El Club del Amanecer (2 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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—Oye —dice Boone—, que la mayoría de esas mujeres son del otro bando.

—¿De qué otro bando? —pregunta el Doce Dedos.

—Es tan joven —observa Johnny y, como siempre, su observación es acertada.

El Doce Dedos tiene una docena de años menos que el resto del Club del Amanecer. Lo toleran porque es un surfista entusiasta y una suerte de cachorro de Boone; además, les hace descuentos especiales en la tienda de surf en la que trabaja.

—¿Qué otro bando? —apremia el Doce Dedos.

Sunny Day se agacha sobre su tabla y se lo susurra.

A Sunny el nombre le viene que ni pintado. El cabello rubio le brilla como el sol. Es una fuerza de la naturaleza —alta y de piernas largas—, exactamente lo que quiso decir Brian Wilson cuando escribió que ojalá todas las chicas fueran como las californianas.

La diferencia reside en que la chica con la que soñaba Brian solía quedarse sentada en la playa, mientras que Sunny surfea. Es la mejor surfista del Club del Amanecer —mejor incluso que Boone— y la marejada que está a punto de llegar podría hacerla ascender de camarera a surfista profesional con dedicación exclusiva. Una sola fotografía buena de Sunny bordando una gran ola podría ayudarla a conseguir el patrocinio de alguna de las principales empresas de ropa de surf y entonces ya no habrá quien la pare. Ahora se encarga de explicarle al Doce Dedos que la mayoría de las chicas de los equipos femeninos de canoas hawaianas son del sindicato de la harina.

El Doce Dedos lanza un gemido de desconsuelo.

—Acabas de destrozarle los sueños a un chaval —dice Boone a Sunny.

—No necesariamente —dice David el Adonis con una sonrisa petulante.

—Ni se te ocurra contárnoslo —dice Sunny.

—¿Acaso es culpa mía —pregunta David— que las mujeres me adoren?

En realidad, no lo es. David el Adonis tiene una cara y un Físico que en la antigua Grecia habrían provocado una gran demanda de mármol. Sin embargo, más que su cuerpo, lo que proporciona a David tanta vida sexual es su confianza. David confía en que se va a echar un polvo y, por su profesión —es socorrista—, se le ponen a tiro todas las turistas procedentes de zonas de nieve que vienen a San Diego a tomar el sol. El apodo se lo puso Johnny Banzai, que rellena a bolígrafo los crucigramas del
New York Times
, y un día le dijo: «¿Sabes que, según la mitología griega, Adonis tenía mucho éxito con las mujeres?».

El mote ha gustado, no solo a él, sino también al resto del Club del Amanecer, que ha visto a David el Adonis trepar a su torre de vigilancia tragando vitamina E a puñados para compensar la que ha perdido la noche anterior y para prepararse para la noche siguiente.

—¡Si hasta me proporcionan prismáticos —comentó un día a Boone, maravillado—, esperando, explícitamente, que los use para observar a mujeres ligeras de ropa! Y después hay quien dice que Dios no existe.

De modo que, si algún homínido con paquete pudiese conseguir que uno o varios miembros de un equipo femenino de canoas hawaianas cambie sus preferencias sexuales por una o dos noches, ese sería David y, a juzgar por su sonrisa lasciva y ufana, es probable que ya lo haya conseguido.

El Doce Dedos sigue sin estar convencido.

—Sí, pero ¿y los tacos de pescado?

—Depende del tipo de pescado que le pongas al taco. —El Marea Alta, o sea, Josiah Pamavatuu, aporta a la conversación algo más que un granito de arena, porque el samoano destroza cualquier balanza con sus más de ciento cincuenta kilos, que le han hecho merecedor del seudónimo de «Marea Alta», porque, cuando él se mete en el agua, sube el nivel del mar. Lo que opine Marea Alta sobre comida merece respeto, porque, evidentemente, sabe por dónde se anda. Toda la pandilla tiene claro que los de las islas del Pacífico conocen muy bien sus peces—. ¿Estamos hablando de limanda,
ono, opah, mahimahi
, tiburón o qué? Porque la diferencia es abismal.

—Cualquier cosa sabe mejor sobre una tortilla —pontifica Boone.

Aquello es un artículo de fe para él. Lo ha acompañado toda su vida y está convencido de que así es. El ingrediente que sea —pescado, pollo, ternera, queso, huevos, hasta mantequilla de cacahuete y mermelada—, envuelto en el abrazo maternal de una tortilla de maíz tibia, reacciona ante tanto cariño mejorando mucho su sabor.

Absolutamente todo sabe mejor sobre una tortilla.

—¡Atención! —grita el Marea Alta.

Boone mira por encima del hombro y ve que se acerca la primera ola de lo que parece una serie buenísima.

—¡Hay ola para todos! —chilla David el Adonis y él, el Marea Alta, Johnny y el Doce Dedos se suben al pico y surfean juntos hasta la playa. Boone y Sunny esperan la segunda ola, que es un poco más grande, un poco más completa y tiene mejor forma.

