Authors: Katherine Neville
Pandora, que seguía teniendo a Zoé colgada al hombro como si fuera una estola de pieles, se volvió hacia el resto de nosotros.
—Como sabéis, niños, trae mala suerte lanzar los secretos al viento: se rompe el hechizo —anunció—. Así que os revelaré el deseo de vuestra madre a cada uno en secreto.
Puede que Pandora fuera el hada o la hechicera que parecía. Hizo bajar a Zoé de su hombro a la cama y tiró de las cintas almidonadas que le adornaban el pelo, mientras sacudía la cabeza.
—Pobrecita mía, te han preparado y engalanado como a un pavo de Navidad —le dijo a Zoé, como si hubiera oído nuestra anterior conversación en el salón. Le quitó las rígidas cintas mientras le susurraba el deseo de nuestra madre al oído. Luego, añadió:
—Ve y dale un beso a tu madre para agradecerle el deseo.
Zoé gateó por la cama y obedeció.
Luego, Pandora se dirigió hacia Earnest, le susurró del mismo modo y se siguió un procedimiento idéntico.
Me costaba creer que, en lo concerniente a mí, hubiera mucho que decir en el capítulo de deseos. ¿Cómo podía mi madre desearme nada, si acababa de admitir que, a mis espaldas, me había vendido como si fuera un mueble a Hieronymus Behn, a quien le iba a faltar tiempo para destruir mis esperanzas futuras tan a fondo como había hecho con mi presente y mi pasado?
Quizá fuesen imaginaciones mías, pero diría que mi padrastro, que seguía cerca de mí, se puso tenso cuando Pandora se nos acercó con su vestido de seda gris. Por primera vez desde que había entrado en la habitación, ella no sólo pareció darse cuenta de su presencia, sino que lo miró directamente a los ojos, pero con una expresión que no alcancé a entender.
Me volvió a apoyar la mano en el hombro y se me acercó al oído, de modo que su mejilla rozaba la mía. Podía oler el aroma cálido de su piel y sentí el mismo hormigueo excitante que antes. Pero sus siguientes palabras, pronunciadas con gran énfasis, me helaron la sangre.
—No muestres ninguna reacción por lo que voy a decirte —susurro con urgencia—. Estamos todos en gran peligro debido a tu presencia aquí, tú más que nadie. No puedo explicártelo hasta que salgamos de esta casa llena de espías, de mentiras y de dolor. Intentaré arreglarlo para mañana, ¿de acuerdo?
¿Peligro? ¿Qué tipo de peligro? No entendía nada, pero asentí con la cabeza para indicar que no reaccionaría de ninguna manera. Pandora me apretó con fuerza el hombro y volvió hacia la cama para estrechar la mano de mi madre mientras se dirigía a los criados.
—Frau Behn está muy contenta de ver a sus hijos por fin reunidos —les informó—. Pero incluso una visita tan corta la ha fatigado. Será mejor que la dejemos descansar.
Antes de que los criados se marcharan, Pandora llamó a mi padrastro.
—Herr Behn, a su esposa le gustaría que ordenara el carruaje para mañana a primera hora, para que pueda llevar a los niños de excursión por Viena antes de que Lafcadio vuelva a la escuela.
Los ojos de mi padre centellearon un momento mientras permanecía ahí de pie, a mi lado, a medio camino entre la cama y la puerta. Pareció dudar antes de inclinar ligeramente la cabeza en dirección a Pandora.
—Con mucho gusto —dijo, aunque su voz no lo expresaba. Se volvió y dejó la habitación.
Cuando salimos a la mañana siguiente, estaba nevando, pero el cielo oscuro y las inclemencias del tiempo no arredraban a Zoé, que estaba encantada de participar en algún tipo de misterio, en especial si en él estaba envuelto su nuevo hermano, a quien podía mandar e intimidar. Apenas podía esperar a que los criados terminaran de abrigarla para llevarme a los establos donde los niños, según descubrí, contábamos con nuestro propio vehículo, un coche de cuatro caballos. Ya estaba dispuesto por instrucciones de mi padre, los caballos con los arreos puestos, a punto para la marcha, y el cochero sentado en el pescante. Los compartimientos cercanos contenían landos y cabriolés y el flamante automóvil nuevo de la familia.
Me había pasado toda la noche despierto, dando vueltas, lleno de interrogantes acerca del críptico mensaje de Pandora.
Esa mañana, en el calor del coche cerrado, mientras los cascos de los caballos golpeaban los adoquines de las calles y observaba Viena por primera vez con detalle, vi cómo Earnest se volvía varias veces para lanzar miradas a la espalda erguida del conductor a través del cristal de moscovita que nos separaba de él. Así que me mordí la lengua y esperé, mientras me iba alterando más a cada instante que pasaba. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía imaginarme qué clase de peligro real podía acechar a un niño de doce años en un ambiente enrarecido como el de la casa Behn, rodeada de criados y riquezas.
Pandora interrumpió esos pensamientos.
