Authors: Katherine Neville
Mientras Dios desoía el deseo de Raquel de tener hijos, su hermana Lía dio a luz a cuatro varones. Raquel ofreció a Jacob su criada Bilhá, quien le dio dos hijos varones más. Puesto que Jacob ya no acudía a la cama de Lía, ésta le ofreció su propia criada Zilpá, que también tuvo dos hijos de Jacob, mientras que la infeliz Raquel seguía estéril. Pero las cosas iban a cambiar.
Un día, el hijo mayor, Rubén, encontró unas mandragoras en los campos de trigo y se las llevó a su madre, Lía. Las mandragoras favorecen la concepción y están asociadas a la tentación de Eva. Raquel le pidió a Lía que las compartiera con ella, pero Lía sólo accedió con la condición de recuperar los favores de Jacob como esposo. La desesperada Raquel consintió, tras lo cual Lía dio a luz a dos hijos varones mas. Y entonces fue cuando se produjo el acontecimiento crucial. El séptimo y último hijo de Lía, el decimoprimero de los hijos de Jacob, íue una niña, que recibió el nombre de Dina.
Al nacer Dina, la fertilidad de Lía y la esterilidad de Raquel tocaron ambas a su fin. El primer hijo de Raquel, José, más adelante virrey de Egipto, se convirtió por tanto en el duodécimo hijo de Jacob. Y su último hijo fue Benjamín, cuyo alumbramiento provocó la muerte de Raquel y significó el final del ciclo familiar. Su número era el trece.
La secuencia en que nacieron los niños, el modo en que Jacob los bendijo antes de morir e incluso el modo en que, más adelante, Moisés bendijo a las tribus en el desierto son importantes, como bien es sabido, en la historia de nuestro pueblo. Pero Dina no vuelve a aparecer en la narración hasta que su padre Jacob regresa de su exilio voluntario en el norte y lleva de nuevo a su familia a Canaán.
Jacob compró tierras de un príncipe local, Hamor, construyó un pozo —que hoy todavía se conserva— a los pies del monte sagrado de Garizim y se estableció con su familia en la tierra de Canaán. Un día, cuando Dina atravesaba los campos de trigo para reunirse con algunas de las chicas locales, el hijo de Hamor, Siquem, la vio y la quiso, y la deshonró allí mismo, en el campo. Pero cuando Siquem se dio cuenta de que estaba enamorado de Dina, la llevó a casa y le pidió a su padre, Hamor, que dispusiera lo necesario para que pudieran casarse.
Hamor fue a ver al padre y a los hermanos de Dina y les ofreció la mitad de sus propiedades si permitían el matrimonio. Jacob y sus hijos accedieron, pero sólo si todos los varones del clan cananeo aceptaban ser circuncidados como establece el rito judío. Sin embargo, dos de los hermanos de Dina mintieron, porque en cuanto los varones cananeos se hubieron sometido a esta operación, Simeón y Leví se abatieron sobre sus hogares, mataron a todos los hombres, se llevaron a Dina por la fuerza de casa de sus captores, saquearon y destruyeron las viviendas, y partieron con las mujeres y los niños, las ovejas y los bueyes, y las riquezas materiales. La familia de Jacob se vio obligada a huir de Canaán por miedo a un castigo por ese engaño y esa masacre sangrienta.
Sabemos dos cosas más respecto a este relato:
Jacob y su familia abandonaron Canaán para no regresar nunca más. Cerca del pozo que cavaron, el pozo de Jacob, creció el roble de Siquem, donde un día Moisés ordenaría a los hebreos que erigieran su primer altar al regresar de Egipto a la tierra prometida. Bajo ese árbol, ahora famoso, Jacob enterró todas las ropas, joyas y tesoros, incluidos ídolos y estatuas, todas las pertenencias de sus esposas, concubinas, criados y cautivos de Canaán, para que todos ellos pudieran ponerse ropas limpias y empezar una nueva vida antes de entrar en la tierra del pueblo de su padre.
