Boone Daniels, expolicía de San Diego, vive para el surf. Todos los días al alba sale con su tabla en busca de las olas más imponentes acompañado del resto de miembros del Club del Amanecer: el Doce Dedos, David el Adonis, Johnny Banzai, Marea Alta y Sunny Day. Sin embargo, la apacible y lánguida vida de Boone, que de vez en cuando trabaja como detective privado para poder pagarse las facturas, cambiará radicalmente cuando reciba la visita de una joven y ambiciosa abogada llamada Petra Hall. El bufete para el que trabaja le encargará encontrar a una bailarina de poca monta llamada Tammy, envuelta en un turbio asunto de fraude y testigo clave contra Dan Silver, propietario de varios clubes de estriptis de la ciudad. Boone solo tiene un propósito: resolver el caso en cuarenta y ocho horas como máximo, justo antes de que lleguen a las playas de Pacific Beach las olas más grandes jamás vistas en años. Pero en San Diego, la ciudad del sol y el surf, nada es tan simple como parece. La investigación se complicará y lo que, en apariencia, era un caso sencillo se convertirá en un descenso a los infiernos que obligará a Boone a enfrentarse con su pasado y con el único caso que jamás solucionó y que le atormenta desde hace años…
Don Winslow
El Club del Amanecer
ePUB v1.1
Dirdam09.08.12
Título original:
The dawn patrol
Don Winslow, 2008
Traducción: María Alejandra Devoto Carnicero, 2012
Editorial: Martínez Roca, 2012
ISBN: 9788427034266
Editor original: Dirdam (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: v1.1, avresbo
ePub base v2.0
Ola
(n): una perturbación que viaja a través de un medio de un lugar a otro.
Let me take you down, cos I’m going to, Strawberry Fields…
[
Deja que te lleve conmigo, porque voy a los Campos de Fresas…
]
Lennon/McCartney
La capa del mar envuelve la costa como una suave manta plateada.
El sol empieza a asomar por el este, encima de las colinas, pero Pacific Beach duerme todavía.
El océano tiene un color que no es del todo azul ni del todo verde ni del todo negro, sino una mezcla de los tres.
En la zona de arranque, Boone Daniels rema, sentado a horcajadas sobre su vieja tabla larga como un
cowboy
montado en su poni. Pertenece al Club del Amanecer.
Las niñas parecen fantasmas.
Saliendo de la niebla de la madrugada, sus formas plateadas emergen de una hilera fina de árboles a medida que atraviesan la hierba húmeda y mullida que bordea el campo. Como la humedad amortigua sus pasos, se acercan sin hacer ruido; como la neblina les envuelve las piernas, parecen flotar.
Como espíritus que hubiesen muerto durante la infancia.
Son ocho y, efectivamente, son niñas: la mayor tiene catorce años y la menor, diez. Como marcando el paso sin querer, se acercan a los hombres que aguardan.
Ellos se agachan sobre la neblina como gigantes sobre las nubes, observando atentamente su universo, pero no son gigantes, sino obreros, y su universo es el fresal aparentemente interminable que ellos no controlan, sino que los controla a ellos. Agradecen la neblina fresca, aunque saben que no tardará en evaporarse y los dejará a merced del sol indiferente.
Los hombres trabajan agachados, doblados por la cintura muchas horas seguidas, ocupándose de las plantas. Han superado la peligrosa odisea desde México para trabajar en aquellos campos, para enviar dinero a sus familias, que viven al sur de la frontera.
Viven en campamentos rudimentarios de cabañas hechas con chapas de cinc onduladas, tiendas improvisadas y cobertizos escondidos en lo más recóndito de los estrechos cañones que hay por encima de los fresales. No hay mujeres en los campamentos y los hombres se sienten solos. Alzan los ojos para echar miradas subrepticias y culpables a las niñas fantasmales que salen de la neblina. Son miradas de necesidad, aunque muchos de aquellos hombres son padres y sus hijas tienen la edad de aquellas niñas.
Entre el borde del campo y las márgenes del río hay un cañaveral espeso en el cual los hombres han abierto pequeños refugios, casi como cuevas. Algunos de ellos se introducen ahora entre las cañas y ruegan que el amanecer no llegue demasiado pronto ni sea demasiado luminoso, para no exponer su vergüenza a los ojos de Dios.
También amanece en el motel Crest.
El amanecer no es algo que vean habitualmente muchos de sus residentes, a menos que lo vean desde el lado contrario: cuando están a punto de meterse en la cama, en lugar de acabar de levantarse.
Solo hay dos personas despiertas en aquel momento y ninguna de ellas es el recepcionista, que descabeza un sueñecito en la oficina, con el trasero acomodado en el sillón y los pies apoyados en el mostrador. ¿Qué más da? Aunque estuviera despierto, no podría ver el balconcito de la habitación 342, donde una mujer está pasando sobre la barandilla.
El camisón se agita por encima de ella.
No le sirve como paracaídas.
Por algo más de medio metro no cae en la piscina; su cuerpo aterriza sobre el hormigón con un golpe sordo.
