Authors: Nassim Nicholas Taleb
Pero los sucesos políticos, sociales y climáticos no tienen esta práctica propiedad, y es evidente que no los podemos predecir, así que cuando vemos a los «expertos» que exponen los problemas de la incertidumbre desde la perspectiva de las partículas subatómicas, podemos estar seguros que el experto es un farsante. De hecho, ésta podría ser la mejor forma de identificar a un farsante.
A menudo oigo decir a las personas: «¡Claro que existen límites a nuestro conocimiento!»; pero luego, cuando intentan explicar que «no podemos modelarlo todo», invocan el principio de la mayor incertidumbre (he oído a estos tipos argumentos idénticos a los que el economista Myron
Scholes expone en sus conferencias). Pero estoy aquí, en Nueva York, en agosto de 2006, intentando ir a mi ancestral pueblo de Amioun, en Líbano. El aeropuerto de Beirut está cerrado debido al conflicto entre Israel y la milicia chiita de Hezbolá. No hay ningún plan que me informe de cuándo va a terminar la guerra, si es que termina. No puedo averiguar si mi casa sigue en pie, si Amioun aparece aún en el mapa (recordemos que la casa familiar ya fue destruida una vez). No puedo prever si la guerra va a degenerar en algo aún más grave. Al observar las consecuencias de la guerra, con todos mis parientes, amigos y propiedades expuestos a ellas, me enfrento a auténticos límites del conocimiento. ¿Alguien sabría explicarme por qué he de preocuparme de las partículas subatómicas que, de todos modos, convergen en una campana de Gauss? Las personas no podemos prever cuánto tiempo seremos felices con los objetos recién adquiridos, cuánto va durar nuestro matrimonio, cómo será nuestro próximo trabajo; pero lo que citamos como «límites de la predicción» son las partículas subatómicas. No queremos ver el mamut que tenemos ante nosotros y en su lugar nos ocupamos de algo que ni con un microscopio podríamos ver.
Voy a ir aún más lelos: las personas que se preocupan de los centavos y no de los dólares pueden ser peligrosas para la sociedad. No tienen mala intención pero, invocando el razonamiento de Bastiat del capítulo 8, son una amenaza para nosotros. Echan a perder nuestros estudios sobre la incertidumbre y se centran en lo insignificante. Nuestros recursos (tanto cognitivos como científicos) son limitados. Quienes nos distraen aumentan el riesgo de los Cisnes Negros.
Merece la pena que, más adelante, analicemos esta mercantilización de la idea de incertidumbre como síntoma de la ceguera ante el Cisne Negro.
Dado que las personas que se ocupan de las finanzas y la economía están absortas en el sistema gaussiano hasta el punto de atragantarse con él, busqué economistas financieros con inclinaciones filosóficas, para ver cómo su razonamiento crítico les permite abordar este problema. Encontré pocos. Uno de ellos obtuvo el doctorado en filosofía y después, cuatro años más tarde, en finanzas; publicaba artículos sobre ambas materias, además de numerosos libros de texto sobre finanzas. Pero me decepcionó: parecía que había compartimentado sus ideas sobre la incertidumbre, de forma que tenía dos profesiones: la filosofía y las finanzas cuantitativas. El problema de la inducción, Mediocristán, la opacidad epistémica o el ofensivo supuesto de lo gaussiano no se le planteaban como auténticos problemas. Sus numerosos libros de texto metían a machamartillo los métodos gaussianos en la cabeza de los estudiantes, como si su autor hubiese olvidado que era filósofo. Pero recordaba enseguida que lo era cuando escribía textos de filosofía sobre asuntos al parecer eruditos.
La propia especificidad del contexto lleva a la gente a tomar el ascensor para llegar al gimnasio y ejercitarse con el aparato en el que simulamos que subimos escaleras. El caso del filósofo es muchísimo más peligroso, porque agota nuestras reservas de razonamiento crítico en un ocupación estéril. A los filósofos les gusta practicar el razonamiento filosófico sobre asuntos del estilo «yo también» que otros filósofos llaman filosofía, y cuando salen de esos temas, se dejan la mente en la puerta.
Pese a todo lo que clamo contra la curva de campana, la platonicidad y la falacia lúdica, mi problema principal no se halla tanto en los estadísticos; al fin y al cabo, son personas que computan, no filósofos. Deberíamos ser mucho menos tolerantes con los filósofos, con sus concienzudos burócratas que nos cierran la mente. Los filósofos, perros guardianes del pensamiento crítico, tienen obligaciones que trascienden las de otras profesiones.