Entre la tierra de Canaán que dejaron atrás y la tierra de Judea, que se extendía ante ellos, cerca de Belén, Raquel dio a luz al duodécimo y último hijo, a quien ella llamó Ben-Oní pero Jacob denomino Benjamín y, después, murió.
—¿Y qué fue de Dina, la causa de todos esos cambios de fortuna, de esos principios y finales e inversiones de destino? —quiso saber Lovernios, cuando José hubo terminado su relato.
—No sabremos nunca lo que sintió respecto a la traición cometida por sus hermanos en su nombre, porque es la última vez que se la menciona en la Tora —explicó José—. Pero los objetos que fueron enterrados bajo el roble suelen recibir el nombre de «legado de Dina», puesto que cambiaron el sino del pueblo hebreo y le arrancaron su pasado e incluso su identidad. Desde ese día de hace casi dos mil años en que abandonó Canaán, la actual Samaría, y entró en Hebrón, la actual Judea, renació a una vida nueva y diferente.
—¿Crees que ése era el mensaje oculto de Esus de Nazaret? —le preguntó Lovernios—. ¿Arrancarnos nuestro pasado y renacer a un nuevo modo de vida?
—Eso es lo que espero averiguar con el contenido de esos cilindros —respondió José.
—Me parece que, a partir de la carta de esta mujer ya puedo adivinar lo que pensaba Esus de Nazaret y por qué contó ese relato a sus discípulos —afirmó el príncipe—. Está relacionado con el pozo de Jacob que mencionaste, y con el árbol.
José observó esos ojos azules, que casi parecían lagunas negras a la luz de la hoguera.
—Mi gente también tiene robles, amigo mío —comentó Lovernios—, arboledas que poseen sin excepción un pozo sagrado, alimentado por una fuente sagrada. Y en cada uno de esos lugares santos rendimos tributo a una diosa especial. Su nombre no es ni Dina ni Diana, sino Danu. Mi propia tribu, por ejemplo, los
Tuatha De Danaan,
es el pueblo de Danu, lo que parece demasiado relacionado para ser una simple casualidad. Danu es la gran virgen, madre de todas las «aguas encontradas», es decir, del agua dulce como la de esas fuentes y pozos. Su nombre significa «el regalo», porque esa agua es vida en sí. Y le rendimos tributo de forma muy similar a como lo hacía tu antepasado Jacob, sólo que nosotros no enterramos nuestro tesoro bajo un roble, sino que lo lanzamos en el pozo cercano al roble, donde es recibido por los brazos abiertos de la diosa.
¿De verdad crees que el mensaje final del Maestro era...? —empezó a decir José.
—¿Lo que podría decirse infiel o pagano? —Lovernios terminó por él la frase con una sonrisa irónica—. Me parece que nunca llegaste a comprenderlo; ninguno de vosotros, ni siquiera en su infancia. Lo veíais como un gran filósofo, un profeta poderoso, un rey salvador.
—Pero yo lo veía como
un fili,
un profeta, ve a otro, con los ojos descubiertos: como quien dice, desnudo. Desnudo como cuando llegamos a este mundo y desnudo como cuando morimos. Un
fili
puede ver el alma del otro y el alma de tu Esus de Nazaret era antigua. Pero había algo más...
—¿Algo más? —dijo José, aunque le daba cierto temor preguntar.
El príncipe de los zorros miró fijamente el fuego y observó las chispas que se movían como seres vivos por el suelo antes de deslizarse en silencio hacia el cielo oscuro de la noche. José tuvo una sensación extraña antes de oír las palabras que le susurró el
drui:
—Hay un dios en él.
José soltó el aire de repente, como si le hubieran dado un golpe fuerte.
