El círculo mágico (55 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Cuando murió Tiberio le sucedió el malvado Calígula, uno de los efebos que había bailado para él. El nuevo emperador liberó a Agripa de la cárcel y le obsequió con tierras y títulos con el mismo desenfreno con que había dilapidado en un año el legado de Tiberio, que consistía en veintisiete millones de sestercios de oro. Entre otros regalos, Calígula ofreció a Agripa unas tierras que en opinión de Herodías deberían haber recaído en manos de su marido Antipas, incluida la tierra sagrada donde se encontraba la tumba de Abel, el hijo de Adán y Eva, el lugar donde la humanidad había vertido la primera sangre.

Los pueblos hebreos habían luchado siempre contra la paradoja de la sangre. ¿Acaso no les había prohibido su Dios el derramamiento de ningún tipo de sangre en el mandamiento «No matarás»? Puede que Antipas fuera sólo el hijo judío converso de madre samaritana pero, con mandamiento o sin él, esa circunstancia había resultado ser tanto su prueba personal como su maldición particular. Y estaba a punto de ponerlo a prueba o maldecirlo una vez más.

Herodes Antipas conocía bien el veneno de las ansias de poder que corría por las venas de sus ambiciosos familiares y sobre todo de su esposa Herodías. Humillada por el hecho de que su hermano hubiera sido proclamado rey cuando su marido era un mero tetrarca, no había dejado de insistir hasta que Antipas mandó una delegación desde Galilea hasta Roma con regalos para el codicioso emperador, en un intento de sobornarlo para que le dispensara el mismo trato. Pero esa acción se había vuelto en su contra. El mensajero de Calígula, que acababa de llegar de Baia, traía una lista de mayores contribuciones que el tetrarca debía cumplir. En esa lista se incluía algo que le encogió el corazón porque se trataba de un objeto que, al margen de su valor, poseía un gran significado para él y nadie más.

Se remontaba a cuando habían ido al palacio construido por Herodes el Grande en Machareus, al este del mar Muerto, para celebrar el cumpleaños de Antipas. Los acompañaba la encantadora hija de Herodías, Salomé, que todavía era muy joven. Salomé bailó en honor del acontecimiento. Por supuesto, Herodías había elegido Machareus para esa celebración a sabiendas de que era la misma fortaleza donde llevaba tiempo en prisión su odiado enemigo. Así que, tras un baile fascinante, Salomé le pidió el favor.

Esa escena horrenda todavía acechaba en las pesadillas de Antipas, incluso ahora, tantos años después, le trastornaba pensar en ello. Herodias, cuya ira no se había aplacado con esa horripilante muerte, había querido saborear un triunfo mayor y ordenó que le trajeran la cabeza cortada de su víctima al gran salón donde cenaban; ¡Dios mío, la habían dispuesto como la cabeza de un lechón en una fuente! Pero a pesar del horror y la repugnancia, había algo más, en esa escena que Antipas no había comentado con nadie en todos esos años, a pesar de que había pensado en ello muchas veces. Se trataba de la fuente.

Antipas reconoció ese objeto de sus años de juventud. Era una reliquia que encontraron enterrada en el Templo de la Montaña durante la costosa ampliación y reconstrucción del segundo templo que los arquitectos de su padre Herodes el Grande llevaron a cabo durante ocho años. Se creía que formaba parte del tesoro original del rey Salomón, quizás enterrada a toda prisa durante la destrucción del templo original. Pero su padre Herodes siempre había bromeado (Antipas sentía un escalofrío cada vez que se acordaba) afirmando que se trataba del escudo que Perseo había usado contra la Medusa con cabeza de serpiente para convertirla en piedra.

Para él, ese objeto espantoso estaría siempre unido con la cabeza cortada de la víctima de su esposa, esa cara estática y descarnada, con los ojos abiertos y los cabellos cubiertos aún de sangre.

Se preguntó cómo habría llegado a oídos de Calígula lo de la fuente dorada. Y por qué en nombre de Dios ese joven, que ahora se consideraba a sí mismo un dios, la solicitaba como parte de su tributo.

Roma: mediodía, 24 de enero del año 41 d.C.

ESPÍRITU Y MATERIA

No es ninguna paradoja, sino una gran verdad confirmada a lo largo de toda la historia, que la cultura humana sólo avanza mediante el enfrentamiento de extremos opuestos.

J. J. BACHOFEN

Es la diferencia de opiniones lo que propicia las carreras de caballos.

MARK TWAIN

Herodes Agripa ascendía por la colina con dificultades, jadeando y con la frente empapada en sudor, mientras el corazón le latía con fuerza contra las costillas. Iba acompañado por un solo soldado de la guardia pretoriana para compartir la carga. Le aterrorizaba que pudieran reconocerlo. Al fin y al cabo, se había hecho a plena luz del día. Y aún le daba más miedo que alguien sospechara qué era exactamente lo que cargaban bajo esa manta. Quién se habría imaginado, pensó Agripa, que alguien tan ágil y grácil, un bailarín, un joven que había sido aclamado como espíritu o dios, pesaría tanto como un saco de piedras. Pero esas treinta puñaladas en la cara, estómago y genitales del difunto Cayo César, que tan sólo veinte minutos atrás estaba vivito y coleando en la columnata, habrían convencido a cualquiera de que el emperador Calígula había sido cualquier cosa menos un dios.

