Authors: Katherine Neville
Si un lamento era un quejido o gemido, era un sonido, un grito, quizás incluso música. Y dado que mi madre y mi abuela figuraban ambas entre las mejores cantantes de su época, era de suponer que con la palabra
lamento
Sam se refiriera a algún tipo de canción.
En el grupo de letras que Sam me había enviado había bastantes letras para escribir
cantar
no una, sino dos veces. Así que extraje las letras para formar dos veces
cantar,
y después conseguí deletrear la palabra
sígneme.
Eso me bastó: el mensaje era
Sigúeme por el Cantar de los Cantares.
Y eso iba a hacer.
Olivier tenía el
Libro del mormón
en el cajón superior, pero no había ninguna Biblia. Pero, por Dios santo, con la cantidad de religiosos fanáticos que había en el complejo, que llegaban a leerse las Escrituras a la hora del almuerzo, tenía que haber un ejemplar de la Biblia en algún sitio. Recorrí unos cuantos despachos hasta que encontré una. Pasé las páginas y encontré el libro.
Y leí: «El Cantar de los Cantares, atribuido a Salomón...»
No me pasó inadvertido que no era la única referencia de Sam a Salomón. La primera fue el nudo de Salomón que me dejó colgado del retrovisor: el primer contacto que establecía conmigo después de haber «resucitado». Como me daba la impresión de que esa noche no tenía tiempo de descifrar el significado oculto de un poema de siete páginas que había despertado el fervor en tantas personas a lo largo de los milenios, relajé mi interés y repasé por encima el texto hasta la última estrofa.
«¡Huye, amado mío, sé como la gacela o el joven cervatillo, por los montes de las balsameras...!»
Entonces supe que tenía que darme prisa para ir a la montaña.
¡Ay, Ariel, Ariel!... y pondré en angustias a Ariel, y habrá llanto y gemido...
Pues ira tiene el Señor contra todas las naciones, y cólera contra todas sus mesnadas. Las ha anatemizado, las ha entregado a la matanza.
ISAÍAS 29,34
No se puede decir que sea más agradable ver una batalla que un tiovivo, pero no hay duda de cuál de los dos atrae más gente.
GEORGE BERNARD SHAW
La luz del sol despedía brillos negros al reflejarse en los conos volcánicos de los cráteres de la región llamada Moon National Monument. Lechos de lava, retorcidos y revueltos, se extendían por el suelo del valle mientras el coche avanzaba por la carretera vacía en dirección a Sun Valley.
Habíamos cogido mi coche porque el de Olivier aún estaba en el taller, pero conducía él. Jason permanecía sentado o apoyaba las patas delanteras sobre el salpicadero para controlar la vista panorámica y no perder detalle de la dirección que seguíamos. Yo ya tenía el brazo lo bastante bien como para conducir, por lo que Olivier se sorprendió cuando le pedí que llevara el coche los casi doscientos cincuenta kilómetros de trayecto, para poder sentarme detrás y leer la Biblia. Debió de pensar que mis problemas recientes me habían conducido a encontrar consuelo en las Sagradas Escrituras, pero no era eso lo que buscaba en el Cantar de los Cantares, que yacía abierto en mi regazo, y de todas formas tampoco parecía un relato capaz de proporcionar mucho consuelo. Me pareció extraño que Sam eligiera la Biblia para ocultar un mensaje. Ninguno de los dos dominaba demasiado el tema religioso y este capítulo concreto, que no había leído antes, era de lo más erótico que se podía encontrar en un libro que no se vendiera como tal. La tórrida narración del romance entre el rey Salomón y Sulamita, una mujer joven que trabajaba en los viñedos, se situaría más o menos al mismo nivel que el
Kama Sutra.
Hacia el capítulo siete, el rey bebe licor del ombligo de la muchacha. Al más puro estilo de la morbosa novela gótica.
Costaba imaginarse que esos versos se leyeran en voz alta desde un púlpito, sobre todo porque si se sigue la secuencia bíblica, se encuentran situados entre lo de polvo eres y en polvo te convertirás del clesiastés y el fuego eterno de Isaías, libros ambos a los que había echado una ojeada con la esperanza de conseguir la perspectiva que me ayudara a entender lo que Sam trataba de decirme. Ni por ésas.
Cuando llegamos a Sun Valley, Olivier descargó unas cuantas bolsas y los esquís y nos registramos en recepción. Luego fui con Jason a la habitación y llamé a Laf para avisarlo de que habíamos llegado. A principios de semana había dejado un recado en el hotel para Laf, donde le informaba que quizás iría con dos amigos. Laf me había mandado un telegrama diciendo que esperaría nuestra llegada y nos invitaría a todos a comer. Pero en un mensaje posterior, Wolfgang me comunicaba que le habían entretenido en Nevada, así que hoy estaríamos sólo tío Lafcadio, Olivier y yo, o al menos eso creía.
Después de dejar el equipaje arriba, en nuestras respectivas habitaciones, Olivier y yo nos encaminamos juntos al comedor del hotel para reunimos con Laf.
