Authors: Katherine Neville
Los mitos griegos
Eran casi las tres de la madrugada cuando abrí los grifos de la gran bañera con patas, rezando para que las cañerías no estuvieran congeladas, y observé con alivio cómo salía el agua caliente. Eché algunas sales y jabón líquido, me desnudé y me metí dentro. La bañera estaba tan llena que el agua me llegaba a la nariz, y soplé para apartar las burbujas. Me enjaboné el cabello, maltratado por el viaje. Sabía que tenía que pensar en muchas cosas, pero mi cerebro funcionaba con una lógica muy confusa, lo que no era de extrañar después de los acontecimientos de la semana y del trauma de mi regreso a casa.
Mientras estaba sumergida en el agua, la puerta del cuarto de baño se abrió con un sonoro chirrido de bisagras y Jason entró sin avisar, lo que significaba con toda probabilidad que Olivier, mi casero, también había vuelto. Jason apenas me miró con esos penetrantes ojos verdes. Avanzó como si tal cosa y observó con desdén mi ropa interior de seda empapada en el suelo. Le puso las garras encima, como si creyera que mis bragas quedarían perfectas con un poco de serrín dentro, pero me abalancé y se las quité de las narices.
—¡Ni hablar! —dije con firmeza.
Jason saltó al borde de madera de la bañera, alargó la pata y empezó a juguetear con las burbujas. Me miró con curiosidad. Era una indirecta para que lo rociara. Jason era el único gato que conocía al que le gustaba el agua, cualquier tipo de agua. Era habitual que abriera un grifo para beber; prefería el inodoro a la caja con serrín, y era famoso porque se lanzaba al Snake River, bajo las cataratas, para ir a recoger su pelotita roja de goma. Podía nadar en la corriente mejor que cualquier perro.
Pero esa noche, o mejor dicho, esa mañana, estaba demasiado cansada para secarlo, así que lo aparté del borde de la bañera, salí y me sequé. Una vez puesto el enorme y suave albornoz, con el cabello envuelto en una toalla, me dirigí a la cocina y puse a hervir un poco de agua para prepararme un ponche caliente antes de acostarme. Cogí una escoba y golpeé con ella el techo para indicarle a Olivier que había vuelto, aunque ya se lo debía de haber imaginado al ver el coche abandonado en la carretera.
—Querida mía. —La voz de Olivier me llegó desde las escaleras, con su inconfundible acento de Quebec—. He venido con raquetas desde el
jeep,
pero no estaba seguro de que fuera buena idea enviarte ya al pequeño argonauta, por si estabas durmiendo. ¿Puedo pasar?
—De acuerdo, baja y tómate un ron caliente rápido conmigo antes de que me vaya a dormir —le respondí gritando—. Y cuéntame lo que ha pasado en el trabajo.
Olivier Maxfield y yo nos habíamos conocido cinco años antes, cuando nos asignaron al mismo proyecto. Era una amalgama extraña: ingeniero nuclear y experto
chef,
devoto del argot yanqui y de los bares de
cowboys,
además de mormón impenitente. Era hijo de una familia franco-canadiense católica, admiradora de la cocina francesa, y ahora, como genio culinario de nuestros días, la prohibición de alcohol y cafeína de los santos del último día no armonizaba demasiado con la
nouvelle
personalidad de Olivier.
La primera vez que nos vimos, Olivier me dijo que ya sabía que iba a entrar en su vida porque me había aparecido bajo la forma de la santísima Virgen en un sueño en el que el profeta Moroni y yo competíamos jugando a la máquina del millón. Al final de la primera semana de trabajo juntos, Olivier recibió una señal de que tenía que ofrecerme un alquiler barato para que me trasladara al apartamento que tenía en el piso de abajo. La máquina del millón con la que yo, como Virgen María, había vencido al profeta, apareció de forma milagrosa al ser adquirida por el bar de
cowboys
que había en la misma calle de nuestra oficina.