—¿Un dios? —masculló—. Pero Lovernios, sabes que para nuestro pueblo no existe más que un Dios: Rey de Reyes, Señor de lo Sagrado, el Único cuyo nombre no se pronuncia, cuya imagen no se reproduce nunca, cuyo aliento creó el mundo y quien se creó a Sí mismo diciendo simplemente «Yo soy». ¿Sugieres que ese Dios podría haberse introducido en un ser humano vivo?
—Me temo que vi su parecido con otro dios —afirmó el príncipe despacio—. Porque incluso su nombre es el del gran dios celta Esus, señor del más allá, de la riqueza surgida de la tierra. Los sacrificios humanos, o dicho de forma más precisa, los que se sacrifican a sí mismos a Esus deben colgar de un árbol para adquirir la sabiduría verdadera y el conocimiento de la inmortalidad. Wotan, un dios del lejano norte, colgó nueve días de un árbol para conseguir el secreto de las runas, el misterio de todos los misterios. Tu Esus de Nazaret colgó nueve horas, pero la idea es la misma. Creo que era un chamán del más alto grado, que se sacrificó a sí mismo para entrar en el círculo mágico donde radica la verdad, con objeto de conseguir la sabiduría divina y la inmortalidad espiritual.
—¿Que se sacrificó a sí mismo? ¿Por la sabiduría? ¿Por alguna clase de inmortalidad? —gritó José de Arimatea, que se levantó agitado. Era cierto que entre los romanos se comentaba que los keltoi celebraban sacrificios humanos, pero era la primera vez que un
drui
lo mencionaba ante él—. No, no. Es del todo imposible. Jesús tal vez era un Maestro pero yo lo crié, lo consideraba como mi único hijo. Lo conocía mejor que a nadie. No le habría dado nunca la espalda a la humanidad, ni se habría alejado de la misión de su vida, que consistía en buscar la salvación de sus congéneres a través del amor aquí mismo, en la tierra. Siempre persiguió la vida y la luz. No me pidas que crea que el Maestro pudo emprender algún ritual bárbaro y sombrío para invocar a los dioses sanguinarios de nuestros antepasados.
Lovernios también se había levantado. Apoyó las manos en los hombros de José y le miró fijamente a los ojos antes de hablar.
—Pero eso es exactamente lo que tú crees, amigo mío —dijo.
Cuando José retrocedió y protestó, Lovernios añadió—: Es lo que has estado temiendo, ¿no? ¿Por qué si no esperaste hasta que Santiago Zebedeo se hubo marchado para abrir esos cilindros de arcilla? ¿Por qué me hiciste venir desde las islas para estar a tu lado cuando los abrieras?
Sin esperar la respuesta de José, el príncipe se agachó, cogió la red llena con ánforas de arcilla y la acercó a la hoguera para examinarlas.
—La única cuestión que nos queda por resolver es si debemos leerlo o quemarlo —dijo a José—. Tu Maestro ha tomado un camino que conozco bien. Entre nuestra gente, sólo aquellos que han sido elegidos por el destino pueden seguir el camino de un
drui,
o mensajero de los dioses. Es un camino que prepara para el autosacrificio que, a mi parecer, tu Esus siempre quiso hacer por la humanidad. Ese camino, como he dicho, confiere también al mensajero la sabiduría y la verdad esenciales para la consecución de ese objetivo. Pero existe otro camino, un camino mucho más peligroso que, si se sigue con éxito, conlleva un conocimiento y un poder mucho mayores.
—¿Qué tipo de poder? —preguntó José.
Lovernios dejó la red en el suelo y miró a José con tristeza.
—Tenemos que descubrir cuáles fueron con exactitud esos objetos que tus antepasados enterraron bajo las raíces del roble en Samaría y dónde están ahora: si han permanecido sepultados bajo tierra durante estos últimos dos milenios, porque mucho me temo que no. Sospecho que la historia que Esus de Nazaret trataba de contarnos no es tan sencilla como la violación de Dina y la venganza que llevaron a cabo sus hermanos. Creo que la esencia de la verdad de su historia se relaciona con una transformación de tipo mucho más importante y que los objetos que Jacob enterró pueden ser la clave del misterio.
