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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (17 page)

BOOK: El círculo mágico
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—¿La oficina de correos? —le interrumpí, en lo que esperaba fuera un tono normal, aunque me zumbaban los oídos y tenía de nuevo la cabeza a punto de estallar.

¿Por qué la oficina de correos? Me acerqué todas mís cartas psicológicas al pecho para echarles un vistazo: ¿estaba también el Tanque metido en esto? Empezaba a desconfiar de todo el mundo, una receta con pocos visos de ser el antídoto de la paranoia. Pero él seguía hablando.

—Ayer, después de que te fueras, llamó alguien del
Washington Post
—explicó—. Dijo que había estado intentando localizarte desde hacía unos cuantos días para hablar sobre unos documentos valiosos que, según supo en una rueda de prensa, te iban a llegar; que el
Post
necesitaba hablar urgentemente contigo para comprarlos. Le aseguré que la llamarías hoy,

» Luego, cuando Hauser apareció con tanta prisa esta mañana, se me ocurrió que podías haber ido a recoger el correo, sobre todo si estabas esperando documentos importantes. Así que envié a Maxfield de inmediato. Pero cuando te encontró... bueno, no sé qué me ha contado de tu sorprendente comportamiento.

Sabía lo que venía después: cómo me marché al volante con algunas partes del cuerpo de Olivier aferradas aún al coche y la forma en que por poco dejo el resto de él estampado en el pavimento. Había quedado como una idiota, o peor. Sin embargo, aunque la historia parecía bastante coherente, había algunas cosas que no acababan de encajar. Por ejemplo, de quién había sido la idea de recoger el paquete: del Tanque o de Olivier. Pero no veía modo de preguntarlo sin revelarle al Tanque que los documentos obraban en mi poder.

—Tantas molestias y al final no he podido conocer al doctor Hauser —me disculpé ante el Tanque—. Verá, no pude evitarlo. Yo también tenía mucha prisa, así que no me di cuenta de que Olivier estaba tan pegado al coche.

—Dígale que siento haberle pasado casi por encima del pie. —Luego, añadí con mayor precaución —: El doctor Hauser y yo parecemos dos barcos que se cruzan en la noche. Las cosas han quedado bastante confusas, pero estoy segura de que nos conoceremos muy pronto. Ayer estuve pensando en este proyecto. Estoy de acuerdo en lo que me dijo, creo que podría darle a mi carrera el impulso que necesita.

No estaba alimentando el ego del Tanque. Quizá mi cerebro empezaba a embarullarse y a saturarse después de tanta histeria y estrés, y me llevaba a pensar que cualquiera que hubiera conocido iba a por mí. Quizá necesitaba un breve retiro en la Unión Soviética para introducirme en una realidad distinta a la mía, que empezaba a adoptar un aspecto muy «virtual». Había llegado el momento de un
schuss
colina abajo para depurarme los microprocesadores.

Le dije al Tanque que regresaría del complejo antes de la hora de cerrar y colgué. Me aliviaba saber que Olivier no era el espía, asesino a sueldo y posible asesino de gatos que había estado imaginando. Pero, de todas formas, tomaría las precauciones pertinentes y ocultaría el manuscrito donde nadie lo encontrara, quizá ni yo misma.

Tuve que esperar media hora el teleférico para subir. Cuando por fin llegó, había tantos pasajeros haciendo cola, que nos embutieron como sardinas. Cargado al máximo, partió rumbo a los profundos desfiladeros, colgado de un cable que no parecía lo bastante resistente. Apretujada entre inquietos esquiadores del centro del país y turistas japoneses, tenía la cara contra el cristal, lo que me permitía disfrutar de una vista excepcional de los seiscientos metros de caída libre que recorreríamos si el peso acababa superando las posibilidades de ese cacharro naranja. Lo más rápido y sencillo habría sido tomar el telesilla, pero no estaba segura de poder localizar el sitio que estaba buscando si no salía de Escila y Caribdis.

Escila y Caribdis eran mis rocas favoritas: dos gigantescos pináculos de piedra, uno al lado del otro, de modo que te obligaban a esquiar entre ellos en cuanto dejabas la cabina, a menos que decidieras sortearlos y te adentraras en la zona de nieve en polvo, algo que yo hacía pocas veces y mucho menos aquel día, que tenía que mantener el equilibrio en esa pendiente traicionera con casi cuatro kilos y medio de manuscrito ilícito colgados a la espalda.

El paso entre las rocas negras de nueve metros de altura era estrecho, escarpado y estaba siempre helado debido al roce constante de muchos esquís. Era como un túnel sin salida, al que sólo llegaba la luz de una rendija estrecha. No había espacio suficiente para frenar o torcer los esquís, ni nada lo bastante blando donde hundir las puntas para mantener el control.

Una vez, en pleno verano, fui de excursión por estos prados e intenté ascender por el hueco entre Escila y Caribdis. Era demasiado escarpado para atacarlo a pie: se necesitaban clavos y cuerdas. Bajar por la nieve era mucho más sencillo: sólo requería nervios de acero. Tenías que agacharte, juntar las rodillas, apoyar las manos en los tobillos, mantener el equilibrio, realizar un
schuss
por el hueco y rezar para no golpear en hielo o rocas al volver a salir a la luz del día.

