Authors: Katherine Neville
—No te estoy hablando de mi hermana, ¿No lo entiendes? Me refiero a la diosa —susurró Calígula muy bajito, a pesar de que los guardias apostados alrededor del campo quedaban tan lejos que no hubiesen podido oírlos aunque hubiesen gritado.
—¡Ah, la diosa! —exclamó Claudio, intentando no esquivar la mirada de Calígula, cuyos ojos oscuros le quemaban como si fueran brasas incandescentes.
—¡La diosa! —gritó Calígula, con los puños cerrados por la ira y la expresión de nuevo oscurecida—. ¿No lo entiendes? No puedo convertir a una simple mortal en mi emperatriz. Los hermanos y hermanas mortales no se casan. Pero los dioses se casan siempre con sus hermanas. Siempre ha sido así, ¡es su costumbre! Por eso sabemos que somos dioses auténticos, porque todos se acuestan con sus hermanas.
—Claro —soltó Claudio, golpeándose la cabeza con la mano como si acabara de descubrir algo—. Pero no dijiste la diosa, por eso estaba desconcertado. Tu hermana la diosa. Claro. ¡Te refieres a... Drusila!
Dicho esto, Claudio rogó como un desesperado a todas las diosas de verdad que le vinieron a la cabeza que ésa fuera la respuesta correcta.
Calígula sonrió.
—Tío Claudio —dijo—, eres un zorro. Lo sabías desde el principio pero simulabas que no para que te lo dijera. Ven, déjame que te cuente todas las ideas que tengo sobre cómo deberíamos salvar al Imperio.
Las ideas de Calígula sobre cómo salvar el Imperio eran increíbles incluso para Claudio, cuya predilección por las mujeres caras y los banquetes desaforados era de sobra conocida. En la hora que pasaron juntos por el mausoleo y templo de Augusto, comentando cómo podría completarse la estructura, Claudio calculó con rapidez el coste que esas ideas supondrían. Calígula ya había obsequiado al comediante Mnester y a muchos otros de sus favoritos con joyas exquisitas. Y cuando liberó a Herodes Agripa, cuñado del tetrarca galileo Herodes Antipas, de la prisión donde se había consumido durante seis meses por orden de Tiberio, Calígula había sustituido en público las cadenas de hierro que había llevado durante su cautiverio por otras de oro de igual peso. Aunque sólo llevara a cabo una pequeña parte de sus otros proyectos como planeaba, agotaría toda la fortuna privada de Tiberio, un legado de veintisiete millones de piezas de oro, y reduciría también de forma considerable el erario público, calculó Claudio.
—Aquí en Roma, completaré el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo —decía el joven emperador, que lo iba contando con los dedos—. Ampliaré el palacio imperial por la colina capitolina, lo conectaré con el templo de Castor y Pólux, añadiré un acueducto para los jardines y erigiré un nuevo anfiteatro para que Mnester actúe en él. En Siracusa, reconstruiré todos los templos en ruinas. Cavaré un canal que cruce el istmo de Grecia, restauraré el palacio de Polícrates en la isla de Samos, traeré de vuelta la estatua de Júpiter del Olimpo a Roma, donde debe estar, y también tengo pensado erigir un nuevo didimeo a Apolo en Éfeso, cuyo diseño y construcción supervisaré yo mismo en persona.
Siguió así toda la mañana hasta que llegaron a palacio. Sólo entonces, una vez que estuvieron en los aposentos privados de Calígula, pudo Claudio preguntar algo que le había rondado por la cabeza mientras escuchaba a su sobrino.
—¡Qué dechado de altruismo para el pueblo romano, mi querido Cayo! —dijo a Calígula, que se había sentado en un trono enjoyado en lo alto de unos peldaños, de modo que quedaba unos cuantos metros más arriba que Claudio y éste tenía que esforzarse para que lo oyera—. Sin duda eso los recompensará por el amor y la fe que te han dispensado —prosiguió Claudio—. Y dices que hasta has dispuesto que vuelva a haber pan y circo con el esplendor de antaño. ¡Tiberio había interrumpido todas esas cosas! Pero el papel de recaudador de impuestos no es muy de tu estilo. Así que, sin duda habrás ideado alguna forma inteligente de llenar las arcas.
