Authors: Katherine Neville
—A pesar de que la segunda cruzada, animada por Bernardo de Claraval, había resultado un desastre —concluyó el padre Virgilio—, los templarios siguieron floreciendo durante toda su vida. El abad de Claraval se propuso entonces la curiosa tarea de escribir cien sermones alegóricos y místicos sobre el Cantar de los Cantares, de los que concluyó ochenta y seis antes de su muerte. Más singular aún es que Bernardo se identificara a sí mismo con Sulamita, la virgen negra del poema, mientras que la Iglesia era, por supuesto, Salomón, su amado rey. Hay quien considera que los cantares son la forma cifrada de un antiguo ritual de iniciación esotérica, que habría servido de clave a los misterios religiosos y que Bernardo había descifrado. Aun así, la Iglesia tenía a Bernardo en tal consideración que lo canonizó sólo veinte años después de su muerte en 1153.
—¿Qué sucedió con la Orden del Temple que él había contribuido a fundar? —le pregunté—. Ha comentado que sus caballeros fueron después considerados culpables de herejía y que la orden se suprimió.
—Se han escrito cientos de libros sobre su destino —explicó Virgilio—. Estaba tirado por una estrella que ascendió deprisa, brilló con intensidad durante dos siglos y luego desapareció con la misma rapidez con la que había surgido. El encargo inicial del papa era proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa y mantener la seguridad del Templo de la Montaña. Pero esos pobres caballeros de Jerusalén y el templo del rey Salomón se convirtieron pronto en los primeros banqueros europeos. Con el tiempo, las cabezas coronadas de Europa les cedieron propiedades acreedoras de un diezmo. Muy involucrados en política, se mantuvieron independientes de la Iglesia y el Estado. A la larga, esas dos instituciones acusaron a los templarios de herejía, traición y desviaciones sexuales de cariz satánico. Capturaron hasta el último de sus miembros y la Inquisición los torturó y quemó en la hoguera.
»En cuanto al inmenso tesoro de los templarios —prosiguió—, según se dice, contenía reliquias sagradas de enorme poder, como la espada de san Pedro y la lanza de Longino, por no mencionar el propio Santo Grial; reliquias que los caballeros distinguidos buscaron a lo largo de toda la Edad Media, desde Galaad hasta Parsifal. Sin embargo, el paradero de ese tesoro es un misterio que hasta la fecha permanece sin resolver.
Ni que decir tiene que no se me escapaban los paralelismos entre las historias medievales del padre Virgilio y todos los detalles que me habían soltado los demás. Había referencias a Salomón y su templo, que los relacionaba con todos desde la reina de Saba hasta los cruzados. Pero el relato de Virgilio parecía señalar también en otra dirección: una vez más, hacia un mapa. A pesar de que no conseguía ver el trazado completo, esperaba atar como mínimo algunos cabos sueltos. Y Wolfgang lo hizo por mí mientras observábamos el mapa de Virgilio extendido ante nosotros en la mesa.
—Es increíble lo claras que se ven las cosas cuando miras un mapa —dijo Wolfgang—. Ahora me doy cuenta de cuántas viejas epopeyas (la
Edda
islandesa, incluso las primeras leyendas del Grial de Chrétien de Troyes) describen batallas y aventuras localizadas en esta región. Cuando Richard Wagner escribió la tetralogía de
El anillo del nibelungo
que tanto admiraba Hitler, se basó en la epopeya germana llamada
Nibelungenlied,
que relata cómo la Tormenta del Este, Atila rey de los hunos, recibió los ataques de los nibelungos, quienes no eran otros que los merovingios.
—Pero todo eso sucedió mucho antes de las cruzadas —indiqué—. Aunque estemos hablando de la misma región, ¿cómo se relaciona con Bernardo o los templarios, cientos de años posteriores?
—Todo está formado a partir de lo que sucedió antes —sentenció Virgilio—. En este caso, está relacionado con los tres reinos: el que estableció el padre de Salomón, en Jerusalén; el reino creado por los merovingios en la Europa del siglo v, y el reino cristiano de Jerusalén, fundado cinco siglos después, durante las cruzadas, por hombres que procedían de la misma región de Francia. Existen muchas teorías, pero todas se reducen a una cosa: la sangre.—¿La sangre? —pregunté.
—Algunos afirman que los merovingios llevaban sangre sagrada —afirmó—. Un linaje que descendía quizá del hermano de Cristo, Santiago, o incluso de un matrimonio secreto entre Magdalena y el mismo Jesús. Otros sostienen que la sangre del Salvador fue recogida por José de Arimatea en el Santo Grial, recipiente que más adelante Magdalena trasladó a Francia y conservó para cuando llegara el día en que la ciencia pudiera recomponer con ella un ser humano.
