Authors: Katherine Neville
—Espero que no especularas con el presupuesto para los pollos y el venado de granja —comenté.
Olivier se me quedó mirando con la boca abierta.
—¡No me digas! —exclamó—. ¡No me digas que...!
—¿Que he pasado la noche con el doctor Hauser? Pues sí, pero no pasó nada —puntualicé. Al fin y al cabo, con el tipo de atención que despertaba Wolfgang Hauser en una población tan pequeña, pronto lo sabría todo el mundo.
—¿Que no pasó nada? —casi gritó Olivier; cerró la puerta de un portazo y se sentó como un torbellino—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que me salvó la vida, Olivier —le expliqué—. Estaba herida, como ves, y me llevó a casa. Estaba inconsciente, así que se quedó. —Me sujeté la cabeza, que me dolía.
—Creo que necesito una nueva religión —concluyó Olivier, levantándose—. El profeta Moroni no parece estar demasiado conectado con el comportamiento impulsivo de las mujeres. Siempre he admirado la fe judía, por el poder de esa palabra hebrea que tienen:
¡Oy!
¿Cuál debe de ser su origen etimológico? ¿Lo sabes? ¿Por qué le hace sentir a uno tan bien ir por ahí diciendo: «oy»?
Empezó a andar arriba y abajo repitiendo: «oy-oy-oy».
Me pareció que tenía que intervenir.
—¿Iremos a Sun Valley el fin de semana? —le pregunté.
—¿Y para qué si no me quedo trabajando hasta tan tarde todos los días? —me preguntó a su vez.
—Si Wolfgang Hauser ha vuelto de su viaje, nos acompañará —le dije—. AI fin y al cabo, el lunes empiezo a trabajar en su proyecto, y me salvó la vida.
—
Oy
—dijo Oíivier, mirando al techo—. La jorobaste del todo, profeta mío.
Esperaba que Olivier encontrara el significado de esa palabra,
oy,
y pronto. Porque estaba empezando a sonar como una descripción muy acertada de mi vida, tal como se desarrollaba últimamente.
Esa mañana temprano, puesto que no podía mover aún el brazo sin tirar de los puntos, Wolfgang me llevó al trabajo. Le pedí que se detuviera por el camino en la oficina de correos y que dejara en marcha el motor mientras entraba un momento. Firmé un impreso postal para que George, el empleado, me guardara la correspondencia unos cuantos días hasta que se me curara el brazo. Le pedí que me llamara al trabajo si llegaba algún paquete grande para que el cartero no tuviera que dejar el papel de aviso en el buzón. Si había algo importante, le dije, pasaría por correos cuando volviera a casa desde el trabajo y me lo podrían cargar ellos mismos en el coche.
—Espero que no te haya sorprendido demasiado saber lo de tu tía Zoé —me había dicho Wolfgang esa mañana, mientras yo devoraba como un lobo la tortilla de nata agria y caviar que había preparado con la extraña mezcolanza de ingredientes que guardaba en la nevera—. A tu tía le gustaría mucho conocerte y que tú la conocieras. Es una mujer fascinante, con mucho encanto, aunque comprende que el resto de tu familia la considere la oveja negra.
«No me extraña», pensé. La mayoría de los detalles de la vida de Zoé eran de sobra conocidos a partir de los libros llenos de chismorreos que había publicado sobre sí misma. Por ejemplo, su carrera legendaria como una de las bailarínas más famosas de Europa, junto con compañeras como Isadora Duncan, Joséphine Baker y los Nijinski. O su vocación legendaria como una de las mujeres de vida alegre más famosas de Europa, junto con sus modelos Lola Montes, Coco Chanel y el personaje de ficción, la Dama de las Camelias. Etcétera, etcétera.
Pero hasta el desayuno de esa mañana con Wolfgang desconocía otros detalles, como el hecho de que durante la Segunda Guerra Mundial la infame tía Zoé había sido miembro de la Resistencia francesa, por no decir nada de que actuaba también como informadora para la OSS (la Oficina de Servicios Estratégicos), el primer grupo oficial de espionaje internacional de América.
Me hubiera gustado saber qué parte de todo aquello era cierta. Aunque todos esos esfuerzos se congraciaban con nuestra rama del árbol familiar, me parecía incongruente que un grupo como la OSS, que descifraba mensajes en clave y operaba en un entorno de supuesto secreto, hubiera tratado con una bocazas efusiva y chismosa de talla mundial como la tía Zoé. Pero, si bien se mira, puede que una reputación como la suya fuera la mejor tapadera. A la larga, mucho mejor que la de su predecesora filosófica y también bailarina, Mata Hari.