El cadáver estaba aún caliente mientras lo transportaban por el monte Esquilino en dirección a los jardines lamíacos, pero la toga empapada de sangre, que ya adquiría rigidez con el aire frío de enero, se adhería a la manta. Agripa se percataba de que, como la muerte del emperador se había debido a circunstancias violentas, no sería posible celebrar un funeral de Estado, pero esperaba que como mínimo pudieran llevar a cabo un entierro rápido y poco ostentoso antes de que la multitud enloquecida encontrara el cuerpo y se dedicara al deporte romano favorito: la profanación de los muertos.

El brutal asesinato se había producido ante el mismo Agripa. Acababa de abandonar con Claudio y Calígula el auditorio, donde habían estado viendo los juegos palatinos. Calígula se detuvo para observar a unos muchachos ensayar una danza de guerra troyana, que iba a interpretarse para los que volvieran después de comer. Fue entonces cuando se produjo el ataque.

Un nutrido grupo de hombres; un grupo que, ante el asombro de Agripa, incluía los guardaespaldas germanos y tracios elegidos personalmente por el emperador, cayeron en masa sobre Calígula con lanzas y jabalinas, lanzando blasfemias y, mientras éste intentaba seguir con vida, lo despedazaron. Claudio se apresuró a esconderse tras una cortina del hermaeum, donde lo encontró la guardia pretoriana, que lo condujo fuera de las puertas de la ciudad para su mayor seguridad.

En el subsiguiente caos, parte del grupo se marchó con rapidez para acabar con la esposa y el hijo de Calígula, mientras los conspiradores que pertenecían al senado romano se apresuraban a convocar una sesión de urgencia con la intención de apoyar la reinstauración de la república. Había sucedido todo tan deprisa, en cuestión de segundos, que Agripa todavía se sentía confundido mientras subía la colina hasta llegar por fin a las sombras que ofrecían las hojas de los jardines y dejar la carga en el suelo. Se sentó en una piedra y se secó la frente mientras el guardia empezaba a cavar.

Había sido pura casualidad que Agripa se encontrara en Roma ese día aciago.

Dos años antes, Calígula desterró a Herodes Antipas y a su esposa Herodías, la hermana de Agripa, a Lugdunum, en el sur de la Galia, por pedirle demasiados favores. Ahora su tío Antipas estaba muerto y con él Herodías, de modo que Agripa controlaba unos dominios que, aunque lejos de estar unidos, se acercaban a la extensión de lo que una vez había poseído su abuelo Herodes el Grande. Y con ellos, también había heredado la mayoría de quebraderos de cabeza, entre los que destacaban los muchos conflictos que surgían entre sus superiores romanos y sus subditos judíos, fervientes religiosos.

El roce más reciente, el que había llevado a Agripa a Roma esa semana, había sido la decisión del emperador Calígula de «dar una lección a los judíos» por todas las complicaciones que habían originado a los conquistadores romanos. Calígula tenía previsto conseguirlo erigiendo una colosal estatua de piedra de él mismo como Cayo el Dios, ¡en el recinto del templo de Jerusalén!

Según algunos rumores, la estatua ya iba de camino en barco hacia el puerto de Jopa. Agripa tendría que enfrentarse a auténticos alborotos en cuanto tal efigie desembarcara en suelo judío, de modo que partió hacia Roma de inmediato para ver si podía cambiar el curso de los acontecimientos que ya se habían puesto en marcha.

Al fin y al cabo, ¿no se había criado Agripa junto con Claudio, tío de Calígula, en el seno mismo de la familia imperial? Y también se había mantenido lo bastante unido a Calígula durante todos esos años como para haber recibido como recompensa cadenas de oro y joyas, sin olvidar un reino. Así pues, tenía motivos para esperar que, con la ayuda de Claudio, lograría convencer al joven emperador en ese asunto. Pero al llegar a Roma, Agripa no estaba preparado para descubrir al hombre en que se había convertido el emperador.

La primera noche dormía plácidamente cuando, pasadas las doce, la guardia de palacio lo despertó. Lo obligaron a vestirse y lo condujeron a la fuerza al auditorio del edificio, donde se encontró a un grupo de senadores y prominentes hombres de Estado, así como al tío del emperador, Claudio, que también habían sido arrancados de la seguridad de sus hogares en plena noche.

Temblaban de miedo mientras los soldados encendían la mecha de lámparas de aceite en el escenario situado ante ellos. Claudio iba a decir algo cuando, entre una gran fanfarria de flautas y platillos, el emperador salió a escena vestido de Venus, con una toga corta de seda y una peluca de cabellos largos y rubios. Cantó una bonita canción que él mimo había compuesto, interpretó una danza y desapareció.