—¿Le hablarías a un dios de escarbar dinero? —fue la desdeñosa respuesta de Calígula.
Cogió el rayo dorado de Júpiter que tanto le gustaba llevar en los actos públicos de Estado y, con la punta, empezó a limpiarse las uñas, pensativo.
—Muy bien, como eres mi cónsul, supongo que debería contártelo —concedió, mirando a Claudio desde lo alto de su trono dorado—. ¿Recuerdas a Publio Vitelio, el ayuda de campo de mi padre, Germánico? Estuvo con él cuando murió, con sólo treinta y tres años, en su última campaña en Siria.
—Conocía muy bien a Publio —afirmó Claudio—. Era el aliado en quien más confiaba mi hermano, incluso al morir. Tú no eras más que un niño entonces, así que quizá no sepas que fue él quien llevó a juicio a Pisón, un agente y amigo de Tiberio, acusado de envenenar a tu padre. Tiberio podría haber sido acusado también de asesinato si no hubiese quemado las instrucciones secretas de Pisón cuando se las mostraron. Pero Tiberio tenía mucha memoria para este tipo de traiciones y no olvidó con facilidad a la familia de Vitelío. Más adelante, Publio fue arrestado y acusado de participar en la conspiración de Sejano. Intentó cortarse las venas y, después, cayó enfermo y murió en prisión. Luego, su hermano Quinto, el senador, fue degradado públicamente en una de esas purgas senatoriales exigidas por Tiberio.
—¿Y no te resulta extraño que el abuelo destruyera a dos hermanos de una familia y, luego, no mucho antes de morir él a su vez, nombrara al hermanó más joven legado imperial en Siria? —preguntó Calígula despacio.
—¿Lucio Vitelio? —dijo Claudio, arqueando una ceja—. Supongo que, como todo el mundo en Roma, di por sentado que su nombramiento era una especie de... favor personal.
Tras una breve pausa, añadió incómodo:
—Por lo del joven Aulo, ya sabes.
—Claro, ¿quien podría merecer honores más elevados que el padre de alguien como Aulo? —soltó Calígula con sarcasmo—. Al fin y al cabo, el chico tuvo la generosidad de perder la virginidad con Tiberio cuando contaba sólo dieciséis años. Lo sé porque yo estaba presente. Pero no me refiero a eso.
Calígula se levantó, descendió los escalones y anduvo por la habitación, mientras iba golpeando la palma de su mano con el rayo. Luego, lo dejó en una mesa, cogió una jarra llena de vino, vertió un poco en una copa y tocó una campanilla que había cerca. El catador, un niño de unos nueve o diez años, entró de inmediato y probó el vino, mientras Calígula llenaba dos copas más hasta el borde. Cogió una e hizo un gesto a su tío para que tomara la otra, luego esperó a que el catador hiciera una reverencia y se fuera. Ante el asombro de Claudio, su sobrino abrió entonces una caja grande que había sobre la mesa, saco de ella dos valiosas perlas, del tamaño de su pulgar, y las dejó caer en las copas de vino para que se disolvieran.
Me han traído los papeles de Tiberio desde Caprí y los he leído ocios —retomó la conversación Calígula, después de beber y secarse os labios—. Había uno muy interesante de Lucio Vitelio, escrito justo después de haberse hecho cargo de su nombramiento en Siria, hace más de un año. Se refiere a unos objetos de gran valor que habían pertenecido en su día a los judíos y que estaban enterrados en lo alto de una especie de montaña sagrada en Samaria; objetos que, al parecer, el anterior protegido de Sejano, Poncio Pilatos, había intentado conseguir. Por lo que se ve, Pilatos asesinó a varias personas para conseguirlos.