Si las informaciones actuales sobre Zoé eran correctas, a sus ochenta y tres años seguía viviendo y dando guerra en París, bebiendo champán y llevando una vida tan descocada y escandalosa como siempre. Era curioso que se relacionara con alguien como Wolfgang Hauser, un alto cargo de la OIEA de Viena.
Wolfgang me explicó que en marzo del año anterior, en Viena, en un encuentro internacional para conmemorar el quincuagésimo aniversario de las «tropas pacificadoras» de la Segunda Guerra Mundial, Zoé lo reclutó cuando los dos entablaron confianza en la reunión de bienvenida en un
Heuriger
local: uno de los bares ajardinados, típicos de Austria, donde se bebe el vino de la primera uva recién seleccionada y prensada. Según Wolfgang, tras unos litros de ese vino joven, Zoé confío lo bastante en él para hablarle del manuscrito rúnico. Luego le pidió ayuda.
Wolfgang dijo que Zoé había adquirido el manuscrito, del que yo tenía una copia, hacía años, aunque no le dijo cómo ni dónde, sólo que era de la época wagneriana, antes del cambio de siglo, cuando en Alemania y Austria había surgido el interés por restablecer las raíces de la cultura teutónica, supuestamente superior. Se fundaron sociedades, me explicó, que se extendieron por toda Europa para registrar y descifrar inscripciones rúnicas de antiguos monumentos de piedra.
Zoé pensaba que ese documento era excepcional y valioso, y que podía guardar alguna relación con los manuscritos que Sam había heredado del hermano de Zoé, Earnest. Incluso era posible, le había sugerido a Wolfgang, que Sam poseyera otros documentos rúnicos, y le ayudara a identificar y traducir los suyos. Pero después de la muerte de Earnest, los esfuerzos de Zoé para comentarlo con Sam habían resultado inútiles.
Debido a su situación en el ámbito nuclear internacional, Zoé esperaba que Wolfgang pudiera entrar en contacto con Sam a través de mí, y comentar ese tema sin implicar al resto de la familia, si bien Wolfgang no veía claro por qué había decidido confiar en él, un completo desconocido.
Conociendo la reputación de mi tía, los motivos me parecían bastante claros. Zoé podía tener ochenta y tres años, pero no estaba ciega. Los hombres con los que había coqueteado no siempre eran ricos, pero siempre eran de un atractivo fuera de lo común, tan espectaculares como el mismísimo Herr Wolfgang Hauser. Sí no hubiera tenido ese manuscrito de fábula en mis propias manos, habría sospechado que la vieja licenciosa se lo había inventado todo para añadir a Wolfgang como la última alhaja de su ya muy enjoyada corona.
Aunque había aceptado la petición de Zoé de superar las defensas de nuestra familia, con la que mi tía no se hablaba, y de buscarnos a Sam y a mí para que nos involucráramos en su proyecto, Wolfgang no actuó de inmediato, sino que esperó a encontrar un motivo legítimo que lo llevara a Idaho. No podía saber que Sam estaría muerto cuando llegara, ni cómo reaccionaría yo ante el hecho de relacionarme con uno más de esos parientes a los que solía evitar como a la peste.
No tenía sentido explicar a Wolfgang que si mi primo Sam hubiera tenido ese documento, por poco tiempo que fuera, ya lo habría descifrado. Los navajos diseñaron en la Segunda Guerra Mundial el único sistema criptográfico de este siglo que no ha podido ser descifrado. La cultura amerindia genera cierta afición a este tipo de cosas, y sabía que Sam vivía y respiraba criptografía.
Pero, como tenía que recordarme una y otra vez, yo era la única persona del mundo que sabía que Sam seguía con vida. Ahora, para deshacer este nudo en el que yo misma me había atado, sólo tenía que dar con él.
Para mi decepción, el resto de la semana transcurrió sin más dificultades. No es que esperara una persecución automovilística ni otro alud para que me rescatara del aburrimiento. El problema era que no había llegado todavía ningún paquete. Ni tampoco había podido ponerme en contacto con Sam.