—Lleva así desde la muerte de su hermana Drusila —contó Claudio a Agripa, cuando abandonaron la sala—. Apenas duerme tres horas por la noche, deambula por palacio y aulla al cielo para invitar a la diosa de la luna a que comparta el lecho con él y sustituya a su hermana en sus brazos. Como recordarás, Drusila murió el diez de junio, todavía no hace tres años. Calígula se mostró inconsolable y durmió junto al cadáver días seguidos, sin querer alejarse de su lado. Luego partió solo en carro a través de Campania, embarcó hacia Siracusa y desapareció durante un mes. No se afeitó ni se cortó los cabellos; cuando regresó tenía el aspecto y la conducta de un hombre salvaje. Desde entonces las cosas han empeorado.

—Dios santo —exclamó Agripa—. ¿Qué podría ser peor que lo que me acabas de contar?

—Muchas cosas —respondió Claudio—. Durante el período de luto oficial por la muerte de Drusila, decretó que reír, bañarse o comer con la familia eran delitos capitales, y exigió que todos los juramentos de Estado se hicieran en nombre de su divinidad. Acusó a sus dos hermanas de traición, las desterró a las islas pónticas y vendió sus casas, joyas y esclavos para conseguir dinero. Luego construyó un establo de marfil y joyas para su caballo de carreras Incitato. Suele ofrecer banquetes en los que Incitato, que cena cebada dorada, es el invitado de honor. Ha requisado y liquidado propiedades de la gente con el menor pretexto y ha abierto un burdel en el ala oeste del palacio imperial. Yo mismo lo he visto a menudo correr descalzo e incluso revolcarse en el suelo, en esos montones de monedas de oro que atesora.

»E1 año pasado, organizó una expedición militar por la Galia y Germania, con la intención expresa de conquistar Britania. Pero tras un invierno largo y adverso y una marcha de seis meses, cuando las legiones llegaron por fin al Canal, Cayo sólo les ordenó que recogieran miles de conchas marinas y, después, iniciaron el regreso a Roma.

—¡Pero si Calígula había planeado esa misión desde que falleció Tiberio y él se convirtió en emperador! —exclamó Agripa—. ¿Por qué la abandonó, y de forma tan extraña? ¿Se ha vuelto loco?

—Más bien predestinado, y él lo sabe —respondió Claudio, serio—. En los últimos tiempos, los augurios no le han sido propicios. En los idus de marzo, un rayo cayó en el capitolio de Capua; después, cuando Cayo sacrificaba un flamenco, su sangre lo salpicó. Sula, el astrólogo le trazó el horóscopo el pasado mes de agosto para su cumpleaños y afirmó que tenía que prepararse para morir pronto. Esa misma noche, Mnester bailó la tragedia que se representó la noche que el padre de Alejandro, Filipo de Macedonia, fue asesinado.

—No creerás que esas cosas ejercen ninguna influencia, ¿verdad? —preguntó Agripa, al tiempo que recordaba de su juventud la obsesión que la familia imperial siempre había sentido, al igual que casi todos los romanos, por los augurios leídos en las entrañas de aves y otros animales, y por cualquier otra forma de profecía. ¿No era cierto que conservaban los antiguos libros de los Oráculos sibilinos recubiertos de oro?

—¿Y qué más da lo que yo crea? —soltó Claudio—. No lo entiendes. Si mi sobrino muere ahora, con todo lo que hemos averiguado, puede que yo mismo tenga que invadir Britania.

Antioquía: Pascua judía, año 42 d.C.

EPÍSTOLAS DE LOS APÓSTOLES

A:

María Marcos

en Jerusalén, provincia romana de Judea

De:

Juan Marcos

en Antioquía, Siria

Reverenciada y querida madre:

¿Qué puedo decir? Han cambiado tantas cosas en este último año aquí, en nuestra iglesia de Antioquía, que no sé por dónde empezar. Más difícil resulta pensar que la Pascua de esta semana es la décima desde la muerte del Maestro, me inquieta sólo pensarlo.

Aunque yo era un niño, aún recuerdo con gran claridad al Maestro en sus visitas constantes a nuestro hogar. Y especialmente vivida es la imagen de la última cena que él y sus discípulos tomaron juntos en nuestra casa.

Me sentí muy orgulloso de que me eligiera a mí para ir a la fuente con el cántaro de agua de modo que, cuando llegaran los discípulos, me siguieran para saber dónde debían encontrarse. Y es ese recuerdo el que me induce a escribirte hoy.

Tío Bernabé, que me pide como siempre que te mande recuerdos fraternales de su parte, me comenta que este verano, cuando cumpla veintiún años, tendré suficientes conocimientos sobre el trabajo del Maestro, además de un latín y un griego lo bastante avanzados para acompañarlo en mi primera misión oficial entre los gentiles. Por supuesto, es una noticia excelente y sé que estarás orgullosa de que haya llegado tan lejos en ésta, nuestra segunda iglesia en importancia fuera de Jerusalén. Pero hay una cuestión que amarga en parte esa alegría, y me gustaría que me aconsejaras. Por favor, no lo comentes con nadie, ni siquiera con tus amigos más íntimos, como Simón Pedro. Te lo pido por motivos que pronto comprenderás.

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