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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (3 page)

BOOK: El círculo mágico
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En la húmeda oscuridad previa al amanecer, observó el movimiento de las acacias bajo la brisa matinal. Cada primavera, estos árboles, con las ramas cargadas de flores, inundaban Jerusalén de un mar de oro. Surgían en huecos y arcos, y parecían penetrar todos los poros de esta ciudad laberíntica. Incluso ahora, en su ascenso a la colina por los sinuosos callejones, José percibía su fragancia oscura, como incienso difundido con un incensario, que impregnaba las umbrías grietas de la ciudad dormida y se arremolinaba en charcos a los pies del monte Sión.

Acacia: el árbol sagrado.

—Dejad que me construyan un santuario, para que pueda habitar entre ellos —recitó José en voz alta.

De repente, vio ante él a Nicodemo, alto e imponente, y se dio cuenta de que ya había llegado a la entrada del parque que rodeaba su palacio. Un criado cerró la verja tras él mientras Nicodemo, con los cabellos sueltos sobre los anchos hombros, abría los brazos hacia su amigo. José le devolvió con efusión el abrazo de bienvenida.

—Cuando era pequeño, en Arimatea —recordó José, mientras observaba el mar de ramas doradas—, a lo largo del río había hileras de
chittah,
que los romanos llaman «acacia» por sus espinas afiladas, el árbol con el que Yahvé nos ordenó construir su primer tabernáculo, los entramados y el altar, el sagrado de los sagrados, incluso el arca de la alianza. Para los gálatas y los griegos es igual de sagrada que para nosotros. La llaman «ramas doradas».

—Has estado demasiado tiempo entre paganos, amigo mío —comentó Nicodemo, sacudiendo la cabeza—. Incluso tu aspecto es casi una blasfemia a los ojos de Dios.

Era difícil de negar, pensó José con arrepentimiento. Con la toga corta y las sandalias de lazo alto, las extremidades musculosas y morenas, la cara afeitada, la tez agrietada y curtida por el aire de mar como la de un pagano y los cabellos sin cortar, como estaba prescrito, pero retirados hacia la nuca como un escandinavo, debía de parecer mucho más un celta hiperbóreo que lo que era en realidad: un distinguido y respetado mercader judío y, como Nicodemo, miembro del consejo de «los setenta», el nombre con que se designaba al sanedrín.

—Desde que el Maestro era un niño, le has animado a seguir estas tendencias extranjeras que sólo pueden llevar a la destrucción —indicó Nicodemo, mientras empezaban a descender la colina—. A pesar de eso, estas últimas semanas he rezado para que llegaras antes de que fuera demasiado tarde. Porque quizá seas el único que pueda remediar el daño que se ha causado este pasado año en tu ausencia.

Era cierto que José había educado al joven Maestro como si fuera su propio hijo desde que murió el padre del chico, un carpintero llamado José. Lo había llevado con él en muchos viajes al extranjero para que aprendiera la sabiduría ancestral de diversas culturas. A pesar de su papel de padre, José de Arimatea, que había ya cumplido los cuarenta años —la edad mínima para formar parte del sanedrín—, era sólo siete años mayor que su hijo adoptivo, en quien no podía dejar de pensar como el Maestro. No un simple
rabhi,
un maestro o profesor, sino el gran líder espiritual en que se había convertido. Aun así, el comentario de Nicodemo le resultaba oscuro.

—¿Algo que yo pueda remediar? He venido en cuanto he podido al recibir tu nota —le aseguró José, sin mencionar los riesgos que habían corrido su fortuna y su propia vida—. Pero he supuesto una crisis política, una emergencia, algún incidente imprevisto que había modificado nuestro plan.

Nicodemo se detuvo y observó a José con esos ojos oscuros y tristes que parecían leer los pensamientos más profundos, aunque aquel día estaban teñidos de rojo por el agotamiento, quizá por el llanto. De repente José se dio cuenta de hasta qué punto había envejecido su amigo durante aquel año de ausencia. Apoyó las manos en los hombros de Nicodemo y esperó, serio, sintiendo de nuevo ese escalofrío a pesar de que el aire era cálido y balsámico, y el cielo había pasado de lavanda a melocotón a medida que el sol se acercaba al borde. No estaba seguro de querer oír la respuesta.

—No hay ninguna crisis política —dijo Nicodemo—, por lo menos, todavía no. Pero puede que haya ocurrido algo peor; supongo que se podría hablar de crisis de fe. El mismo es la crisis, ¿sabes? Ha cambiado tanto que ni lo reconocerías. Ni su propia madre lo comprende. Ni tampoco sus discípulos más próximos, los doce, a los que llama «el círculo mágico».

—¿Ha cambiado? ¿En qué sentido? —preguntó José.