Había indagado en el bar No-Name, donde pregunté de la forma más indiferente posible por las llamadas telefónicas. El camarero me dijo que había observado que el teléfono de pago de la pared había sonado unas cuantas veces a principios de esa semana. Pero nadie había atendido las llamadas y ya no volvió a ocurrir.
Todos los días repasaba el correo del ordenador, que estaba siempre vacío.
Olivier y yo tuvimos que coordinar los horarios unos cuantos días hasta que pude volver a conducir, y Wolfgang seguía fuera de la ciudad. Así que, en cierto modo, era una suerte que el paquete no llegara hasta que pudiera ir sola a recogerlo. Mientras tanto, escondí el manuscrito rúnico en un lugar donde nadie pudiera encontrarlo, bajo las diez mil narices de los funcionarios del complejo: dentro de la Normativa del DDD.
La Normativa del Departamento de Defensa era la biblia de todas las sucursales de investigación y desarrollo del Gobierno federal: treinta y cinco volúmenes encuadernados de normas y disposiciones, que debían ser consultados antes de hacer cualquier cosa, desde desarrollar un sistema informático hasta construir un reactor de agua. A los contribuyentes les costaba una fortuna producir y actualizar este documento básico. Teníamos muchos ejemplares en el complejo: había uno en la estantería de dos metros, en la parte exterior de mi despacho. Pero en los cinco años que llevaba trabajando ahí, no había visto ni una sola vez a nadie que se acercara por casualidad a echarle un vistazo, ni mucho menos que lo consultara con algún fin específico. Dicho sin rodeos, podíamos haber empapelado las paredes de los aseos con la Normativa del DDD y, aun así, dudo que alguien se fijara.
Era la única que había tratado de leérselo, pero con una vez tuve bastante. Lo que vi resultaba menos comprensible que el código fiscal modificado de Hacienda: el estilo de redacción del Estado, por excelencia. Estaba segura de que nadie encontraría el manuscrito rúnico si lo escondía ahí.
El viernes, pues, el primer día que fui capaz de conducir yo misma hacia el trabajo, me quedé hasta después de que Olivier se fuera. No le extrañó. Partíamos hacia Sun Valley al amanecer, por lo que tenía que terminar el trabajo que debía dejar listo para el fin de semana. En cuanto se marchó para preparar su equipaje, empecé a sacar volúmenes del ejemplar de la Normativa y a retirar las cubiertas. Intercalé una página de runas cada cuarenta o cincuenta páginas, en todos los volúmenes.
Acabé a las diez. Estaba contenta de no haberme herido el brazo al manejar esos libros tan pesados durante tanto rato. Me senté ante el escritorio para descansar un momento y centrar las ideas. Sin querer, le di al ratón. Los movimientos regulares del salvapantallas desaparecieron y quedaron sustituidos por una nueva pantalla, que iluminaba la habitación medio oscura.
Me la quedé mirando. Un símbolo que no había visto nunca, como un asterisco gigante, ocupaba gran parte de la pantalla:
Bajo ese símbolo aparecía un interrogante.
¿Cómo había llegado eso al ordenador? No podía ser obra de nadie de la oficina; me había pasado el día sentada al escritorio.
Introduje un interrogante en el terminal para activar la Ayuda. La pantalla de Ayuda me mostró un mensaje que no había visto antes, y que estaba segura de que no formaba parte del programa: decía que comprobara el correo.
Abrí el archivo de mensajes, aunque lo acababa de vaciar del todo hacía sólo unas horas, esa misma tarde. Sin embargo, contenía un nuevo documento. Recuperé el mensaje en pantalla.
Se empezó a formar despacio, como si hubiera una mano oculta dentro del tubo que compusiera la imagen. Observé fascinada y aturdida cómo las letras iban apareciendo como por arte de magia. Antes de que hubiera terminado ya sabía quién lo había puesto ahí: sólo podía haber sido Sam.
Saqué unas cuantas copias por la impresora láser para poder trabajar con ellas a mano y las estudié.
A pesar de que sabía que la primera norma de seguridad era borrar de la máquina lo más deprisa posible cualquier mensaje cifrado que recibiera, también conocía a Sam. Si Sam quería que algo se destruyera enseguida, lo habría programado para que desapareciera al imprimirlo. El hecho de que siguiera apareciendo en pantalla significaba que contenía más pistas, aparte de la secuencia de las letras en sí. Puede que ya hubiera recibido una: el asterisco.