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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (18 page)

BOOK: El círculo mágico
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La madre de Dios y toda la corte celestial. ¿Qué estaba diciendo?

—Ariel —prosiguió—, te aseguro que cuando acepté esta misión, no me esperaba encontrar... —Se detuvo y me miró a los ojos un momento—.
Scheiss,
cómo he liado las cosas —suspiró finalmente, y se volvió para coger los esquís de la nieve, de modo que no pudiera verle la cara—. Será mejor que volvamos a la ciudad.

Este giro inesperado cambió los planes que había decidido hacía tan poco tiempo. Intenté encontrar alguna excusa: que debido al dolor, o a cualquier cosa, quería estar sola para pensar. Pero después de que Wolfgang y yo hubiéramos intimado tanto entre vaso y vaso de
Glühwein,
que me hubiera revelado que conocía a la rama mal vista de la familia, hubiera insinuado que yo le inspiraba una pasión ardiente, y además, hubiera echado vistazos a la mochila en más de una ocasión, me di cuenta de que se notaría demasiado que era un ardid. A pesar de que no me había preguntado lo que estaba haciendo ahí arriba, lo único que podía hacer era ganar tiempo, bajar esquiando la montaña y preocuparme acerca de dónde podía esconder el manuscrito mientras conducía sola de vuelta.

Cuando terminamos de equiparnos, Wolfgang había recuperado suficiente encanto y autocontrol para sugerir que esta vez lo siguiera yo a él. Como todo buen esquiador aprende pronto, amoldar la propia forma, la combinación rítmica de ir oscilando el peso y clavar los bastones copiando los movimientos de un esquiador experimentado, es mucho más útil que diez mil lecciones con algún profesor que te grita con acento extranjero: «¡Dobla las godillas! ¡No agastgues los bastones!» Estaba encantada de recibir estas enseñanzas, por lo menos hasta que se dirigió hacia la nieve en polvo.

Salió hacia un lado de la pendiente preparada y cruzó a través de una arboleda de álamos cubierta por una espesa capa de nieve, en eslalon por entre los árboles. Tardé un momento en darme cuenta de que se dirigía hacia una extensa hondonada de nieve en polvo de tal calidad que atraía a millares de turistas al año. Estaba al otro extremo del bosque. Pero en todos los años que hacía que visitaba esta montaña, la había evitado como a la peste.

Ese tipo de nieve requiere técnicas de esquí totalmente distintas a las básicas del nórdico o alpino. Te tienes que echar para atrás sobre las caderas, como en un balancín, lo que obliga a las puntas del esquí a levantarse mucho sobre la nieve, de modo que no se hundan y te frenen en seco. Eso requiere una enorme flexibilidad de las rodillas y fortaleza de los muslos. Si las puntas del esquí quedan sepultadas, si te detienes, o si pillas un borde y caes, empiezas a hundirte.

Como nunca había encontrado ese ritmo especial, me sentía de lo más indefensa en ese tipo de nieve. Pero es que encima llevaba también una mochila cargada que me añadía un peso suplementario, lo que explica por qué tuve problemas en la arboleda de álamos. Viré de golpe para retroceder y volver a la pendiente que acababa de dejar. Fue entonces cuando sucedió.

Había alcanzado el extremo del bosque cuando comprendí que algo andaba mal, mucho antes de oírlo. No percibía ningún sonido, excepto quizás una especie de susurro: la tierra soltando un suspiro largo y estremecedor. Creo que las palmas de mis manos, recorridas por un hormigueo dentro del abrigo de los guantes, lo notaron antes que la parte consciente de mi cerebro. En cuanto deduje lo que pasaba, también me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que debía hacer.

La tierra se movía bajo mis pies, no la tierra misma, sino más bien la nieve. La montaña se desprendía de su piel: se arrancaba de forma brutal esa cobertura de metro y medio; un montón de nieve que había tardado todo el invierno en caer. Se estaba produciendo un alud.

Y entonces empezó el ruido, primero un sonido sordo; luego un rugido cuando la nieve empezó a rodar sobre sí misma, y los guijarros y las rocas empezaron a caer montaña abajo a mi alrededor. Iba lo más deprisa que podía siguiendo el lindero del bosque para seguir avanzando sin caerme, pero no sabía si debía meterme entre los árboles y correr el riesgo de que uno me cayera encima, o probar por donde estaba, mientras toda la nieve de la montaña iba cayendo como una tonelada de cemento.

Tenía la boca seca y las manos entumecidas por el pánico. Rezaba para no desmayarme y luego pensé que quizá sería mejor porque, de ese modo, cuando quedara sepultada, la arremetida rabiosa sería indolora. Avanzaba, pero sabía que la nieve lo hacía a mayor velocidad. A mi izquierda, en la ladera abierta, lanzaba rocas enormes al aire como si fueran pelotas de playa. A mi derecha, por el rabillo del ojo, veía como caían los árboles, con las raíces elevadas hacía el cielo. El alud era un ser vivo, que devoraba todo lo que le llegaba a las fauces, como la bestia del río Snake.