Claudio, el único miembro pobre de la familia real, estaba pensando si podría recuperar la perla antes de que se disolviera sin que su sobrino se enterara. Pero se lo pensó mejor y dio un sorbo al vino así realzado.
—¿Y según Vitelío, qué eran exactamente esos objetos? ¿Y qué ha sido de Poncio Pilatos? —preguntó.
—Pilatos fue destituido de su cargo y retenido bajo custodia en Antioquía por lo menos diez meses, a la espera de un barco del ejército que lo llevara directamente a Roma —explicó Calígula—. Llegó aquí la misma semana en que murió el abuelo, de modo que ordené que lo trajeran para interrogarlo, aunque no me hacía ninguna falta porque ya había conseguido encajar algunas piezas de la historia por mi cuenta hacía tiempo, y había adivinado otras cosas. Como sabrás, lo primero que hice como emperador, tras el funeral, fue liberar de la cárcel a Herodes Agripa y ofrecerle las tetrarquías de Lisanias y de Filipos en Siria, así como el título de rey. Le he dado instrucciones para que, a su regreso, realice un servicio para mí.
Claudio empezó a pensar que se le había despejado la cabeza con ese primer sorbo de vino, porque acababa de comprender que su sobrino, obsesionado por la divinidad, quizá no estuviera tan loco como parecía,
«¡n vino veritas»,
pensó, y dio otro saludable trago.
—Hay que recordar que viví seis años con el abuelo en Capri, donde vi y oí muchas cosas, y no todo era pura disipación —siguió contando Calígula—. Hace cinco años sucedió algo. Tal vez lo recuerdes. Tiberio mandó traer a Roma a un capitán de barco egipcio y luego se entrevistó con él en Capri...
—¿Te refieres al mismo egipcio que se presentó ante el senado, el que afirmaba que había oído, mientras navegaba cerca de Grecia una noche en las proximidades del equinoccio de primavera, que el gran dios Pan había muerto? —preguntó Claudio, muy interesado. Tomó otro traguito.
—Sí, el mismo —contestó Calígula—. El abuelo se mantuvo muy reservado respecto a ese encuentro y nunca lo comentó. Pero yo sabía que lo que le había dicho el egipcio lo había cambiado. Un día, hablé de ello con el marido de mi hermana Drusila...
—La diosa —dijo Claudio, con hipo, pero Calígula no le hizo caso.
—Hace cinco años —prosiguió—, cuando mi cuñado Lucio Casio Longíno era cónsul aquí en Roma, su hermano, un oficial llamado Cayo Casio Longino, prestaba servicio en la tercera legión en Siria. La misma semana del equinoccio de primavera era el oficial al cargo asignado a Poncio Pilatos para una ejecución pública en Jerusalén. Recordaba que allí sucedió algo muy extraño.
—¿Quieres decir que ese rumor sobre la muerte del gran dios Pan puede estar relacionado con los valiosos objetos que buscaba Pílatos? —dijo Claudio, algo aturdido por el vino—. ¿Y que, por algo que te contó tu cuñado, sacaste de la cárcel a Herodes Agripa y lo nombraste rey, para que pueda resolver el misterio de lo que ha sido de ellos?
—¡Exacto! —gritó Calígula, que cogió el rayo y lo lanzó hacia arriba como si quisiera clavarlo en el techo—. Tío Claudio, puede que seas el borrachín que dice la gente, pero no eres idiota. ¡Eres un genio!
Tomó a Claudio del brazo, lo condujo hacia el trono y ambos se sentaron en los peldaños mientras el hombre más joven se inclinaba hacía su tío.