Salí de la cabina con el resto de sardinas. Del bosque de esquís y bastones que colgaban del lado del teleférico, recogí los míos. Esperé un poco al lado del refugio superior, sacudiéndome la nieve de las botas, fijándome los esquís, desempañando las gafas, para ceder el paso a mis compañeros de cabina, que estaban impacientes por ponerse en marcha. Quería que la colina estuviera despejada cuando saliera del descenso, no sólo para no tener que esquivar los cuerpos que solían yacer esparcidos por la ladera más abajo de Escila y Caribdis, sino, lo más importante, para evitar que alguien me viera mientras yo buscaba mi escondite.

Sabía que faltaba al menos media hora para que llegara otra cabina, de modo que cuando las cosas se calmaron y la gente hubo desaparecido, me lancé sola colina abajo. Sólo se oía el siseo de los esquís al deslizarse sobre la nieve, mientras bajaba por la zona de descenso y me lanzaba a través del desfiladero, entre las formas mastodónticas y brillantes de Escila y Caribdis.

Conseguí mantener el rumbo hasta que salí al otro lado, cuando una ráfaga de viento me golpeó de lado y me dio de lleno en la mochila. Me tambaleé y empecé a bajar, pero levanté el esquí izquierdo y apoyé todo el peso en la rodilla derecha, hasta que las puntas del guante me rozaban el suelo. Luego cambié al otro lado y me apoyé en la rodilla izquierda, como un patinador, todavía dentro de la zona de descenso, hasta que recuperé el equilibrio.

Inspiré profundamente, examiné la línea de las colinas —la Grand Tetón que se erigía majestuosa a lo lejos y me servía de punto de referencia—, y busqué la cresta de donde tenía que descender para encontrar la hendedura que buscaba, y la cueva. En ese instante me pareció oír un suave siseo de esquís detrás de mí. Extraño, puesto que estaba en la ladera más elevada de la montaña, sin nada que permitiera ascender más arriba, y creí haber esperado a que todo el mundo se hubiera ido.

Su
wedeln
es algo defectuoso —dijo una voz áspera con acento alemán desde unos metros detrás de mí. Había muchos alemanes merodeando por las zonas de esquí, me dije. No era posible.

Pero lo era. Esquió hasta llegar a mi lado y, de nuevo, me fallaron un poco las piernas al detenerme. Se sacó las gafas, se las puso como una cinta alrededor de la manga del mono negro que llevaba y me sonrió con esos increíbles ojos turquesa.

—Buenos días, doctor Hauser —conseguí articular—. ¿Qué le trae a esquiar por aquí a media semana? —Recobré la compostura. Al fin y al cabo, era difícil que se tratara de una coincidencia, lo cual significaba que podía ser peligroso. Así que volví a iniciar el descenso por la ladera.

—Podría preguntarle lo mismo,
mademoiselle
Behn —gritó a mis espaldas, mientras imprimía velocidad para alcanzarme—. Tengo un proyecto muy importante. Y usted parece ser la culpable de que se retrase. —Levanté la vista y pensé que su boca era muy atractiva, y esos pómulos...

Dejamos de mirarnos justo a tiempo, sólo unos segundos antes de chocar contra un montículo. Nos separamos para salvar el obstáculo y cuando volvimos a reunimos, el doctor Hauser estaba riéndose. Bajamos la colina, uno al lado del otro, en perfecta sincronía. De repente, con una fuerza y agilidad que me sorprendieron, plantó los bastones y saltó, con los dos esquís en el aire, por encima de un árbol caído en mitad del camino. No pareció perturbarlo; siguió deslizándose como en el agua por encima de los montículos de nieve.

No era difícil de explicar cómo me había reconocido y sabido mi nombre. Como el Tanque me había dicho, había revisado mi expediente, así que no sólo había visto mis datos generales, sino también mis fotografías de seguridad. Pero eso no explicaba qué estaba haciendo en esta montaña, a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad. Como si hubiera leído mis pensamientos, cuando los senderos se bifurcaban derrapó hasta detenerse, lanzando un chorro de nieve, y se volvió hacia mí.

—La he seguido por dos estados y por esta montaña. Ya es bastante por una mañana. ¿Qué le parece sí vamos al hotel que hay colina abajo y la invitó a comer? Así podríamos hablar, conocernos un poco mejor. A no ser —añadió— que lleve su almuerzo en la mochila.

—No, acepto la invitación encantada —dije, y esperé no haberme apresurado demasiado—. Y lo siento mucho. No sabía que era usted quien me seguía.

—Disculpas aceptadas —afirmó, con una inclinación de la cabeza. Pero el truco de la niebla no estuvo nada mal. Cuando desapareció, tomé por tres carreteras distintas hasta que por fin comprendí lo que había hecho. Dígame, ¿cómo aprende una mujer joven como usted a, cómo lo llaman, despistar a alguien con tanta habilidad?

—Supongo que por eso me he dedicado al campo de la seguridad —respondí—. Siempre me han interesado las cosas que están ocultas: la idea de perseguir y descubrir, y capturar.