No conseguiría dejarlo atrás. No era buena velocista y esquiadores más hábiles que yo habían intentado vencer un alud antes sin demasiado éxito. No había nada en mi bolsa de trucos que pudiera salvarme de la devastación total, salvo seguir en píe y desplazándome. Sin embargo, era plenamente consciente de que eso ya no sería posible cuando el alud hubiera cobrado suficiente velocidad y fuerza, así que me acabaría sepultando sin más en la nieve. Y todavía llevada la condenada mochila a la espalda.

En ese instante me vinieron a la cabeza dos cosas. La primera era que, conociendo la montaña como la conocía, pronto iba a quedarme sin árboles a la derecha, esos árboles que me separaban de la hondonada de nieve en polvo, justo en la base de la ladera donde desembocaba la hondonada. La segunda era qué habría pasado con esa hondonada. Y puesto que la nieve en polvo producía con mayor rapidez que la compacta un alud incontrolable, ¿qué le habría pasado a Wolfgang Hauser?

Estas dos preguntas encontraron respuesta a la vez.

Más abajo, vi el punto donde las nieves chocaban con violencia, donde la pendiente preparada de mi izquierda y la hondonada de nieve en polvo de mi derecha descargaban masas de nieve, piedras y rocalla. En el punto de impacto, una columna de nieve se alzaba hacia el cielo.

Me dolían las piernas debido a la tensión del trayecto, y todos los tendones me exigían que me detuviera a descansar, pero sabía que pararme en ese instante significaba una muerte segura. Entonces, detecté a la derecha una figura negra que se movía por entre los árboles. La nieve arrancaba troncos sin piedad a su paso, pero aun así venía hacia mí.

—¡Ariel! —gritó por encima del rugido terrible que nos rodeaba—, ¡salta; tienes que saltar! —Eché un vistazo, desesperada, intentando ver a qué se refería y enseguida lo descubrí.

Ahí debajo, donde terminaban los árboles, se alzaba el borde de una grieta que sobresalía hacia el vacío como un trampolín. Aunque no veía lo que había más adelante, sabía lo que era: había ido muchas veces hasta esa punta y dejado que las puntas de los esquís se inclinaran sobre el borde para resbalar como una lágrima por la cara del acantilado hacia el abismo, y luego me dirigía en eslalon a través del bosque de rocas que emergían del suelo del desfiladero.

Pero a la velocidad a la que me movía en ese momento, no podría aminorar en el extremo del desfiladero para aterrizar sin problemas en la ladera. Si intentaba reducir la marcha, me aplastaría el montón de nieve. O bien descartaba por completo el desfiladero y me lo jugaba todo en la pendiente con el alud que se me echaba encima, o saltaba como me indicaba Wolfgang y rezaba para caer de pie sobre los esquís, treinta metros más abajo, y sobre la nieve en lugar de sobre roca dura y afilada.

No tenía tiempo para pensar, sólo para actuar. Me quité las sujeciones de la muñeca y dejé caer los bastones para no quedar ensartada en uno de ellos al tocar suelo. Luego, me libré de
la parka,
que llevaba atada a la cintura, para conseguir la movilidad que iba a necesitar para conseguir suficiente elevación. Sabía que no podría quitarme la condenada mochila a tiempo antes de saltar, así que tendría que llevármela: el jorobado volador de Nótre Dame.

Me agaché para ganar velocidad y control. Al salir disparada por el acantilado, elevé el cuerpo y lo estiré del todo al viento, con los brazos echados hacia atrás y el mentón hacia delante, para poder salvar toda la distancia del acantilado y realizar un aterrizaje limpio.

Los esquís se deslizaban sobre el espacio sin fondo. Volaba hacia el desfiladero, de bajada. Era una caída libre y sabía que me tenía que concentrar y no dejar que el pánico me venciera. Me esforcé por mantener las puntas de los esquís en alto y juntas para el aterrizaje, mientras que la nieve y la rocalla caían desde el acantilado, como si fueran confeti lanzado a mi alrededor. Caí y caí. A medida que el suelo se acercaba, veía lo estrecha que era la cinta de nieve que tenía debajo, la gran cantidad de rocas que había y lo inmensas que eran. De nuevo pensé en la bestia del río y en las mandíbulas abiertas de la muerte.

Tras lo que me pareció la eternidad de una pesadilla, los esquís impactaron en la nieve pero, a la vez, mi brazo golpeó contra una roca, cuyos extremos recortados me rasgaron el mono de esquí plateado como un cuchillo dentado; sentí cómo se me separaba la carne, abierta desde el codo hasta el hombro. Reboté con violencia hacia un lado y me desequilibré. Aunque todavía no sentía dolor, noté unas punzadas terribles cuando la sangre empezó a empaparme la manga.

El bosque de rocas escarpadas desfilaba borroso ante mí. Intenté con todas mis fuerzas mantenerme en pie, pero me movía demasiado deprisa, sin bastones para apoyarme. No conseguía ganar el control. Reboté contra un borde, salí dando vueltas hacia un lado y di una vuelta de cabeza. Daba volteretas sin control, golpeaba una roca tras otra con los esquís, de modo que se me abrieron las fijaciones. Ante mi sorpresa, el grosor de la mochila me protegió en más de una ocasión cuando chocaba contra las rocas.