—¡Toda para ti! —le grita Boone.

—¡Caballeroso o condescendiente, como mejor te parezca! —le grita Sunny, pero se acerca remando. Boone se sube a la ola justo detrás de ella y la surfean juntos en un hábil
pas de deux
sobre la espuma.

Boone y Sunny llegan a pie hasta la playa: la sesión matutina ha terminado y el Club del Amanecer regresa, porque todos, salvo Boone, tienen un trabajo de verdad.

Johnny ya ha salido de debajo de la ducha al aire libre y está sentado en el asiento delantero de su coche, poniéndose el uniforme de detective —camisa azul, chaqueta marrón de tweed, pantalones color caqui—, cuando suena su teléfono móvil. Johnny recibe la llamada y después anuncia:

—Una mujer se ha tirado de cabeza desde el balcón de un motel. Otro día en el Paraíso.

—No echo de menos esas cosas en lo más mínimo —dice Boone.

—Ni ellas a ti —responde Johnny.

Es cierto. Cuando Boone tiró su insignia del Departamento de Policía de San Diego, lo único que lamentó su teniente fue que no se tratase de la anilla de una granada. A pesar de lo que acaba de decir, Johnny no está de acuerdo: Boone era un buen poli, un poli muy bueno.

Lo que ocurrió fue una vergüenza.

Boone sigue ahora la mirada del Marea Alta, vuelta hacia el mar: el grandullón lo observa con una intensidad casi reverencial.

—Ya viene —dice el Marea Alta—. Es marejada.

—¿Es grande? —pregunta Boone.

—Grande no —dice el Marea Alta—. Es inmensa.

Una auténtica trituradora rugiente.

Catapún.

Capítulo 5

Pero, vamos a ver, ¿qué es una ola?

Sabemos reconocerla cuando vemos una, pero ¿qué es exactamente?

Para un físico, es un «fenómeno que transporta energía».

Según el diccionario, es una «perturbación que atraviesa un medio, pasando de un lugar a otro».

Una perturbación.

Claro que sí.

Algo se perturba; es decir, una cosa golpea con otra y desencadena una vibración. Si ahora mismo das una palmada, oirás un ruido. En realidad, lo que captas es una onda sonora. Una cosa choca con otra y desencadena una vibración que te llega al tímpano.

La vibración es energía y se transporta de un lugar a otro mediante un fenómeno llamado ola.

En realidad, el agua en sí no se mueve. Lo que ocurre es que una partícula de agua se topa con la siguiente, que se topa con la siguiente y así sucesivamente, hasta que choca con algo. Se parece a esa tontería que hacen en los encuentros deportivos: la gente no se mueve alrededor del estadio, sino que es la ola la que se mueve. La energía pasa de una persona a otra.

Entonces, cuando uno surfea, no va montado en el agua. El agua es el medio, pero lo que uno cabalga en realidad es energía.

¡Es genial!

Lo que te transporta es la energía.

Miles de millones de partículas de H
2
O se combinan para transportarte de un lugar a otro: muy generoso de su parte, si te pones a pensarlo. Esta última afirmación es, desde luego, una chorrada poco realista, propia de un surfista de alma, porque a la ola le importa un pimiento si vas en ella o no. Las partículas de agua son objetos inanimados y no saben nada ni les importa nada, por supuesto, sino que, cuando la energía le toca el trasero, el agua se limita a hacer lo que tiene que hacer.

Crear olas.

Una ola —del tipo que sea— tiene una forma específica. Las partículas que se dan de hostias entre sí no se limitan a chocar en una línea plana, sino que suben y bajan y por eso se forma la ola. Antes de la «perturbación», las partículas de agua están en reposo o, como se diría en términos técnicos, en equilibrio. Lo que pasa es que la energía perturba el equilibrio y «desplaza» a las partículas de su estado de reposo. Cuando la energía alcanza su «desplazamiento» potencial máximo (el «desplazamiento positivo»), la ola forma una cresta y después cae por debajo de la línea de equilibrio hasta su «desplazamiento negativo», también llamado «valle». Para simplificar, tiene altos, bajos y medios, como la vida misma.

Claro que no todo es tan sencillo, en especial cuando se trata del tipo de olas que uno puede surfear y, sobre todo, del tipo de olas gigantes que en este preciso momento ruedan hacia Pacific Beach con malas intenciones.

Fundamentalmente, hay dos clases de olas.

La mayoría son «olas superficiales», provocadas por la atracción de la luna y por el viento, que son los que producen la perturbación. Son las olas normales, comunes y corrientes, las que no tienen nada del otro mundo. Aparecen cuando toca y fichan; su tamaño varía de pequeño a mediano y, en ocasiones, llega a grande.

A las olas superficiales debe el surf su nombre, porque, para el profano, los surfistas cabalgan sobre la superficie de la ola y, en inglés, «superficie» se dice
surface
.

A pesar de esta distinción, las olas superficiales son las mulas del mundo del surf, bestias de carga no anunciadas, que, sin embargo, de vez en cuando son capaces de rebelarse, cuando el viento las enloquece.