Quizá fuera resultado de mi original educación, pero me parecía que Olivier era tonificante en un complejo nuclear abarrotado de ingenieros y físicos, que llevaban sin excepción el almuerzo en bolsas de papel marrón y se iban a casa a las cinco en punto para poder ver reposiciones de series televisivas con los niños. No cesaban de acudir a fiestas en casa de «familias del complejo». En verano, preparaban barbacoas de hamburguesas y perritos calientes en el jardín de atrás; en invierno, tocaba espaguetis, ensaladas y pan de ajo precocinado en el comedor familiar. Era como si en este remoto desierto nadie hubiera oído hablar de ninguna otra forma de comer.
Olivier, en cambio, había vivido en Montreal y París, y había pasado un verano de prácticas en el sur de Francia con
Cordón Bien.
Si bien era algo agarrado a la hora de ofrecer servicios de casero como la calefacción y la limpieza del camino, contaba con otras cualidades. Mientras picaba, cortaba en juliana, trituraba y clarificaba la mantequilla en su enorme cocina industrial del piso de arriba para preparar las originales comidas que cocinaba para Jason y para mí como mínimo una vez a la semana, me regalaba los oídos con historias de los grandes
chefs
europeos, intercaladas con las últimas novedades de los bares de
cowboys.
Era, sin duda, todo un personaje.
—¿Qué era esa urgencia tan grande por la que te tuviste que marchar? —La atractiva sonrisa de Olivier, adornada de hoyuelos, apareció por la puerta entreabierta de las escaleras, mientras se pasaba los dedos por los rizados cabellos castaños y me miraba con sus enormes ojos oscuros—. ¿Dónde fuiste? El Tanque preguntaba por ti todos los días, pero yo no sabía nada.
«El Tanque» era el mote que todos usábamos para referirnos a mi jefe, el director general del complejo nuclear. Lo usábamos a sus espaldas, porque aunque su nombre real era Pastor Owen Dart no tenía nada de pastoril. En realidad más bien parecía algo así como el Príncipe de la Oscuridad.
Me gustaría apuntar que ese apodo no le hacía justicia. Pero para ser del todo honesta, de los diez mil empleados que trabajan en el complejo, o incluso entre los gusanos asquerosos de Washington con los que se codeaba, yo era la única a la que no había abroncado. Al menos, no todavía. Parecía que le caía bien, y me había elegido cuidadosamente para el puesto cuando yo todavía estaba en la universidad. Debido a esta afinidad inesperada, no todos mis colegas confiaban en mí, un motivo más para que Olivier, el apuesto
cowboy
mormón y
gourmet
de Quebec, fuera uno de los pocos buenos amigos con que contaba.
—Perdona —le dije, mientras vertía agua caliente por encima de la mezcla de azúcar moreno, mantequilla y ron en las dos tazas de cristal y le pasaba una—. Tuve que irme de repente; hubo una muerte inesperada en la familia.
—Dios mío, espero que nadie de los que conozco —indicó Olivier con una sonrisa galante y reconfortante, aunque ambos sabíamos que no conocía a ningún miembro de mi familia.
Sam —mencioné, intentando tragar la bebida caliente que parecía habérseme quedado atravesada en la garganta.
¡Cielo santo! ¿Tu hermano? —exclamó Olivier y se sentó en el sofá, cerca del fuego.
Mi primo —le corregí—. Mi hermanastro, de hecho. Crecimos como si fuéramos hermanos. Para mí es más que un hermano de sangre. Quiero decir, era...
Madre mía, las relaciones en tu familia son bastante complicadas —comentó Olivier, mofándose de lo que yo siempre replicaba cuando alguien preguntaba sobre mi familia—. ¿Estás segura de que eras pariente de ese tipo?
—Soy su única heredera —dije—. Con eso me basta.
—¡Ah! Entonces era rico, pero no demasiado próximo, ¿es eso? —preguntó Olivier esperanzado.
—Un poco de cada —contesté—. Puede que estuviera más unida a él que a cualquier otro miembro de la familia. —Lo que no quería decir demasiado, pero eso Olivier no lo sabía.