—¿Se refiere a algo como la recreación del ADN, o clonación? —solté con una mueca.
—Esos puntos de vista no sólo son heréticos sino, si me permiten la expresión, bastante ridículos —replicó Virgilio con una sonrisa irónica—. Hay un dato curioso que sí conocemos sobre las líneas de sangre: que todos los reyes de Jerusalén durante los años de dominio cristiano descendían de una mujer, Ida de Lorena.
No se me había pasado por alto que existían dos montes Ida de importancia. El primero, en Creta, era el lugar natal de Zeus, un destacado centro de culto a Dioniso que conectaba asimismo con Hermione en el mapa. El segundo, en la costa de la actual Turquía, era el lugar donde se celebró el juicio de Paris; desde su cima los dioses observaron el progreso de la guerra de Troya. Y ahora, una tercera Ida, según Virgilio, era la antepasada de todos los reyes que gobernaron Jerusalén a lo largo de doscientos años. Una mujer oriunda de la misma región de la que estábamos hablando. Y por lo visto, eso no era todo.
—La gran historia de la alta Edad Media en Europa no fue la de las cruzadas —explicó Virgilio—, sino el feudo sanguíneo entre dos familias conocidas en los libros de historia por los nombres italianos de güelfos y gibelinos. Pero en realidad eran alemanes: duques de Baviera llamados Welf, que significa «cachorro» u «osezno», y los Hohenstaufen sajones denominados Waiblingen, o «colmena». Sólo un hombre, que casualmente era también protegido de Bernardo de Claraval, aunaba la sangre de esos adversarios. Se trataba de Federico Barbarroja, que sobrevivió a la desastrosa segunda cruzada de Bernardo para convertirse en emperador del Sacro Imperio.
»Como primer gobernante que llevaba la sangre de esas dos importantes tribus germanas, cuyas batallas particulares habían definido la historia de la Edad Media, Barbarroja era considerado el salvador del pueblo alemán, el líder que un día los había de unir para gobernar el mundo.
»Se dedicó a convertir Alemania en una gran potencia y a los sesenta y seis años preparó la tercera cruzada. Sin embargo, de camino hacia Tierra Santa, murió ahogado en misteriosas circunstancias mientras se bañaba en las aguas de un río al sur de Turquía. Su famosa leyenda sostiene que Barbarroja reposa ahora en el interior de la montaña de Khyffháuser, en el centro de Alemania, y que un día acudirá en auxilio de los pueblos alemanes cuando más lo necesiten.
Virgilio puso las manos en el mapa y me preguntó:
—¿No le recuerda eso otra historia?
Sacudí la cabeza mientras Wolfgang posaba el dedo en el mapa y trazaba despacio un círculo alrededor de la región de la que había hablado Virgilio. Cuando oí sus siguientes palabras, me quedé helada.
—Según el arquitecto de Hitler, Albert Speer, era precisamente en esta zona donde Heinrich Himmler quería crear, tras la victoria alemana en la guerra, un «estado paralelo de la SS» —me explicó Wolfgang—. Himmler pensaba establecer en él soldados de alto rango de las tropas de asalto con esposas de raza pura, elegidas por la rama de investigación genealógica de la SS, para que ellos y sus hijos formaran un Reich independiente. Deseaba purificar la sangre y reavivar los antiguos lazos místicos con la tierra: tierra y sangre.
Lo miré horrorizada, pero no había terminado.
—Por ese mismo motivo Hitler bautizó su ataque al este como operación Barbarroja, para despertar el espíritu dormido del emperador Federico, que llevaba tantos años en la montaña. Quería invocar la sangre mágica de los largo tiempo desaparecidos merovingios: iniciar un nuevo orden mundial utópico basado en la sangre.
Se creía que la sangre que corría por las venas [merovingias] les confería poderes mágicos: podían hacer crecer las cosechas al caminar por los campos, podían interpretar las canciones de los pájaros y las llamadas de los animales salvajes y eran invencibles en combate, siempre que no les cortaran los cabellos...
Pipino [elprimer carolingio] carecía de los poderes mágicos inherentes a la sangre real. Así pues buscó la bendición de la Iglesia... para mostrar que su reinado no procedía de la sangre, sino de Dios. Pipino se convirtió así en el primer monarca que gobernó por la gracia de Dios. Para subrayar la importancia de este acto, Pipino fue ungido en dos ocasiones, la segunda junto con sus dos hijos [Carlomagno] y Carlomán, [para unir] el nuevo concepto de monarquía y de derecho divino a la noción germana de poder mágico transmitido en la sangre.