—Pero fui yo quien te habló de esas cosas —objetó José—. El Maestro no habló nunca de ellas. Además, sólo eran ropas, joyas, tesoros personales y los dioses de los criados de la casa, y han permanecido enterrados durante dos mil años. ¿Cómo podrían estar relacionados con ninguna transformación y menos aún explicar las acciones del Maestro?
Dijiste que el lugar donde estaban enterrados se situaba junto a un pozo sagrado y bajo un roble sagrado, y que fueron enterrados precisamente para cambiar la identidad de las tribus descendientes de Jacob. Eso sugiere que no se trataba de meros bienes personales, sino de talismanes dotados con el carisma de cada miembro individual de la tribu — explicó Lovernios—. El iniciado que elige el difícil paso del que te he hablado debe poseer antes esos talismanes. Deben reunirse una fuerza común para invocar los misterios antiguos. Estoy seguro de que ése era el objetivo de tu Maestro, y si eligió seguir ese camino por tu pueblo, él mismo tuvo que conseguir los talismanes de tus antepasados. Pero tanto si consiguió como si no su objetivo final de transformación, esos objetos deben ser devueltos de nuevo a la tierra para propiciar la voluntad de los dioses.
—No lo entiendo —protestó José—. Sugieres que el Maestro desenterró unos objetos que podían llevar milenios sepultados, o que quizá jamás existieron, para conseguir algún tipo de poder. Pero, Lovernios, el Maestro era en vida capaz de proezas tales como levantar al joven Lázaro de entre los muertos. Y tras su propia muerte, se apareció a Miriam como en vida real. ¿ Qué poderes podrían superar los que ya poseía?
Los últimos parpadeos del fuego se habían consumido y por acuerdo tácito ambos hombres empezaron a apagar las brasas y se dispusieron a regresar al barco de José. Lovernios cargó con la red llena de ánforas de arcilla, que colgaba de su ancho hombro. José sólo distinguía la silueta del cuerpo musculoso del otro hombre. La voz de Lovernios le llegó con suavidad a través de la oscuridad.
—Cuando te dije que tu Maestro estaba poseído por un dios, no fui del todo preciso —comentó—. El druida cree que uno tiene que ser un dios para poder dar nacimiento a una nueva era.
LA HORA DE LA VERDAD
¿ Y por qué consideran a Saturno padre de la Verdad?
¿Es que creen que... Saturno (Kronos) es el tiempo (chronos), y que el tiempo descubre la verdad? ¿ O porque es probable que la legendaria era de Saturno... una era de gran rectitud, se compusiera básicamente de verdad?
PLUTARCO,
Cuestiones romanas
Lucio Vitelio, el recién nombrado legado imperial de la provincia romana de Siria, paseaba arriba y abajo en sus cámaras. Esas inmensas salas oficiales, donde se despachaban todos los asuntos de las legiones romanas de Antioquía, daban al patio que las unía a los barracones de los oficiales de la tercera legión. Cada vez que Vitelio pasaba por esas ventanas lanzaba una maldición entre dientes. En cada ocasión, su escriba levantaba la vista un instante y, acto seguido, volvía al dictado que tenía delante para comprobar si se había secado todo. Estaba intentando quitar un borrón cuando entró el guadarnés.
—¿Se puede saber dónde se ha metido Marcelo? —explotó Vitelo— ¡Envié a buscarlo hace casi una hora! Como si no tuviera bastantes preocupaciones, tras llegar y encontrarme este estado de caos: primero los condenados partos y ahora los judíos
—Excelencia, me envía para decir que sólo se demorará un poco más. —Se disculpó el guadarnés, con una rodilla en el suelo—. Son los demás oficiales: están discutiendo con él. No quieren que vaya a Judea si va a haber algo más que la vista, afirman. No quieren un juicio público...