Authors: Katherine Neville
Al establecer todo eso para la desconsolada viuda Hermione Alexander, el señor Rhodes no tuvo en cuenta algunas consideraciones de peso: que mi madre no era la mujer inglesa sensata y distinguida que el nombre de lady Stirling podía sugerir, sino una pobre holandesa abandonada de niña y educada en un orfanato calvinista; que su experiencia posterior de la vida había consistido en ser mantenida en la abundancia por un marido bastante mayor que ella y que la adoraba; que sólo tenía treinta y dos años y una gran belleza, con sólo un hijo recién nacido (yo) que dependiera de ella, y que en ese momento era una de las mujeres más ricas de África y tal vez del mundo, detalle que no podía más que aumentar su atractivo.
El señor Rhodes no tuvo en cuenta estas circunstancias, ni tampoco creo que lo hiciera mi madre, porque no era de naturaleza codiciosa. Pero habría otros que, muy pronto, se preocuparían de estas cuestiones por ella. El que reaccionó con mayor rapidez fue, por supuesto, Hieronymus Behn.
Hoy en día, es imposible que los que conocen a Hieronymus como magnate industrial y negociante implacable se imaginen que, el año posterior a mi nacimiento, 1901, entró en la vida de mi madre bajo la forma de un pobre pastor calvinista que la Iglesia había enviado, en secreto, incluso cuando la guerra era encarnizada, para consolar a mi madre del dolor y volverla a encauzar al camino de su propia gente y de su fe.
Mi madre volvió al redil, según parece, en cuanto se levantaron despues de rezar arrodillados la primera oración. No al redil seguro y protector de ninguna iglesia, sino a los brazos de Hieronymus Behn.
Se casaron tres meses después de haberse conocido, cuando yo tenía menos de seis meses.
Debo añadir que, religión aparte, el atractivo de Hieronymus Behn para una viuda afligida era palpable. Los daguerrotipos de la época no hacen justicia al hombre que conocí de niño. Solía intentar comparar las fotografías de mi padre, a su favor, con las de mi padrastro, pero era en vano. Mi padre me miraba desde el marco con ojos claros y pálidos, un bigote atractivo y, tanto si llevaba el uniforme militar como las ropas de un caballero, irradiaba un aire romántico y aventurero. Hieronymus Behn, en cambio, era lo que hoy llamaríamos un semental. Era el tipo de hombre capaz de desnudar a una mujer con la mirada. No tengo la menor duda de que Hieronymus Behn sabía dónde y cómo usar las manos: las utilizaría a menudo y con eficacia para llegar a los bolsillos de los demás y amasar su inmensa fortuna. ¿Cómo iba yo a sospechar entonces que había empezado por la nuestra?
Cuando se acabó la guerra y yo tenía dos años, mi madre dio a luz a mi hermano Earnest. Cuando Earnest contaba dos años y yo, cuatro, me enviaron a una
Kinderbeim,
un internado, en Austria, un país al que me habían dicho que mi familia se trasladaría pronto. Cuando cumplí seis años, tuve noticia en mi escuela, en Salzburgo, de que había tenido una hermanita llamada Zoé.
No fue hasta que tenía doce años que recibí aviso de ir a ver a mi familia, junto con un billete para Viena. Era la primera vez que vería a mi madre en ocho años. Ignoraba que también sería la última.
Supe que mi madre se estaba muriendo antes de verla.
Estaba sentado frente a una puerta enorme del salón, en una silla tapizada de cuero con el respaldo recto, esperando.
Junto a mí, a mi izquierda, esperaban dos personas que acababa de conocer: mis hermanastros Earnest y Zoé. La niña, Zoé, se agitaba inquieta en la silla y se tiraba de los tirabuzones rubios a la vez que intentaba quitarse las cintas que llevaba muy bien colocadas en los cabellos.
—¡A mamá no le gusta que lleve cintas! —se quejaba—. Está muy enferma y le rascan la cara cuando la beso.
La extraña personalidad de esa criatura no era propia de una niñita de seis años. Era más bien la de un soldado prusiano. Así como el serio Earnest conservaba algo del deje sudafricano que yo había perdido en los años de internado austríaco, ese pequeño monstruo hablaba en un autoritario y patricio alto alemán y poseía la autosuficiencia de Atila.
—Estoy seguro de que tu niñera no te pondría las cintas si arañaran a su señora —respondí para sosegarla y que se estuviera quieta.
Aunque parecía algo fuera de lugar llamarla «su señora», me costaba referirme a la mujer que yacía en cama al otro lado de esa puerta como a mi «madre». No estaba seguro de lo que sentiría cuando por fin la viera. Apenas la recordaba.
Nuestro hermano Earnest no decía gran cosa; permanecía sentado al lado de Zoé con las manos juntas en el regazo. Era una versión pálida y atractiva, casi sin defectos, del perfil mucho más rudo de su padre, combinada con el esplendoroso cabello rubio ceniza de nuestra madre. Era realmente hermoso, como el ángel de un cuadro, una conjunción que, en una escuela de chicos duros como la mía, no le habría resultado beneficiosa.