—¿Habéis ido alguna vez a un parque de atracciones? —preguntó con una sonrisa—. El Volksprater, o parque del pueblo, había sido la reserva de caza del emperador José II, el que fue hermano de María Antonieta y también mecenas de Mozart. Hoy en día tiene muchas atracciones interesantes. Está el carrusel, un tiovivo que da vueltas en reuniones o de viaje, por negocios importantes. No estamos nunca a solas con madre tampoco: mi tutor, la niñera de Zoé o los criados siempre revolotean por ahí, como ayer por la noche.
—Tu madre vive casi como una prisionera en su propia casa —corroboró Pandora. Luego, al ver mi expresión añadió—: No quiero decir que la tengan encadenada en la buhardilla. Pero desde que se trasladó a Viena hace ocho años, no le han permitido estar sola. La vigila todo un ejército de criados, que le leen la correspondencia. Nunca recibe amigos ni visitas, y nunca sale de la casa sin ir acompañada.
—Pero tú dijiste que eras amiga suya —señalé.
Todos estos años le había estado dando vueltas a la cabeza para comprender el abandono de mi madre, un abandono todavía más amargo puesto que sus otros dos hijos permanecían con ella. Creía, o quería creer, que mi padrastro era el culpable de mi situación. ¿Era pues un canalla tan ruin como había imaginado? Pero las revelaciones de Pandora no habían hecho más que empezar.
—Después de casarse con tu madre hace doce años —dijo—, Hieronymus Behn invirtió la fortuna de tu padre, incluidos los intereses en minería que tu madre conservaba, en un consorcio internacional mineral e industrial con participaciones tan amplias que ya no podía dirigirse desde un lugar tan provinciano como África, sino desde una capital mundial como Viena. Tu padrastro pronto averiguó que en Viena no bastaba con poseer una esposa bella y rica, cuyos activos podía explotar con impunidad. Para introducirse en los mejores salones era preciso contar con unas credenciales sociales impecables. En la próspera Austria católica, cualquier origen holandés pobre y calvinista tenía que ser rápidamente ocultado, junto con las historias de la ascendencia desconocida de tu madre y su educación en un orfanato. Por otra parte, se esperaban ciertas aptitudes culturales de una mujer de la posición de Hermione: un dominio de las bellas artes y de la música que ella no poseía.
»Pero esa situación resultó de agradecer. Porque, si bien en la casa siempre había alguien vigilando, Hermione podía participar en la selección de los maestros que habrían de impartirle lecciones a ella y a los niños; lecciones que le supondrían la primera oportunidad de estar a solas, aunque sólo fuera por poco tiempo, con alguien que no estuviera sometido a un control total de su marido. Así fue como nos conocimos tu madre y yo: había entrevistado a muchos instructores antes que a mí. Pero después de pasar unos minutos con cada uno de ellos, uno tras otro, no encontraba a nadie que se ajustara a los criterios que en secreto quería.
—¿En secreto? —pregunté, sorprendido.
Pandora me miró directamente a los ojos con una expresión extraña.
—Verás, tu madre estaba convencida de que sólo la satisfaría un instructor que fuera de Salzburgo.
—¡Salzburgo! —exclamé, al comprender la verdad—. ¿Mi madre quería encontrarme, pero él no la dejaba?
Pandora asintió y prosiguió.
—Yo tenía un amigo llamado August, o Gustl para abreviar, un joven intérprete de viola que estudiaba en el Conservatorio de Viena y, aparte, daba lecciones de música para pagarse el alquiler. Gustl es de una ciudad que no queda lejos de Salzburgo y sabía que yo tenía familia ahí. Cuando tu madre entrevistaba a los instructores y sacó a relucir el tema de Salzburgo, Gustl me mencionó y así fue como me convertí en profesora de música de la casa Behn.
—Y así fue como Pandora te encontró en Salzburgo —metió baza Zoé—. Por eso madre, Earnest y yo sabemos tantas cosas de ti.
—Pero nunca viniste a verme a Salzburgo —señalé.
—¿Ah, no? —dijo Pandora, arqueando una ceja.
Habíamos llegado al centro del parque. Ahí, en la confluencia de los caminos, se encontraba la noria Ferris que Earnest había mencionado. Parecía hecha de oropel, con sillitas plateadas que se balanceaban, y tan alta que desaparecía por encima de las nubes. Estaba seguro que desde allá arriba, en un día claro, podría verse todo el Ringstrasse, el círculo mágico que rodeaba la ciudad de Viena. Un poco más adelante estaba el carrusel: avestruces, jirafas y ciervos acrobáticos que parecían incongruentes en aquel lúgubre paisaje nevado. Se movía en silencio, de forma misteriosa: el círculo daba vueltas y más vueltas sin que nadie lo empujara, como si los animales nos hubieran estado esperando.
No muy lejos, sentado en un banco de piedra, había un hombre con un chaquetón y una gorra de marinero, de espaldas a nosotros. Echó a correr, como si nos esperara. Agarré a Pandora por el brazo en medio del camino.