Una serie de personas vestidas modestamente (pero de aspecto meditabundo) se reúnen en una habitación, observando en silencio al conferenciante invitado. Todas son filósofos profesionales que asisten al prestigioso coloquio que cada semana se celebra en una universidad de la zona de Nueva York. El conferenciante se sienta y hunde la nariz en un pliego de folios escritos a máquina, que va leyendo con voz monótona. Es difícil seguirle, así que me dedico a soñar despierto y pierdo el hilo. Puedo decir vagamente que la exposición gira en torno a cierto debate «filosófico» sobre unos marcianos que nos invaden la mente y controlan nuestra voluntad, al tiempo que impiden que nos enteremos de ello. Parece que existen varias teorías referentes a esta idea, pero la opinión del conferenciante difiere de las de otros que han escrito sobre el tema. Dedica cierto tiempo a destacar los puntos más personales de su investigación sobre esos secuestradores marcianos. Después de su monólogo (cincuenta y cinco minutos de lectura incesante del material mecanografiado), hay un pequeño descanso, luego otros cincuenta y cinco minutos de exposición sobre unos marcianos que implantan
chips
y otras descabelladas conjeturas. De vez en cuando se menciona a Wittgenstein (uno siempre puede citar a Wittgenstein, ya que es lo suficientemente vago como para que siempre parezca relevante).
Todos los viernes, a las cuatro de la tarde, la nómina de estos filósofos es ingresada en sus respectivas cuentas. Una parte fija de sus ingresos, en torno a una media del 16%, irá a parar a la Bolsa en forma de inversión automática en el plan de pensiones de la universidad. Estas personas están empleadas profesionalmente en la empresa que se dedica a cuestionar lo que damos por supuesto; están formadas para discutir sobre la existencia de Dios o de los dioses, la definición de verdad, la rojez de lo rojo, el significado del significado, la diferencia entre las teorías semánticas de la verdad, las representaciones conceptuales y no conceptuales... Sin embargo, creen ciegamente en la Bolsa y en las habilidades del gestor de su plan de pensiones. ¿Por qué lo hacen? Porque aceptan que eso es lo que la gente debe hacer con sus ahorros, porque los «expertos» así se lo dicen. Dudan de sus propios sentidos, pero ni por un segundo dudan de sus compras automáticas en la Bolsa. Esta dependencia del dominio del escepticismo no se distingue de la referente a los médicos (como veíamos en el capítulo 8).
Más allá de esto, es posible que crean sin cuestionárselo que podemos predecir los sucesos sociales, que el Gulag te endurecerá un poco, que los políticos están más enterados de lo que pasa que sus chóferes, que el presidente de la Reserva Federal salvó la economía, y muchas cosas más de este estilo. También es posible que crean que la nacionalidad es algo que importa (siempre anteponen «francés», «alemán» o «estadounidense» al nombre de un filósofo, como si ello tuviera algo que ver con lo que sea que la persona en cuestión quiera decir). El rato que se pasa con estas personas, cuya curiosidad se centra en temas bien clasificados en el estante, resulta sofocante.
Confío en que haya afianzado lo bastante la idea de que, como profesional, mi pensamiento está enraizado en la creencia de que no podemos ir de los libros a los problemas, sino al contrario, de los problemas a los libros. Este planteamiento elimina gran parte de la verborrea que se emplea para construirse una carrera. El estudioso no debería ser una herramienta de la biblioteca para construir otra biblioteca, como en el chiste de Daniel Dennett.
Lo que aquí expongo ya lo dijeron antes los filósofos, claro está, al menos los que lo son de verdad. La siguiente observación es una de las razones de que sienta un enorme respeto por Karl Popper; es una de las pocas citas de este libro que no ataco:
La degeneración de las escuelas filosóficas es a su vez consecuencia de la errónea creencia según la cual se puede filosofar sin haberse visto empujada a hacerlo por problemas ajenos a la filosofía. [...]
Los genuinos problemas filosóficos siempre hunden sus raíces fuera de la filosofía y mueren si esas raíces se secan
[la cursiva es mía]. [...] Son unas raíces que fácilmente olvidan aquellos filósofos que «estudian» filosofía en vez de verse abocados a ella por la presión de problemas no filosóficos.
Este razonamiento puede explicar el éxito de Popper fuera de la filosofía, en particular entre científicos, operadores de Bolsa y responsables de la toma de decisiones, así como su relativo fracaso en el seno de aquélla. (Sus compañeros filósofos raramente lo estudian; prefieren escribir ensayos sobre Wittgenstein.)