—Se está muriendo, ¿sabes? Puede que sea la última vez que la veamos, de modo que lo mínimo que podrían hacer es dejarle darme un beso de despedida —me informó Zoé, mientras señalaba con la manita hacia la puerta que había al otro lado del salón.
—¿Muriéndose? —le dije, y la palabra resonó en el pasillo en sombras.
Noté que se me formaba una especie de peso en el pecho. ¿Cómo podía morirse mi madre? ¡Era tan joven la última vez que la había visto! Todas las fotos que tenía en el tocador de la escuela mostraban una mujer bonita y joven. Una enfermedad, quizá sí. Pero la muerte era algo que me pillaba totalmente desprevenido.
—Es horrible —siguió Zoé—. De lo más asqueroso. Se le desparraman los sesos. No sólo los sesos; tiene algo horrendo y repugnante que le crece escondido dentro de la cabeza. Le tuvieron que hacer un agujero en el hueso de la cabeza para que no la aplastara...
—Ya basta, Zoé —dijo Earnest en voz baja. Luego me miró con tristeza, con esos ojos suyos gris pálido tras unas pestañas largas y tupidas.
Yo estaba estupefacto. Antes de que tuviera tiempo de reponerme, las puertas grandes se abrieron y Hieronymus Behn salió al pasillo. No lo había visto antes esa tarde, cuando me habían venido a recoger a la estación. Apenas si lo reconocía con aquellas patillas tan anchas que entonces estaban de moda, pero bajo ellas, los rasgos de su rostro escultural y atractivo seguían siendo viriles y fuertes, carentes de la complacencia suave que solía caracterizar en Austria a las clases más altas. Parecía dominar la situación por completo, indiferente ante los horrores que, según la descripción de Zoé, se ocultaban tras esas puertas.
—Lafcadio, ahora puedes entrar a ver a tu madre —me comunicó Hieronymus. Pero al levantarme, me temblaron las piernas y el peso frío del pecho me subió a la garganta donde se me atragantó como si fuera un bloque de hielo.
—Voy contigo —anunció Zoé.
Se levantó a mi lado y puso su mano en la mía. Avanzó hacia las puertas llevándome a remolque, sin que mi padrastro se apartara de nuestro camino. Tenía el ceño algo fruncido y parecía a punto de decir algo. Pero entonces, Earnest se puso de pie y se unió a nosotros.
—No, entraremos todos los niños juntos —dijo con clama—. Sé que a padre le parecerá bien, ya que así como mínimo no cansaremos tanto a nuestra madre.
—Por supuesto —dijo Hieronymus tras una pausa tan breve como el latido de un corazón, y dejó espacio para que todos los niños cruzáramos las altas puertas con paneles.
Era la primera vez, pero no la última, que vería cómo la serenidad de Earnest se imponía a las intenciones claras y obstinadas de Hieronymus Behn. Nadie más lo conseguía.
A pesar de la riqueza de mi difunto padre, la grandiosidad de nuestras plantaciones en África o la excelencia de las muchas propiedades que había visto por Salzburgo, en mi joven vida no había puesto nunca los pies en una habitación tan espléndida como la que había tras esas puertas. Era tan impresionante como el interior de una catedral: el alto techo; los magníficos muebles, complementos, cortinas y tapices; los colores ricos, como si fueran joyas, de las lámparas de importación; las suaves y transparentes líneas de los jarrones de cristal, llenos de flores; el brillo tenue de las piezas pulidas de costoso Biedermeier.
Zoé me había contado, mientras esperábamos en el salón, que en los pisos inferiores de la casa ya se había instalado esa nueva fuente de energía, la electricidad, que Thomas Alva Edison en persona había colocado hacía diez años en el Palacio Schónbrunn, ahí mismo, en Viena. Pero la habitación de mi madre estaba alumbrada por el suave resplandor amarillento de las lámparas de gas y caldeada por un fuego que parpadeaba tras los paneles de una pantalla de cristal colocada frente a la chimenea, al otro lado de la habitación.
Espero no volver a ver nunca nada como esa imagen de mi madre, echada en la inmensa cama con dosel, con la cara más blanca que el cubrecama de encaje. Casi no pesaba nada. Era como una cascara vacía, a punto de convertirse en polvo y desaparecer. La cofia que llevaba no conseguía esconder que le habían afeitado la cabeza pero, gracias a Dios, ocultaba el resto de sus penalidades.
Nunca la hubiese reconocido. En mi recuerdo infantil, era una mujer bonita que me arrullaba con una voz encantadora para que me durmiera hasta que cumplí los cuatro años. Cuando entonces dirigió hacia mí esos lagrimosos ojos azules, quise cubrirme los míos y salir corriendo llorando de la habitación; quise no volver a pensar en mi infancia perdida, en un abandono que ahora ya no podría ser reparado ni remediado.