Mientras Nicodemo buscaba las palabras, José echó un vistazo hacia la ciudad, donde la brisa mecía las acacias como si fueran dedos que le acariciaban con suspiros susurrantes. Y rezó; rezó para que alguna clase de creencia, de fe, lo reconfortara frente a los hechos que presentía. En el momento en que vislumbraba un brillo de esperanza, el sol cayó sobre el monte de los Olivos en una explosión de luz, que se reflejó en las fachadas de las villas y los palacios que se elevaban en la colina del monte Sión, y penetró incluso en las calles serpenteantes de la parte baja de la ciudad. Más allá, a lo lejos, se alzaba el majestuoso templo de Salomón y, bajo él, la cámara tallada en la piedra, donde el sanedrín se reuniría esa mañana.

El templo había sido concebido en un sueño por el padre de Salomón, David, el primer rey verdadero de Israel. Reconstruido y restaurado tras cualquier tipo de desastre, ornado con los tesoros de muchos grandes reyes, era el alma del pueblo judío. Se elevaba sobre un mar de patios abiertos, con sus pilares de mármol blanco refulgiendo como bosques de árboles fantasmales bajo la luz de la mañana, y brillaba en el valle como el sol. Las tejas de oro puro, regalo de Herodes el Grande, relucían en el tejado, deslumbraban como la nieve al amanecer y casi cegaban al observador cuando reflejaban la luz del mediodía.

Cuando su resplandor llenó el corazón de José, la voz de Nicodemo le murmuró al oído:

—Querido José, no se me ocurre otro modo de explicarlo. Creo... todos nos tememos... es como si el Maestro se hubiera vuelto loco.

La cámara tallada en la piedra estaba siempre fría y húmeda. Sus paredes rezumaban agua, que alimentaba los liqúenes de colores irisados que crecían en ellas. Estaba excavada en la misma roca de la montaña del templo y su bóveda se situaba bajo el patio de los sacerdotes y el altar mayor, que en otro tiempo fue la era de David. Se llegaba a ella por una escalera de caracol de treinta y tres peldaños, tallados en la antigua roca. A José siempre le había dado la impresión de que entrar en esta cámara era en sí una forma de ritual de iniciación. Los días de verano, su frescor húmedo resultaba un alivio. En cambio, aquel día sólo aumentaba el presentimiento de infortunio que se había apoderado de José al oír las palabras de Nicodemo.

Aunque el consejo solía recibir el nombre de «los setenta», de hecho contaba con setenta y un miembros si se incluía al sumo sacerdote, cifra que se mantenía desde los tiempos de Moisés.

El corpulento sumo sacerdote, José Caifas, envuelto en el chal púrpura ritual y la túnica amarilla, descendió las escaleras en primer lugar. Su báculo estaba coronado por una piña opulenta de oro puro, que simbolizaba la vida, la fertilidad y el rejuvenecimiento del pueblo. Como todos los sumos sacerdotes que lo habían precedido, Caifas era presidente oficial del sanedrín en virtud de su prestigio religioso, lo que implicaba también prestigio legal, ya que la ley y la Tora eran una sola cosa.

Desde tiempos remotos, los sumos sacerdotes descendían de la línea de los saduceos, los hijos de Sadoc, el sumo sacerdote del rey Salomón. Pero tras la ocupación romana, lo primero que hizo el rey designado por los romanos, Herodes el Grande, fue ejecutar a los vastagos de muchas familias principescas y sustituirlos en el sanedrín por sus propios designados. Esta limpieza había mejorado considerablemente la situación de los fariseos, la secta más liberal y populista de eruditos y escribas de la Tora, la secta a la que pertenecían Nicodemo y José.

Los fariseos controlaban la mayoría de votos, de modo que el líder de su secta, Gamaliel, nieto del legendario
rabh
Hillel, era el líder real del sanedrín. Para Caifas, éste era un trago amargo. Los fariseos no podían evitar señalar que Caifas no había alcanzado su posición por nacimiento, como la aristocracia saducea, ni por educación, como los fariseos, sino por su matrimonio con la hija de un
nasi,
un príncipe.

Había un individuo a quien el sumo sacerdote odiaba aún más que a los fariseos, pensó José con aprensión mientras seguía a sus compañeros escaleras abajo, hacia la cámara. Esa persona era el Maestro. A lo largo de los últimos tres años, Caifas había mantenido ocupada a la policía del templo, como a una jauría de perros, rastreando todos los movimientos del Maestro. Había intentado detenerlo por agitador, después de que el Maestro volcara las mesas en el patio del templo, donde, durante generaciones, la familia de José Caifas ostentaba una lucrativa concesión de venta de palomas. Sin duda, Caifas había obtenido su sinecura y había conseguido reunir la dote de la princesa judía con quien contrajo matrimonio gracias a las riquezas acumuladas con la venta de sacrificios durante los días santos y los peregrinajes.

Cuando los setenta y un miembros hubieron desfilado por la escalera y ocupado sus asientos, el sumo sacerdote dio la bendición y se retiró a un lado. El noble
rabh
Gamaliel, con los cabellos largos y las ropas lujosas ondeando a su alrededor, avanzó para declarar abierta la reunión del consejo.