—¡Qué horrible debe de haber sido! Pero no lo entiendo. ¿Por qué no sabía nada de él, salvo su nombre? Por lo que sé, nunca ha venido a verte ni ha llamado en los muchos años que llevamos trabajando juntos y compartiendo esta humilde morada.
—Mi familia se comunica de forma parapsicológica —le indiqué. Jason corría entre mis piernas como loco, así que lo cogí y añadí—: No necesitamos satélites ni teléfonos móviles...
—Lo que me recuerda que tu padre te ha estado llamando varios días —interrumpió Olivier—. No decía qué quería, sólo que le llamaras enseguida.
En ese preciso instante sonó el teléfono y sobresaltó a Jason, que dio un brinco desde mis brazos.
—Sin duda, hay que ser parapsicólogo para captar nuestras vibraciones a estas horas —comentó Olivier, echando un vistazo al reloj. Mientras yo iba a contestar, se acabó la bebida y se dirigió hacia la puerta—. Te prepararé unas crepés antes del trabajo, como regalo de bienvenida —dijo por encima del hombro. Y se fue.
—Gavroche, cariño —fueron las primeras palabras que oí al descolgar. Dios mío, quizá sí que los miembros de mi familia habían adquirido de golpe poderes parapsicológicos. Era mi tío Laf. Hacía años que no sabía nada de él. Siempre me llamaba Gavroche, que en francés alude a las chicas de las calles de París que se visten y comportan como golfillos.
—¿Laf? —pregunté—. ¿Dónde estás? Por la voz, parece que estás a miles de kilómetros de distancia.
—Ahora mismo, estoy en Viena, Gavroche. —Con eso quería decir que estaba en su enorme piso del siglo XVIII con vistas al Hofburg de Viena, donde Jersey y yo nos alojábamos y donde ahora era ocho horas más tarde, es decir, las once de la mañana. Al parecer, mi tío Laf nunca llegaría a dominar la cuestión de las diferencias horarias.
—He sentido muchísimo lo de Sam, Gavroche —me dijo—. Me hubiera gustado venir al funeral, pero tu padre, claro...
—No te preocupes —le aseguré para no destapar ese nido de avispas—. Estabas ahí en espíritu y también el tío Earnest, aunque esté muerto. Conseguí un chamán para que celebrara un pequeño ritual en las exequias; luego el ejército rindió honores a Sam y Jersey se cayó dentro de la tumba abierta.
—¿Tu madre se cayó dentro de la tumba? —repitió el tío Laf con el entusiasmo de un niño de cinco años—. ¡Pero eso es fantástico! ¿Crees que lo hizo a posta?
—Iba bebida, como de costumbre —le respondí—. De todas formas, fue divertido. Tendrías que haber visto la cara de Augustus.
—Ahora sí que lamento no haber podido asistir —soltó Laf con más ilusión de la que creía capaz de reunir a un hombre de su edad, que rondaba los noventa.
No había rastro de amor entre mi padre, Augustus, y mi tío, Lafcadio Behn. Quizá porque fue con Laf, el hijastro de mi abuelo, nacido de un matrimonio previo, con quien mi abuela Pandora huyó cuando abandonó a mi padre al nacer.
Era un tema del que mi familia no hablaba nunca, ni en público ni en privado. Bueno, por lo menos era uno de los temas. De repente, se me ocurrió que podría haber ganado una fortuna, si no acabara de heredar una de Sam, diseñando un modelo totalmente renovado de teoría de la complejidad, basado tan sólo en las relaciones existentes entre los miembros de mi familia.
—Tío Laf—dije—, quiero preguntarte una cosa. Sé que no hablamos nunca de la familia, pero quiero que sepas que Sam me lo ha dejado todo.
—Gavroche, no esperaba otra cosa de él. Eres una buena chica y te mereces toda la herencia. Yo ya vivo muy bien, no tienes que preocuparte por mí.
—No me preocupo por ti, Laf, pero quería preguntarte algo más, algo que afecta a la familia. Algo que tal vez sólo tú sepas. Algo que, según parece, Sam también me dejó, y no me refiero a propiedades ni a dinero.