Mi padrastro se apoyó con los brazos cruzados en los paneles de madera, al lado de la puerta, y se quedó mirando fijamente la cama. Un pequeño grupo de criados se retiró hacia la chimenea; algunos lloraban en silencio o se cogían de los brazos entre sí, al vernos cruzar la habitación hacia el lecho de nuestra madre. Que Dios me perdone, pero yo sólo quería que aquella mujer se desvaneciera como si se la tragara la tierra. Como para darme apoyo, la manita de Zoé estrujó la mía y oí la voz de Earnest a mi lado cuando llegamos a la cama.
—Lafcadio está aquí, madre —dijo—. Le gustaría recibir tu bendición.
Los labios de nuestra madre se movían y Earnest volvió a ayudar, esta vez subiendo a la pequeña Zoé a la cama. Luego, llenó un vaso de agua y se lo entregó a Zoé, quien humedeció gota a gota los labios resecos de nuestra madre. Ésta intentaba susurrar algo y Zoé se encargó de traducirlo. Me resultaba espeluznante y poco natural oír lo que quizá fueran las últimas palabras de una mujer moribunda emergiendo de la boquita de una niña de seis años.
—Lafcadio —pronunció mi madre a través de Zoé—, te bendigo de todo corazón. Quiero que sepas que siento un terrible dolor por haber estado separados durante tanto tiempo. Tu padrastro pensó... ambos pensamos que era lo mejor para tu... educación.
Incluso susurrar a través de Zoé le costaba un trabajo enorme y yo rogaba con toda mi alma que no tuviera fuerzas para continuar. De los muchos reencuentros con mi madre que había imaginado a lo largo de esos años, ninguno había sido así: ese adiós delante de espectadores, entre una familia de completos desconocidos. Era macabro; sólo deseaba que se terminara. Estaba tan consternado que estuve a punto de perderme las palabras más importantes:
—... por lo tanto, tu padrastro se ha ofrecido con gran generosidad a adoptarte y a encargarse de tu bienestar y educación, como si fueras uno de sus propios hijos. Espero que os aceptéis y os queráis como tales. Hoy mismo he firmado los papeles. Ahora eres Lafcadio Behn, hermano de Earnest y Zoé.
¿Adoptado? ¡Dios mío! ¿Cómo podía convertirme en el hijo de un hombre al que apenas conocía? ¿No tenía derecho a opinar en el asunto? ¿Iba ese oportunista infame, que había embaucado a mi madre hasta meterse en su lecho, a controlar ahora mi educación, mi vida y el patrimonio de mi familia? Aterrorizado, de repente caí en la cuenta que, cuando mi madre muriese, ya no me quedaría familia. Me invadió la ira, una ira sombría y desesperante que quizá sólo puedan sentir con tal intensidad los niños, impotentes ante su propio destino.
Iba a salir a toda prisa de la habitación en medio de lágrimas, cuando una mano me tocó con suavidad el hombro. Pensé que sería mi padrastro, que unos instantes antes estaba detrás de mí. En lugar de ello, me encontré con una criatura asombrosa, que me miraba con unos ojos verdes, claros y profundos, en cuyo interior ardía el fuego cambiante de un animal salvaje. Los cabellos oscuros y sueltos enmarcaban su rostro, que recordaba los que aparecen en la representación de las ondinas, criaturas surgidas de los reinos mágicos y centelleantes del mar. Era arrebatadora. Y a pesar de mi juventud, estaba preparado para que me arrebatara, de modo que lo olvidé todo acerca de Hieronymus Behn, de mi futuro y mi desesperación, incluso de mi madre moribunda que yacía en la cama.
Habló con un extraño acento extranjero y una voz tan musical que parecía enriquecerse de campanas ocultas.
—Así que éste es el inglesito, lord Stirling. —Me sonrió—. Soy Pandora, amiga y compañera de tu madre.
¿Eran imaginaciones mías o había recalcado la palabra «madre»? No parecía lo bastante mayor como para ser su compañera, quizá quería decir que era su dama de compañía. Pero también había dicho amiga, ¿no? Cuando Hieronymus avanzó para dirigirse a ella, Pandora pasó de largo como si no se hubiera dado cuenta y se acercó a la cama donde yacía mi madre.
Cogió a Zoé como si fuera una almohada y se la llevó al hombro sin esfuerzo aparente. Zoé volvió la cabeza para mirarme desde lo alto y arqueó una ceja con aire de sabelotodo, como si compartiéramos un secreto interesante.
—Frau Hermione —dijo Pandora a mi madre—. Si fuera un hada y le dijera que puede pedir tres deseos antes de morir, uno para cada uno de sus hijos, ¿qué pediría?
Los criados murmuraron entre sí, estupefactos sin duda como yo ante la forma tan poco ceremoniosa en que la recién llegada prescindía por completo del dueño de la casa y trataba la muerte inminente y las últimas voluntades de la señora como si fueran poco menos que un juego de salón.
Pero mucho más sorprendente fue el cambio que experimentó mi madre. Esa palidez sepulcral quedó imbuida de color, y sus mejillas adquirieron un brillo rosado. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Pandora, una sonrisa beatífica le iluminó la cara. Aunque puedo jurar que ninguna de las dos mujeres emitió una sola palabra, fue como si se hubiesen comunicado algo. Después de un buen rato, mi madre asintió. Cuando cerró los ojos, todavía sonreía.