y liso hasta los hombros. Llevaba una túnica de lino blanco, envuelta una vez y sujeta de forma holgada con un cinturón de cuerda, y las ajorcas de bronce tradicionales de la gente del sur. Ante él, al otro extremo de la terraza, Tiberio estaba sentado en su trono de mármol, sobre una tarima elevada de mármol por encima del mar. Tras él formaban la guardia imperial y el capitán del barco que lo había traído por mar. Cuando cruzó la terraza y dobló la rodilla ante Tiberio, resultó obvio que estaba asustado pero que era un hombre con orgullo.
—Te llamas Tammuz y eres egipcio —dijo el emperador, al tiempo que le pedía que se levantara—. Sin embargo, dicen que eres capitán de un barco mercante que comercia entre Judea y Roma. —Al ver que el testigo guardaba silencio, Tiberio añadió—: Puedes hablar.
—Es tal como su excelencia, su alteza imperial afirma —respondió Tammuz—. Mi patrón es propietario de una flota de veleros mercantes. Yo gobierno uno de los barcos, que lleva carga y también muchos pasajeros.
—Dime lo que viste con tus propias palabras. Tómate el tiempo que necesites.
—Fue una noche, tarde, después de cenar —contó Tammuz, el egipcio—. Nadie dormía; muchos de los pasajeros hablaban en cubierta y se terminaban el vino de después de la cena. Estábamos en la costa de la Grecia romana, cerca de las islas Equínadas. El viento había amainado y el barco se movía impulsado por la corriente cerca de la costa boscosa de la doble isla de Paxos, la de silueta de camello. Entonces, una voz profunda flotó sobre las aguas, la voz de Paxos, que pronunciaba mi nombre.
—El nombre de Tammuz —murmuró el emperador, como si recordara alguna melodía medio olvidada.
—Sí, mi señor —contestó Tammuz—. Al principio, no lo oí porque estaba ocupado gobernando el barco y no me di cuenta de inmediato de que me llamaba a mí. Pero la segunda vez me sorprendí, porque en aquella pequeña isla griega no me conoce nadie ni tampoco los pasajeros del barco sabían mi nombre. La tercera vez que oí la llamada, los pasajeros se miraron entre sí, porque nuestro barco era el único en esa parte del oscuro mar. Así pues, tras la tercera invocación, me serené y respondí a la voz oculta que me requería a través de las aguas.