Muchos piensan que los vientos fuertes son los que causan las olas grandes, pero en realidad no es así. El viento puede provocar algunas olas grandes —puede convertir una ola mediana en un pico alto—, pero la mayor parte de la energía —la perturbación— es superficial. Estas olas poseen altura, pero les falta profundidad. Toda la acción se desarrolla en la parte superior. Es, más que nada, puro alarde: algo literalmente superficial.

Además, el viento puede estropear las olas y a menudo lo hace. Si el viento sopla en sentido perpendicular a la ola, la deforma o puede convertirla en picada o, si viene directamente del mar, puede bajarle la cresta, con lo cual la aplana y ya no se puede cabalgar.

Lo ideal es un viento suave y constante que sople desde tierra, que pille la ola de frente y la mantenga en alto.

El otro tipo de ola es la submarina, que, como su nombre indica, comienza bajo el agua. Si las olas superficiales son como los boxeadores de peso mediano, que bailan y lanzan golpes cortos, las olas submarinas son como los pesos pesados, que se mueven con torpeza y lanzan puñetazos demoledores desde abajo (el fondo marino). Esta ola es la superestrella, la que tiene mala leche de verdad.

Si a las olas superficiales les falta profundidad, la submarina tiene más fondo que un
riff
de Sly and the Family Stone. Es más profunda que Kierkegaard y Wittgenstein juntos. ¡Es pesada, amigo! Nada amistosa. Nace de una relación sexual escabrosa en el fondo del mar.

Hay todo un mundo allá abajo. En realidad, la mayor parte del mundo está allá abajo. Hay cadenas montañosas inmensas, extensas planicies, zanjas y cañones. Hay placas tectónicas que, cuando se mueven y se rozan entre sí, producen terremotos. Gigantescos terremotos submarinos —tan violentos como Mike Tyson cuando deja de tomar sus medicinas— que desencadenan una perturbación enorme y ruidosa.

En el mejor de los casos, un gran oleaje que es una gozada cabalgar; en el peor, un tsunami capaz de provocar una matanza.

Eso es una perturbación: un fenómeno que transporta una cantidad de energía inmensa y que recorrerá miles de kilómetros para que te pegues la navegada de tu vida o para acabar con ella. Es igual.

Eso es lo que va rodando hacia Pacific Beach mientras el Club del Amanecer sale del agua esta mañana en concreto: un terremoto submarino que ha comenzado cerca de las islas Aleutianas recorre a toda velocidad literalmente miles de kilómetros para romper con estrépito en Pacific Beach.

¡Catapún!

Capítulo 6

¡Catapún!

No está mal, si eres Boone Daniels y vives para olas que meten mucho ruido.

Él siempre ha sido así: desde que nació e incluso antes, si uno cree todo eso que dicen sobre las influencias auditivas prenatales. Así como algunas madres escuchan música de Mozart para que sus bebés aprendan a apreciar lo bueno, la madre de Boone, Dee, solía sentarse en la playa y se acariciaba la barriga al ritmo de las olas.

Antes de nacer, Boone no distinguía el océano de los latidos del corazón de su madre. Aunque el Doce Dedos llame al mar «la Madre Océano», para Boone lo es en realidad. Antes de que su hijo cumpliera dos años, Brett Daniels solía sentarlo delante de él en la tabla larga, remaba mar adentro y se lo subía a los hombros para cabalgar las olas. Quienes los veían pasar —es decir, los turistas— quedaban consternados, como diciendo: «¿Y si se te cae?».

«¿Cómo se me va a caer?», solía responder Brett, el padre de Boone.

Eso fue antes de que Boone cumpliera los tres años, porque entonces Brett lo tiraba a propósito en la espuma, donde el agua es poco profunda, para que se acostumbrara a ella y se diera cuenta de que, salvo entrarle unas cuantas burbujas por la nariz, no le iba a ocurrir nada malo. El pequeño Boone salía enseguida a la superficie, riendo como loco, y le pedía a su papá que volviera a tirarlo.

De vez en cuando, algún espectador disconforme amenazaba con llamar a los Servicios de Protección a la Infancia, a lo que Dee respondía:

«Si eso es, precisamente, lo que hace: proteger a su hijo.»

Claro que sí.

Cuando uno cría a un hijo en Pacific Beach, sabe que su ADN lo va a impulsar a salir al mar sobre una tabla, conque es preferible enseñarle lo que puede hacer el mar. Es mejor enseñarle a vivir —en lugar de morir— en el agua y, cuanto más joven, mejor. Así aprende lo que tiene que hacer cuando el mar está revuelto o cuando hay resaca. Le enseñas a no dejarse llevar por el pánico.

¿Proteger a su hijo?

Para que lo sepas, cuando Brett y Dee celebraban una fiesta de cumpleaños en la piscina de la urbanización y venían todos los amiguitos de Boone, Brett Daniels se instalaba en una silla al borde de la piscina y decía a los demás padres:

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