Mis hombros y espinillas no eran tan afortunados: se golpeaban a cada roca. Notaba cómo me aparecían las magulladuras e intenté protegerme la cabeza con el brazo herido y ensangrentado. Un esquí medio suelto se levantó y me dio un porrazo en la frente; la sangre me cubrió un ojo. Al final, salí despedida contra un megalíto y me detuve, por el momento.

Estaba magullada y cubierta de sangre, empezaba a notar el dolor, pero el rugido que retumbaba sobre mi cabeza me indicaba que no era un buen momento para reponer fuerzas. Desde la montaña, la nieve y las rocas se precipitaban hacia el desfiladero. La rocalla volvía el aire tan denso que oscurecía el cielo. Hasta árboles enteros, con raíces y todo, eran lanzados al espacio sobre mi cabeza. El salto me había dado suticiente ventaja colina abajo como para tener ocasión de superar el alud, pero sólo si seguía avanzando.

Me levanté tan deprisa como pude y me puse bien los esquís, que me colgaban de los tobillos por las sujeciones de seguridad, Cerré las fijaciones y empecé a deslizarme por el pasillo de hielo y nieve, abriéndome paso entre las rocas, cuando Wolfgang Hauser me alcanzó, respirando fuerte.

—Dios mío, Ariel, estás hecha un asco —dijo jadeando.

—Estoy viva y no tengo nada roto —solté mientras corríamos uno al lado del otro para evitar el alud que ahogaba nuestras voces—. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien —gritó—. Gracias a Dios que has saltado. Toda la hondonada se vino abajo. Cuando hubieras salido del bosque, habrías quedado atrapada entre dos avalanchas, sin nada para detenerlas.

—¡Me cago en dios! —exclamé, mirando a Wolfgang. Él rió y sacudió la cabeza.

—No podría estar más de acuerdo.

En el otro extremo del desfiladero había otro acantilado que se erguía ante nosotros. Pero una rampa de roca cubierta de nieve conducía hasta él, y la subimos con los esquís en tijera. A mitad de esa rampa, Wolfgang se detuvo y dirigió la mirada hacia el extremo del desfiladero de donde acabábamos de venir. Cuando llegué a su altura, puso su mano enguantada sobre mi hombro y, en silencio, asintió con la cabeza en esa dirección. Yo ya estaba algo mareada por la pérdida de sangre pero cuando eché la vista atrás, se me revolvió el estómago. Me agaché y me rodeé las piernas con los brazos.

Todo el valle había desaparecido por completo. El mar de piedras negras que acabábamos de sortear se había desvanecido. Lo que había sido un desfiladero estaba ahora relleno casi hasta los bordes de rocalla blanca, raíces y ramas que sobresalían como si quisieran arañar el cielo. La única marca del terreno que quedaba era el borde del acantilado por donde habíamos saltado, a menos de dos metros por encima de lo que formaba ahora el fondo del valle.

Noté que la mano de Wolfgang me acariciaba el cabello mientras yo temblaba horrorizada. Observamos cómo caían los últimos copos de nieve espolvoreados desde lo alto del acantilado y, más allá, vimos la tierra oscura de la pendiente, desprovista de su capa blanca, donde unos cuantos guijarros seguían rodando colina abajo. Era la devastación total, en menos de diez minutos. Me eché a llorar. Wolfgang me levantó sin decir nada, me abrazó y me acarició hasta que los sollozos remitieron. Después, me separó de él, me secó la sangre y las lágrimas de la cara con el guante y me rozó la frente con los labios como si curara a un niño asustado.

—Será mejor que te limpiemos y te curemos. Eres una criatura valiosa —me dijo cariñosamente, con una sonrisa. Pero las siguientes palabras del atractivo doctor Hauser, aunque igual de tiernas y solícitas me aterrorizaron— Más que valiosa.

—Eres increíble, querida. Has salido esquiando de un alud sin soltar en ningún momento ese manuscrito de la mochila. —Cuando vió que lo miraba con verdadero terror, añadió—: No tengo que verlo para saber lo que es. Te seguí hasta la montaña para asegurarme de que no lo escondías ni lo perdías. Si lo que llevas ahí es, como supongo, el manuscrito rúnico, me pertenece: yo mismo te lo envié.

LA MATRIZ

matriz
(latín = útero)... que envuelve algo o da origen a algo. Fuente, origen o causa. Del griego
= mater,
madre.

The Century Dictionary

En la tragedia, el mito trágico renace de la matriz de la música. Inspira las esperanzas más elevadas y promete el olvido del dolor más amargo.

FRIEDRICH NIETZSCHE

Todo
el que rasga la matriz es mío.

Éxodo 34,19

 

Todo el mundo puede cometer un error, pero éste era de bulto. Y
mea culpa, mea culpa,
las conclusiones a las que había llegado eran todas mías.

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