Mi tío Laf se quedó tan callado que llegué a dudar de que siguiera al otro lado del teléfono. Por fin, habló.
—Gavroche, ¿te das cuenta de que graban las llamadas internacionales?
—¿Ah, sí? —le dije, aunque debido a mi profesión lo sabía muy bien— Pero eso no influye en nuestra conversación —añadí.
Está la razón por la que he llamado, Gavroche —dijo el tío Laf en una voz que sonaba muy distinta a la de unos instantes atrás—. Lamento no haber podido asistir al entierro de Sam. Pero por una serie de coincidencias, el fin de semana que viene estaré muy cerca de ti. Iré al hotel de Sun Valley.
—¿Estarás en Sun Valley Lodge el fin de semana que viene?
Exclamé—. ¿Viajarás desde Austria hasta Sun Valley?
El trayecto de Viena a Ketchum no era agradable ni en las mejores circunstancias, pero es que Laf tenía casi noventa años. La verdad, las altas montañas y la errática meteorología hacían que el viaje desde el estado de al lado ya fuera toda una proeza. ¿En qué estaría pensando?
—Laf, a pesar de lo mucho que me gustaría verte después de tantos años, no me parece que sea una idea demasiado sensata —afirmé—. Además, ya he faltado una semana al trabajo debido al entierro y no estoy segura de poder irme.
—Cariño —dijo Laf—, creo que ya sé qué pregunta quieres hacerme. Y sé la respuesta. Así que ven, por favor.
Cuando ya se me cerraban los ojos, recordé algo en lo que no había pensado desde hacía años. Recordé la primera vez que Nube Gris me cortó. Podía ver el hilo de sangre, como un collar de rubíes diminutos en mi pierna, por donde había pasado la hoja afilada. No lloré, a pesar de que era muy pequeña. Recuerdo el color: un rojo bonito, sorprendente, una parte vital que abandonaba mi cuerpo. Pero no tenía miedo.
Desde la infancia, no había soñado con aquel suceso ni una sola vez. Ahora, mientras me sumía en un sueño agitado, la imagen me asaltó de repente, como si hubiera esperado todo ese tiempo en las sombras de mi mente.
Estaba sola en el bosque. Me había perdido y los árboles oscuros se cernían sobre mí. Del suelo húmedo se elevaba una especie de vaho que se arremolinaba en los escasos rayos de luz que quedaban. La pinaza mojada formaba una alfombra mullida bajo mis pies. Sólo tenía ocho años.
Había perdido a Sam de vista y luego había confundido su rastro. Estaba oscureciendo demasiado para poder seguir sus marcas como me había enseñado. Estaba sola y asustada. ¿Qué iba a hacer?
Esa mañana, había esperado a que llegara el alba. Había cargado la mochila con todo lo necesario: cereales para el desayuno, una manzana y un jersey de abrigo. A pesar de que no había ido nunca de excursión en serio, como mucho una acampada por la noche en el jardín, me hacía muchísima ilusión seguir en secreto a Sam en su primer día de
tiwa-titmas.
Sam, sólo cuatro años mayor que yo, había empezado estas expediciones cuando contaba la edad que yo tenía entonces. Así que a los doce años, este viaje sería el quinto, y todos ellos en balde. Todos los de la tribu rezaban para que esta vez tuviera éxito y recibiera la visión. Pero pocos abrigaban verdaderas esperanzas. Al fin y al cabo, el padre de Sam (el tío Earnest) era un hombre blanco venido de lejos. Y cuando la madre de Sam, Nube Clara, murió siendo tan joven, el padre se llevó al niño de la reserva en Lapwai, por lo que no había podido recibir la educación adecuada por parte de su propio pueblo. Luego, el padre había hecho lo incalificable: se había casado con una mujer anglófona (Jersey) que bebía demasiada agua de fuego. No engañó a nadie cuando apareció con una hija propia, dejó de beber e insistió con generosidad que ambos niños pasaran el verano con los abuelos de Sam en la reserva. No engañó a nadie con ese tipo de trucos.