Deseo señalar también que no quiero entrar en debates filosóficos respecto a mi idea del Cisne Negro. Lo que entiendo por platonicidad no es tan metafísico. Muchas personas han discutido conmigo sobre si estoy en contra del «esencialismo» (es decir, las cosas que sostengo no tienen una esencia platónica), si creo que las matemáticas funcionarían en un universo alternativo o algo parecido. Dejemos las cosas claras. Soy un profesional que no cree en el sinsentido; no estoy diciendo que las matemáticas no se correspondan con una estructura objetiva de la realidad; mi tesis es que, desde una perspectiva epistemológica, colocamos el carro delante del caballo, y que, del espacio de las matemáticas posibles, nos arriesgamos a usar el equivocado y a dejarnos cegar por él. Creo sinceramente que hay algunas matemáticas que funcionan, pero no se encuentran a nuestro alcance tan fácilmente como les parece a los «confirmadores».
Me irritan muy a menudo aquellos que atacan al obispo pero de algún modo confían en el analista de inversiones, aquellos que ejercen su escepticismo contra la religión pero no contra los economistas, los científicos sociales y los falsos estadísticos. Mediante el sesgo de la confirmación, estas personas nos dicen que la religión fue horrible para la humanidad, y cuentan las muertes que se produjeron con la Inquisición y las diversas guerras de religión. Pero no nos dicen cuántas fueron las víctimas del nacionalismo, de la ciencia social y de la teoría política en el régimen estalinista o durante la guerra de Vietnam. Ni siquiera los curas se dirigen a los obispos cuando están enfermos: a quien primero consultan es al médico. En cambio, nosotros nos detenemos en los despachos de muchos seudocientíficos y «expertos» sin alternativa. Ya no creemos en la infalibilidad papal; pero parece que creemos en la infalibilidad del Nobel, como veíamos en el capítulo 17.
He estado repitiendo que existe un problema con la inducción y el Cisne Negro. En realidad, las cosas son mucho peores: es posible que tengamos un problema aún mayor con el falso escepticismo:
a) nada puedo hacer respecto a que el sol salga mañana (por mucho que lo intente);
b) nada puedo hacer sobre si hay o no otra vida;
c) nada puedo hacer sobre la posibilidad de que los murcianos se adueñen de mi cerebro.
Pero tengo muchas formas de evitar ser un imbécil. Es algo que sólo requiere proponérselo.
Concluyo la tercera parte reiterando que mi antídoto contra los Cisnes Negros es precisamente no mercantilizar mi pensamiento, Pero esta actitud sirve, más allá de para evitar ser un imbécil, como protocolo de actuación: no sobre cómo pensar, sino sobre cómo convertir el pensamiento en acción y descubrir qué conocimientos merecen la pena. Veamos qué hacer y qué no hacer con todo esto en el apartado con que concluye este libro.
Llegó el momento de decir unas palabras para concluir.
Durante la mitad del tiempo soy hiperescéptico; durante la otra mitad, sostengo certezas y puedo ser intransigente al respecto, con una actitud muy terca. Evidentemente, soy hiperescéptico donde otros, en particular aquellos a quienes llamo Bildungsphilisters, son crédulos, y crédulo donde otros parecen escépticos. Soy escéptico sobre la confirmación (pero sólo cuando los errores se pagan caros), no sobre la desconfirmación. Disponer de muchos datos no proporciona confirmación, pero un solo ejemplo puede desconfirmar. Soy escéptico cuando sospecho una aleatoriedad desmedida, crédulo cuando entiendo que la aleatoriedad es suave.
La mitad del tiempo odio los Cisnes Negros; la otra mitad, me encantan. Me gusta la aleatoriedad que produce la textura de la vida, los accidentes positivos, el éxito de Apeles el pintor, las posibles dotes por las que uno no tiene que pagar. Pocos enrienden la belleza de la historia de Apeles; de hecho, la mayoría de las personas evitan el error reprimiendo el Apeles que hay en ellas.
La mitad del tiempo soy hiperconservador en la dirección de mis propios asuntos; la otra mitad, hiperagresivo. Puede que esto no parezca excepcional, excepto que mi conservadurismo se aplica a lo que los demás llaman asumir riesgos, y mi agresividad, a áreas en las que los otros recomiendan precaución.
Me preocupan muy poco los pequeños fracasos, pero mucho los grandes y potencialmente terminales. Me preocupa más la «prometedora» Bolsa, en particular las acciones «seguras», que las operaciones especulativas: las primeras presentan unos riesgos invisibles; las segundas no dan sorpresas, ya que uno sabe lo volátiles que son y puede limitar su inversión a pequeñas cantidades.
Me preocupan menos los riesgos anunciados y sensacionales, más los maliciosos y ocultos. Temo menos el terrorismo que la diabetes, menos aquellas cosas que la gente suele temer porque son temores obvios, y más aquello que se sitúa fuera de nuestra conciencia y discurso común (debo confesar también que no me preocupo mucho: procuro preocuparme de cosas sobre las que pueda hacer algo). Me preocupa menos la vergüenza que perder una oportunidad.