—Dios nos ha asignado una tarea difícil —entonó Gamaliel con su voz teatral, profunda—. Sea cual fuere nuestra misión, sea cual fuere nuestro deseo y sea cual fuere el resultado de nuestro encuentro de hoy, sé que hablo en nombre de todos nosotros cuando digo que nadie abandonará esta habitación con un sentimiento de total satisfacción, en lo que se refiere al triste asunto de Jesús, hijo de José de Nazaret. Como nuestra carga es pesada, me gustaría empezar con un tema más inspirador. Como veis, acaba de regresar el más viajero de todos nuestros hermanos, José de Arimatea.

Los hombres de la mesa se volvieron para mirar a José. Muchos asintieron en su dirección.

—Hace un año —prosiguió Gamaliel—, José de Arimatea aceptó por encargo personal del tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, y mío, partir en una misión secreta a Roma en nombre de los descendientes de Israel. Esa misión debía quedar incluida dentro de sus planes de viaje ordinarios, y su flota mercante se dedicaría al comercio, como de costumbre, en Britania, Iberia y Grecia. Pero a raíz de la expulsión de los judíos de Roma, pedimos a José que en lugar de eso se dirigiera directamente a Capri...

Apenas hubo mencionado Capri, los miembros del consejo intercambiaron comentarios con sus vecinos y la cámara se llenó de murmullos.

—No os mantendré en suspense, porque la mayoría ya habéis adivinado lo que voy a decir. Gracias a la ayuda del sobrino del emperador, Claudio, que conoce bien a la familia de Herodes desde hace mucho tiempo, José de Arimatea consiguió entrevistarse con el emperador Tiberio en su palacio de Capri. Durante esta entrevista, y con la ayuda de la oportuna muerte de Sejano, José de Arimatea logró convencer al emperador de la conveniencia de aprobar el regreso de los judíos a Roma.

Se alzó un inusual ruido de palmadas en la mesa, y los que se sentaban cerca de José, incluido Nicodemo, le dieron apretones amistosos en los brazos. Todos los miembros del consejo habían oído hacía meses la promulgación de ese edicto romano, pero sólo cuando José volvió sano y salvo de sus viajes, se reveló su implicación personal en el asunto.

—Me doy cuenta de que mi petición parecerá fuera de lo normal —prosiguió Gamaliel— pero como José de Arimatea nos ha rendido un servicio tan grande, y en vista de la especial naturaleza de su relación con Jesús, hijo de José de Nazaret, me gustaría empezar preguntándole cómo quiere que continúe la reunión. José es hoy el único aquí presente que puede conocer todas las circunstancias que nos han conducido a esta crisis.

No miró al sumo sacerdote, Caifas, quien a sus espaldas fruncía el ceño por esta alteración del procedimiento. Pero los demás asentían con la cabeza, de modo que José respondió.

—Os quiero dar las gracias de todo corazón. He llegado esta misma mañana, antes del amanecer, y ahora, mientras estamos aquí sentados, mi flota no habrá terminado de entrar en el puerto, ni yo he tenido tiempo de dormir, ni de bañarme o cambiarme de ropa. Ésta es la urgencia con la que enfoco la cuestión a la que nos enfrentamos. Y lo cierto es que no he tenido tiempo de enterarme de cuál es la cuestión a la que
nos
enfrentamos, sólo sé que Jesús, el Maestro, al que como muchos de vosotros sabéis considero mi única familia, se encuentra en una situación comprometida que nos afecta a todos.

—Tendremos que contarte la historia —afirmó Gamaliel— y hablaremos todos por turno, porque la mayoría sabemos parte de ella pero no toda. Y seré yo quien empiece a relatarla.

LA HISTORIA DEL MAESTRO

El pasado otoño, llegó solo a Jerusalén, durante la fiesta de los tabernáculos. Fue una sorpresa para cuantos lo conocían. Los discípulos le habían pedido tres veces que bajara con ellos de Galilea para difundir la palabra de Dios, como hacía en todos los acontecimientos santos, y para realizar curaciones durante las festividades. Las tres veces se negó y les pidió que partieran sin él. Sin embargo, más tarde llegó solo, en secreto, y se presentó de improviso en los patios exteriores del templo. Parecía extraño y misterioso, totalmente distinto, como si actuara guiado por algún designio interior propio.

La fiesta de los tabernáculos del equinoccio de otoño, que celebra ese primer tabernáculo de ramas de acacia ordenado por Dios en nuestro éxodo de Egipto, conmemora además los tabernáculos o tiendas rudimentarios que se construyeron en plena naturaleza y donde vivimos durante la larga peregrinación. En la fiesta de otoño, todos los jardines, patios y parques privados de Jerusalén se llenaron, como siempre, de improvisadas tiendas hechas con ramas y adornadas con flores, a cuyo través las estrellas brillan, las brisas soplan y la lluvia rocía a nuestras familias y visitas que viven y celebran toda la semana. La fiesta termina cuando se lee en el templo el último capítulo de la Tora, donde se narra la muerte de Moisés, lo cual señala el fin de un viejo ciclo, del mismo modo que la muerte de Moisés lo hizo para nuestro pueblo.

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