—Como decía, hace cinco años, el viernes antes del equinoccio, Pilatos ordenó crucificar a un agitador judío junto con varios criminales. Sabía que por la ley estaba obligado a bajar los cuerpos antes del anochecer, puesto que estaba a punto de empezar el
sabbat
judío y luego ya no se podrían retirar. Me han dicho que la forma de acelerar la muerte consiste en romperles las piernas para que los pulmones se colapsen y la persona se asfixie.
Quizás era la bebida, pensó Claudio, pero le pareció que la luz de la habitación había disminuido y que los ojos de su sobrino habían adoptado un brillo extraño al describir ese desagradable procedimiento. Tomó un trago más.
—Era la primera crucifixión de Cayo Casio Longino —siguió Calígula—, así que cuando llegó el momento de rematar a los condenados, se limitó a montar en su caballo y a atravesar al que estaba en el centro para acabar de una vez. Pero, después, Cayo observó con extrañeza la lanza que llevaba en la mano. Alguno de los soldados debía de habérsela dado antes de dirigirse al lugar de la ejecución, porque no era la suya. Era vieja y estaba torcida, y además parecía ser de algún metal primitivo. Recuerda que la empuñadura estaba unida a la hoja con un material que recordaba el intestino de zorro. No le dió más vueltas hasta que se retiraron los cadáveres y regresó al cuartel general de Pilatos, antes de partir de vuelta a Antioquía. Pilatos le preguntó si tenia la lanza con el pretexto de que era una especie de elemento oficial de gala que tenía que guardar, aunque dudo que eso fuera probable. Y entonces Cayo se dio cuenta de que había desaparecido.
¿Crees que era uno de los objetos? —intervino Claudio, a quien empezaban a doler los ojos, debido al vino o a la súbita oscuridad de la habitación—. Aunque no me parece demasiado preciosa ni misteriosa. ¿Se sabe de dónde procedía?
—Lo que me indica que es misteriosa es que desapareció y nunca más se encontró —dijo Calígula—. Lo que me indica que era preciosa es que Poncio Pilatos la quería unos cuantos años antes de la masacre de la montaña, lo que también significa que a su entender algunos de esos objetos ya habían salido a la superficie. En cuanto a lo de saber de dónde procedía o dónde fue a parar, sospecho que mi abuelo estaba intentando averiguarlo cuando murió al detenerse en Misenum en su apresurada vuelta a casa, en Capri. Y tengo motivos para sospechar que se encontraba muy cerca de la respuesta antes de morir.
—¿Tiberio? —soltó Claudio. Dejó por fin la copa y observó a su sobrino en esa tenue luz tan opresiva—. Pero si poseía veintisiete millones en oro. ¿Por qué iba a llegar a esos extremos para conseguir mayores riquezas?
—Cuando dije que creía que esos objetos eran valiosos, no me refería a la riqueza material, sino a algo más, algo que no he revelado a nadie, ni siquiera a Drusila —aclaró Calígula—. Cuando Tiberio llegó a Misenum la noche de su muerte, yo no estaba allí por casualidad: lo estaba esperando. Aunque abandonaba Capri en contadas ocasiones, ahora llevaba meses fuera, pero nadie sabía dónde con exactitud. Descubrí que Tiberio había ido a esas islas llamadas Paxos, las mismas donde el capitán egipcio había oído ese grito estremecedor. Y me parece que sé lo que esperaba encontrar.
»En las islas de Paxos, cerca de la costa griega, se levanta una piedra enorme, como esas que existen en tierras celtas. Posee grabados en una lengua desaparecida, que se creía que nadie podía descifrar. Pero Tiberio consideró que conocía a alguien que sí podía, alguien que estaría tan interesado como él en hacerlo y que le debía un gran favor. Tú sabes quién es, tío Claudio. Tú mismo lo llevaste a Capri unos años atrás para que pidiera ese favor: que el abuelo derogara el decreto de Sejano y permitiera a los judíos regresar a Roma.
—¡José de Arimatea! ¿El rico mercader judío, amigo de Herodes Agripa? ¿Y qué sabe él de todo esto? —exclamó Claudio.