¿Por qué me ha tenido mi padrastro alejado de mi madre durante tantos años? —pregunté—. ¿Qué madre lo permitiría? Aunque ruera una prisionera, como dices, seguro que podría haber enviado a escondidas una carta o dos en todo ese tiempo...
Calla —dijo Pandora, impaciente—. Ayer por la noche te dije que corrías peligro. Todos lo corremos, incluso en este lugar solitario, si nos oye alguien. Es por el dinero, Lafcadio, por el dinero de tu padre: el equivalente a cincuenta millones de libras esterlinas en
krugerrands
sudafricanos de oro y valiosos intereses en minería. Lo dejó todo a tu madre en fideicomiso para que viviera de las rentas hasta su muerte y que pasara a tus manos después. ¿No te das cuenta?, ¡se está muriendo! Él se hizo con el dinero, la obligó a firmar esos papeles de adopción, con la amenaza de dejar de proveer a los tres niños si se negaba. Ahora los remordimientos la atormentan, pues no sabe lo que será de ninguno de vosotros...
—Y Earnest y yo queremos escaparnos contigo. —Zoé terminó la frase por ella.
—¿Conmigo? —objeté, mientras las ideas se me agolpaban en la cabeza—. Pero si yo no me voy a ninguna parte. ¿Adonde podría ir? ¿Qué haría?
—Creía que podías guardar un secreto —riñó Pandora a Zoé. Le arregló un mechón de cabello que le salía del gorrito ribeteado con pieles. Luego, se dirigió a mí y dijo—: Me gustaría presentarte a mi primo Dacian Bassarides, quien te explicará el plan que tenemos en mente. En invierno, es el conservador del Prater. En verano...
Pero yo ya no atendía a sus palabras. El joven con el chaquetón se acercó, me cogió la mano enguantada con las suyas y me sonrió afectuosamente como si compartiéramos un secreto íntimo, ¡como de hecho era el caso! Yo estaba totalmente atónito. Entonces, poco a poco, las piezas empezaron a encajar en su sitio por entre la bruma que envolvía el bosque de mis pensamientos.
No le había contado a nadie mi obsesión privada, que había alimentado como una llama a lo largo de esos solitarios días de mi infancia. Desde que llegué a la escuela en Salzburgo, todos los días iba después de las clases a un bosque que había cerca y tocaba durante horas un pequeño violín, casi un juguete, que me habían regalado de niño. Ni siquiera los profesores de la escuela lo sabían.
Pero existen límites a lo que incluso el más ardiente deseo puede lograr con un instrumento tan precario, por no mencionar el limitadísimo alcance de mi instrucción, que había obtenido escuchando a hurtadillas tras las puertas del Mozarteum. Todo eso cambió un día, hacía casi un año, cuando un hombre joven y atractivo se me acercó por el bosque tocando su propio violín, con compases tan dulces y conmovedores que uno olvidaba que hubiera un violín, como si los sonidos que emitía su alma se mezclaran con el aire en un abrazo largo y apasionado. Le hacía el amor al viento.
Ese mismo día, el joven que me acababan de presentar como el primo de Pandora, Dacian Bassarides, cuyo nombre desconocía hasta ese momento, se había convertido en mi profesor. Nos encontrábamos en el bosque varias veces a la semana y en pocas palabras me enseñó a tocar. Así que ése había sido el mensajero que Pandora y mi madre habían enviado a Salzburgo para que me encontrara.
—Tu madre tiene un «último deseo» para ti, Lafcadio —dijo Pandora mientras subía a Zoé a la plataforma del tiovivo—. Cuando le informamos de tu talento, fue su propósito que te convirtieras en un eran violinista, el mejor del mundo a ser posible. Con ese objeto, ha conservado un fondo privado que tu padrino, el señor Rhodes, había dispuesto para ti de forma separada, un fondo del que tu padrastro no sabe nada. No se trata de una suma demasiado cuantiosa, pero servirá para sufragar tu educación musical cuando estés preparado. Dacian ha aceptado ayudarte los próximos años a prepararte para el conservatorio. Si tu padrastro interrumpiera tu estancia en la escuela, te encontraríamos un lugar para vivir. ¿Te parece bien este plan de tu madre?
¿Que si me parecía bien? En un solo día, mi mundo se había invertido por completo: de un futuro que parecía un campo de prisioneros con mi padrastro como carcelero había dado paso a un fragante lecho de rosas y narcisos donde todas mis fantasías se convertirían pronto en realidad.
Se me hizo muy corto, pero debimos de pasar una hora o más dando vueltas en el tiovivo nevado. Dacian tocaba fragmentos al violín con dedos fríos (no había vapor, explicó, para tocar el órgano de vapor) y Pandora tarareaba el contrapunto a través de la bufanda, de donde su aliento surgía en forma de nubéculas. Zoé bailaba y retozaba por el círculo mientras éste giraba, y Earnest y yo cabalgábamos orgullosos en las monturas que habíamos elegido, un lobo para mí y un águila voladora para él. Mientras tanto, mis dos hermanos me hablaban en susurros de cómo podría ser la vida sin nuestra madre, una cuestión interesante desde mi punto de vista, puesto que describía todo mi pasado.