La enorme chimenea de piedra del comedor, las paredes con ricos paneles, los techos altos con arañas de cristal, los manteles de damasco con cubiertos de plata maciza y cafeteras humeantes, y las amplias ventanas que mostraban los prados nevados del exterior atestiguaban una época de tranquila elegancia del período de entreguerras, cuando el ferrocarril construyó Sun Valley parar atraer a los ricos y famosos al poco conocido y, por lo tanto, exótico paisaje de las Rocosas de Idaho.
El
maitre
del hotel nos acompañó hasta una gran mesa circular que habían reservado para nuestro grupo, situada en un lugar privilegiado, delante de las ventanas. Un centro de rosas rojas decoraba la mesa, la única que disponía de tal adorno en la sala. Unos cuantos comensales nos observaron con discreción mientras nos encaminábamos a nuestros asientos, nos llenaban las copas de agua de inmediato y aparecía como por arte de magia un cestito con panecillos recién hechos. El
maitre
en persona cogió el Dom Pérignon de la champanera situada al lado de la mesa y nos llenó las copas altas de champán.
—Nunca me habían tratado así aquí. Normalmente, el recibimiento es frío y la comida, aún más —comentó Olivier cuando estuvimos solos.
—¿Te refieres a la aparición instantánea del vino y a las rosas? —pregunté—. Es por el tío Lafcadio; es el príncipe de la pompa y la ostentación. Eso es un avance para que el público se anime.
En ese instante, con una sincronización impecable, Laf cruzó la puerta doble para adentrarse en el comedor. Le rodeaban el
maitre,
su ayuda de cámara, una mujer desconocida y varios camareros. Se detuvo para quitarse los guantes, dedo por dedo, antes de acercarse a nosotros. Su característica capa hasta el suelo formaba olas que absorbían a su paso la atención del resto de comensales. Al tío Laf no le gustaba confundirse con la multitud, ni era probable que lo hiciera: gozaba de gran fama y reconocimiento público favorecidos por el hecho de que su foto aparecía en muchas fundas de disco como la de Franz Liszt.
Avanzó por la sala a grandes zancadas, mientras movía ante él el bastón con empuñadura de oro como si apartara aves de caza de su camino. Me levanté para recibirlo. Cuando alargó los brazos para abrazarme, le resbaló la capa de los hombros. Detrás de él, Volga Dragonoff, su impecable ayuda de cámara transilvano, la cogió (con un dedo, antes de que el dobladillo tocara el suelo), acto seguido la hizo oscilar en el aire y finalmente la dejó caer en su brazo, una coreografía ejecutada con tal maestría que no me cupo duda de que había sido ensayada.
Laf no prestó atención a ese aparte y me
abrazó.
—¡Gavroche, qué agradable vista para mis cansados ojos! —dijo sonriendo, y me separó un poco para verme mejor.
Al unísono, los camareros apartaron las sillas y esperaron, sin soltar el respaldo, a que nos sentáramos. Lo cual significaba que nos íbamos a quedar de pie un rato porque a Laf no le gustaba que la servidumbre le dijese lo que tenía que hacer, aunque fuera en lenguaje corporal. Se sacudió hacia atrás los cabellos blancos, largos hasta los hombros, y me miró con esos escrutadores ojos azules.
—Eres todavía más bonita que tu madre en su día —me dijo.
—Gracias, tío Laf. Tú también estás espléndido —le comenté—. Me gustaría presentarte a mi amigo Olivier Maxfield.
Antes de que Olivier pudiera hablar, la mujer joven que acompañaba a Laf se separó del grupo situado tras él. Como si le brindara ayuda para vadear un arroyo, Laf le ofreció el brazo doblado, donde ella apoyó una mano larga y elegante; una mano que, casi de forma ostentosa, carecía de pintura y de joyas, y nos sonrió.
—Encantado —dijo el tío Laf—. Gavroche, te presento a mi acompañante: Bambi.
¿Bambi? Quiero decir, la chica era todo un ejemplar, como ya había observado todo el mundo en la sala.
Se lo tenía que reconocer al tío Laf. No era la decoración exótica normal y corriente para llevar colgada de la manga, del tipo al que el tío Laf daba de comer en su establo desde que Pandora, la gran pasión de su vida, había muerto. Antes al contrario, se trataba de una de las mujeres más bonitas que había visto en mi vida, un pura sangre que quitaba el aliento. Tenía un rostro que conseguía ser escultural a la vez que sensual: ojos de mirada lánguida, labios carnosos y pómulos altos, enmarcados por una larga cabellera rubia. Llevaba un traje aterciopelado de una pieza, muy ajustado, de escote suficiente para revelar mucho de lo que había debajo, ya de por sí impresionante. Pero no era sólo su belleza voluptuosa lo que había dejado la sala en silencio. Tenía una cualidad aún menos frecuente: emanaba una especie de luminiscencia esplendorosa, como si estuviera hecha de oro puro. Sus cabellos resplandecían como una cascada cuando se movía; su piel tenía el brillo de una fruta madura y apetitosa; los ojos grandes le centelleaban desde las profundidades con un mar de destellos de oro. Sí, era sin duda un rostro que conseguía que mil barcos zarparan al mar y que las torres legendarias de Ilion ardieran en llamas.