MARTIN KITCHEN,
Cambridge Illustrated History of Germany
INTROITO
Durante ese tiempo [Herodes Antipas] vivía sometido casi por completo a la influencia de una mujer que le motivó una serie de desgracias.
EMIL SCHURER,
The History of
the Jewish
People
i
n the Age of Jesús Christ
Tras todas las aflicciones que maldicen nuestra vida, se esconde una mujer.
GILBERT Y SULLIVAN
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea, estaba de pie con los brazos abiertos en el centro de la cámara real, como todas las mañanas, mientras tres de sus esclavos personales lo preparaban para su aparición en la cámara de recepción para escuchar demandas. Le unieron las cintas del peto dorado a las pesadas cadenas de Estado y le dispusieron las vestiduras ceremoniales rojas sobre los hombros. Una vez finalizado el atuendo, los esclavos se arrodillaron y se retiraron por indicación de su liberto, Ático, que acompañaba a los guardas apostados fuera para seguir al tetrarca en el paseo desde el ala privada del inmenso palacio en Tiberíades.
Esta larga caminata en silencio era el único momento del día en que Herodes Antipas disponía de tiempo para pensar, y en ese momento tenía que meditar muchas cosas. Ya sabía lo que le aguardaba en la cámara: el recién llegado mensajero imperial despachado por el emperador Calígula desde su residencia de verano en Baia; un emperador que, como Antipas no podía permitirse olvidar, se consideraba a sí mismo un dios.
De todos los males que le habían sucedido a Antipas en los últimos tiempos, éste podía muy bien ser el peor. Y en este caso, como en crisis anteriores, el eje se centraba en su propia familia. Quizá lo llevaban en la sangre, pensó Antipas con cierto sarcasmo. Como muchos habían observado, la breve historia de la dinastía herodiana no estaba exenta de problemas de consanguinidad. Ya fuera mediante la endogamia, los feudos sanguíneos, las sangrías o los baños de sangre absolutos, daba la impresión de que a los Herodes les gustaba que las cosas quedaran en familia. Esta úlcera en el linaje herodiano procedía directamente del padre de Antipas, Herodes el Grande, un hombre sumido en su propia sensualidad y codicia, que había aplacado sus ansias de riqueza y poder con la sangre de sus parientes: un grupo que comprendía diez esposas y docenas de hijos a muchos de los cuales exterminó con una eficacia reservada para los animales sacrificados.
El mismo Herodes Antipas había figurado en un lugar muy secundario en la línea sucesoria. Pero debido a la súbita escasez de herederos existente a la muerte de su padre hacía cuarenta años, el reino quedó distribuido entre él, su hermano Arquelao y su hermanastro Filipo de Jerusalén. Tras la muerte de estos dos hermanos, Antipas se convirtió a los sesenta años en el último Herodes que seguía poseyendo tierras judías. Pero todo eso había cambiado debido en gran parte a las maquinaciones de su ambiciosa esposa Herodías. Antipas sabía que desde el principio había caído sobre él una maldición por el amor, la lujuria, la pasión obsesiva que le inspiraba una mujer que era su sobrina y que, cuando la había conocido, estaba casada con otro de sus hermanastros herodianos, Herodes Filipo de Roma. Aparte de lo mortificante que pudiera resultar a sus subditos judíos que le robara la esposa a su hermano, la herida se exacerbó todavía más cuando Antipas repudió a su primera esposa, una princesa de sangre real.
Para colmo de males, ante la insistencia de Herodías y de su hija Salomé, diez años atrás Antipas había ordenado la ejecución de un líder espiritual de las bases de la comunidad esenia, cuyo único delito consistía en haber llamado prostituta a la mujer del tetrarca en público. Herodías, siempre ávida de poder, no satisfecha con haber decapitado a ese hombre para salvar su reputación, volvía al ataque, esta vez dentro de su propia familia, con la que llevaba largo tiempo enemistada.
Hacía más de cuarenta años, cuando Herodes el Grande ordenó ejecutar al padre de Herodías, ésta y su hermano Agripa fueron conducidos por su madre a Roma, donde crecieron junto con los hijos de la familia imperial. Agripa, que a la sazón rondaba los cincuenta, se había echado a perder por completo. Era un derrochador disoluto, cuyo único logro consistía en haber adquirido los gustos de un rey. Y ahí estaba la raíz del problema. Porque gracias a su amistad con Calígula, ahora Agripa, el hombre que sería un rey, era rey de verdad.