—A mí también —afirmó el doctor Wolfgang K. Hauser con una sonrisa enigmática.

Para cuando terminamos de comer en el restaurante en mitad de la montaña, el doctor Hauser me llamaba Ariel e insistía en que le tuteara. Me había enseñado a preparar hamacas con las
parkas,
extendiéndolas sobre los esquís y los bastones, que habíamos plantado en la nieve. Nos quedamos al sol, apartados de la pista, mojando el crujiente pan integral en la crema de ostras y tomando
Glühwein
arrutado, sazonado con clavo y espolvoreado con canela.

Wolfgang me había dado muchos consejos de esquí mientras nos dirigíamos al restaurante. Era un esquiador excelente, mejor incluso que Olivier. Yo había esquiado en pistas de todo el mundo desde pequeña y sabía reconocer a un experto en cuanto lo veía. Había pocos que tuvieran esa combinación de fuerza y gracilidad que daba la apariencia de realizarlo todo sin esfuerzo.

Mientras empezábamos a recoger las cosas para irnos, muy a nuestro pesar, mi nuevo colega me dirigió una mirada desconcertada.

—¿Qué debería pedirte a cambio de todas esas lecciones de esquí gratis que te he dado esta mañana?

—No deberías cobrarme nada —le dije, mientras me ataba
la parka
a la cintura—. Todo el mundo sabe que dar clases de esquí forma parte del carácter austríaco; algo tan natural como respirar. No se cobra por lo que se hace de forma natural.

Me pareció que se reía algo incómodo.

—Pero tengo que preguntarte algo muy en serio —siguió—. Ayer, cuando entraste en el edificio, te reconocí gracias a las fotos, de hecho fue sólo por tus ojos, porque ibas tan abrigada que parecías un oso polar. —Ostras, exactamente lo que yo había pensado—. Quería hablar contigo entonces, pero no lo consideré adecuado delante de los demás.

Me quitó la mochila cuando iba a ponérmela y la dejó en el suelo; luego me apoyó las manos en los hombros. Noté que el calor de sus dedos me llegaba a la piel. Era el primer hombre que había conocido, o tan siquiera soñado, que me derretía sólo con la mirada, y ahora me estaba tocando. Pero lo que vino después me dejó sin habla.

—Ariel, sabes que pronto trabajaremos juntos, en muy estrecho contacto, en una misión vital. En esas circunstancias, me doy cuenta de que lo que te voy a decir quizá no sea demasiado aconsejable, pero rio puedo evitarlo. Tengo que decirte que me será muy, pero que muy difícil, mantener una relación profesional contigo, el tipo de relación necesaria para que llevemos a cabo este proyecto. Te aseguro que no lo tenía previsto y no suelo propiciar este tipo de cosas. Lo cierto es que no me había pasado nunca antes... —Se detuvo, como si esperara que dijese algo. Cuando contuve la respiración, esperando que cayera el otro zapato, añadió—: No sé muy bien cómo decirlo, pero me gustas, Ariel. Me siento muy atraído por ti.

¿Por mí? Me cago en dios. Estaba con el agua al cuello y lo sabía. Me podía ahogar en las profundidades de esos ojos turquesa cuando me miraba con tanta intensidad. Ese tipo era peligroso en más de un sentido, y ya había demasiado peligro en mi vida sin tener que añadir ninguna clase de esquí gratis. Pero era tan... atractivo.

Olvídalo. No era atractivo, era carismático: era mágico. Lo sabía él y lo sabía cualquiera que le pusiera la vista encima. Eso no podía estar pasándome a mí, no junto con todo lo demás. No precisamente en ese momento. ¿Por qué demonios había decidido el Tanque servirme este veneno? Tenía que hacer algo para volver a la realidad. Cerré los ojos y respiré profundamente. Reuní todas mis reservas, retrocedí, de modo que me libré de sus manos e interrumpí el contacto. Abrí los ojos.

—¿Y qué pregunta es ésa? —dije.

—¿Pregunta? —se extrañó.

—Esa pregunta tan sería que querías hacerme hace un momento.

Wolfgang Hauser se encogió de hombros y pareció herido. Era como si no hubiera previsto el tipo de respuesta que esperaba de mí, ni lo que podía ir después en el guión.

—No confías en mí—afirmó—. Y tienes toda la razón. ¿Por qué deberías hacerlo? Te sigo como un imbécil bajo la niebla, te persigo por una pista de esquí y te llevo a rastras a comer. Sin que me des pie, te suelto mis sentimientos por ti, cuando los tendría que haber guardado en silencio. Te pido disculpas por todo ello. Pero quiero que sepas una cosa...

Esperé. Pero el ataque me cogió totalmente de improviso.

Conozco a tu tío Lafcadio Behn, de Viena —me informó—. He venido a Idaho para protegerte lo mejor que pueda. Antes de que volvieras del entierro en San Francisco, me desplacé hasta aquí para asegurarme de que te incluirían en mi proyecto, no sólo por tu experiencia personal, lo admito, sino también porque los documentos que has heredado no deben caer en malas manos. ¿Comprendes?

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