De acuerdo, puede que fuera envidia, pero era inevitable que tuviera algún defecto. Entonces, abrió la boca y habló.
—
Grüss Gott, Fraulein
Behn —dijo—. Su
Onkel
me ha hablado mucho de usted. Conocerla era el sueño de mi vida.
Humm: el sueño de su vida. Nada del otro mundo en cuanto a objetivos se refiere. Y a pesar del acento
hochdeutsch,
sus modales rezumaban la insignificancia vacua de un niño no demasiado inteligente. Me ofreció los dedos como si fueran un trapo de cocina colgando; los ojos, que un minuto antes parecían poseer una profundidad impenetrable, ahora sólo parecían impenetrablemente ausentes. Eché un vistazo a Olivier, que se encogió de hombros y me lanzó una vacua sonrisa algo triste. ¡Qué desperdicio de espacio en la azotea!
—Espero que os llevéis como hermanas —comentó Laf, mientras apretaba el brazo de Bambi.
Laf se volvió hacia la mesa donde esperaban los camareros, dispuesto por fin a sentarse, la señal para que el resto de nosotros le imitara. El factótum transilvano, Volga Dragonoff, capaz de adivinar el menor antojo de Laf como si estuvieran conectados por el lóbulo frontal, se hizo con una silla en el otro extremo de la sala, al lado de la puerta, y se sentó con la capa de Laf en el regazo. No había visto nunca comer a Volga con mi tío ni con nadie de la familia, ni siquiera cuando permanecieron dos días aislados en un cobertizo, en el Tirol, sin nada más que frutos secos y pasas que llevarse a la boca. Me toqué la frente con dos dedos para saludar a Volga y él hizo un gesto con la cabeza, sin sonreír. Volga no sonreía jamás.
—Bambi es una violoncelista de mucho talento —contaba Laf a Olivier, lo que atrajo mi atención. Sabía lo que quería decir con eso—. Todo el mundo sabe que la destreza con los dedos y la acción de la muñeca que sostiene el arco son distintivos de todos los grandes intérpretes de cuerda. Pero pocos se dan cuenta de que cuando se trata del violoncelo...
—Es la forma de sujetarlo con los muslos lo que de verdad cuenta —terminé la frase.
Olivier me miró, se atragantó y cogió el agua.
—Sí, claro. El cuerpo del músico tiene que convertirse en el instrumento, envolver por completo la música en un abrazo cálido y circundante de pasión —estuvo de acuerdo el tío Laf, mientras el
ma
itre
llegaba con las cartas.
—Ya veo —consiguió pronunciar Olivier que, asombrado, no quitaba los ojos de encima del cuerpo de diosa olímpica que tenía Bambi.
—Tomaré los
oeufs Sardou
—indicaba el tío Laf al
maitre
—. Pero con salsa bearnesa y mucho limón.
Olivier se inclinó hacia mí y me susurró:
—Está a punto de salirme una erupción.
—Quizás a los jóvenes os gustaría salir a esquiar esta tarde, después de comer, ¿qué me dices, Gavroche? —preguntó el tío Laf cuando terminó de pedir el almuerzo para Bambi como si fuera una niña.
Sacudí la
cabeza
y señalé el brazo herido.
—Pues entonces, tú y yo podremos tener una charla privada mientras los demás esquían. Pero por el momento, mientras comemos, podría contar una historia de interés más general.
—¿Una historia de la familia? —pregunté, con lo que esperaba fuera un tono de cauta reserva. ¿No me había dicho tío Laf por teléfono que lo que me tenía que contar era confidencial?
—No de la familia exactamente —respondió con una sonrisa, y me dio unas palmaditas en la mano—. De hecho, es mi propia historia, una historia que estoy seguro de que nunca has oído, porque tu padre no la sabe, como tampoco la sabía mi hermanastro Earnest. Ni Bambi tampoco, a pesar de que cree conocer todos los secretos sombríos que se ocultan tras mi vida pública y transparente.
Era una extraña caracterización para la belleza insulsa de Bambi, cuya actitud insinuaba la incapacidad de interesarse por ningún tema mucho rato seguido.
—A pesar de haber tenido una vida larga y plena, Gavroche prosiguió Laf—, todavía recuerdo cada suspiro, cada sabor, cada fragancia. Algún día tendré que explicar mi teoría de que los aromas son la llave que abre los recuerdos más tempranos. Pero los recuerdos más poderosos son los asociados con la mayor belleza o la mayor amargura. El día que conocí a Pandora, tu abuela, se produjo una combinación de ambas circunstancias.
Varios camareros llegaron en procesión, pusieron los platos en la mesa y, de forma simultánea, levantaron las tapas con un movimiento airoso. Laf me sonrió y continuó con su relato.