El ruido no alcanza a despertar a nadie.
El tipo que la ha lanzado se queda mirando abajo el tiempo suficiente para comprobar que está muerta. Se fija en el cuello, que forma un ángulo extraño, como si fuera una muñeca rota. Observa la sangre, oscura a la luz tenue, que corre hacia la piscina.
El agua busca el agua.
«Tope guay.»
El Doce Dedos describe así la marejada inminente a Boone Daniels, que en realidad comprende lo que le dice, porque Boone habla surfbónico con fluidez. Y es que, a la derecha de Boone, justo hacia el sur, las olas golpean contra los pilotes que hay bajo el Muelle de Cristal. El océano está cargado, hinchado, preñado de promesas.
El Club del Amanecer —Boone, el Doce Dedos, David el Adonis, Johnny Banzai, el Marea Alta y Sunny Day— aguarda conversando en la zona de arranque a que llegue la siguiente serie de olas. Todos llevan trajes de neopreno negros de invierno, que los cubren desde las muñecas hasta los tobillos, porque el agua está fría a primera hora de la mañana, sobre todo cuando, como ahora, la remueve la tormenta que se aproxima.
Esta mañana, la conversación intersticial gira en torno a la marejada, esas olas crecientes que se dan una vez cada veinte años y que se están acercando hacia la costa de San Diego como un tren de carga fuera de control. Está previsto que llegue dentro de dos días, trayendo consigo el cielo gris de invierno, algo de lluvia y las olas más grandes que haya visto ninguno de los miembros del Club del Amanecer en toda su vida adulta.
Va a ser, como dice el Doce Dedos, «tope guay», que, traducido en líneas generales del surfbónico, es una expresión que indica aprobación.
Va a estar bien y Boone lo sabe. Hasta podrían llegar a ver picos de seis metros rompiendo cada treinta segundos, más o menos. Olas dobles, tuberas como túneles, auténticas trituradoras rugientes que te hacen perder el equilibrio y te arrojan a la lavadora.
Solo para los mejores surfistas.
Pero Boone es uno de ellos.
Aunque sería una exageración decir que Boone aprendió a surfear antes que a andar, lo cierto es que surfeaba antes de aprender a correr. Boone es lo más local que te puedas imaginar: fue concebido en la playa, nació a menos de un kilómetro del mar y se crio a trescientos metros del lugar donde rompen las olas en la marea alta. Su padre surfeaba; su madre también…, de ahí la sesión «conceptiva» en la arena. De hecho, su madre siguió surfeando casi hasta el séptimo mes de embarazo, de modo que tal vez no sea exagerado decir que Boone aprendió a surfear antes que a andar.
Boone ha sido un hombre de mar toda su vida, pero no uno cualquiera.
El mar es el patio de atrás de su casa, su refugio, su terreno de juego, su iglesia. Se mete en el agua para ponerse bien, para limpiarse, para recordar que la vida es un paseo. Boone cree que una ola es el mensaje tangible de Dios de que todo lo importante en la vida es libre y gratuito. Boone se siente libre todos los días, por lo general dos o tres veces, pero siempre, indefectiblemente, cuando sale con el Club del Amanecer.
Boone Daniels vive para surfear.
No quiere hablar de la marejada justo ahora, porque hablar podría cagarla, hacer que las olas se aplacaran y fueran a morir en las profundidades del Pacífico norte. De modo que, aunque el Doce Dedos lo está mirando con su expresión habitual de admiración incondicional, Boone cambia de tema: recurre a un viejo clásico de la zona de arranque del Club del Amanecer de Pacific Beach.
La lista de cosas que están bien.
Comenzaron a elaborarla hace cosa de quince años, cuando estaban en el instituto y el profesor de ciencias sociales de Boone y David los animó a «manifestar por escrito sus prioridades».
Si bien es flexible —se agregan o se suprimen elementos, el orden varía—, la lista actual de cosas que están bien rezaría así (es decir, si estuviera escrita, claro está, que no es el caso):
—Propongo —dice Boone a todo el grupo congregado en la zona de arranque— poner los tacos de pescado antes que los equipos femeninos de canoas hawaianas.
—¿Moverlo del noveno puesto al octavo? —pregunta Johnny Banzai, mientras en su rostro, por lo general serio, se dibuja una sonrisa.
Johnny Banzai en realidad no se apellida Banzai —claro está—, sino Kodani, pero a cualquier japonés-americano que sepa surfear, sea radical y lanzado, tenga cojones y sea agresivo lo van a llamar «Kamikaze» o «Banzai» y no tiene vuelta de hoja. Como Boone y David el Adonis decidieron que Johnny es demasiado racional para ser suicida, eligieron Banzai.
Cuando Johnny Banzai no está haciendo de Banzai, investiga homicidios en el Departamento de Policía de San Diego y, como bien sabe Boone, siempre está dispuesto a hablar de cuestiones que no sean lúgubres. Se lo piensa.
—¿O sea, básicamente, intercambiarlas? —pregunta Johnny Banzai—. ¿A consecuencia de qué?
—De una reflexión profunda y un análisis exhaustivo —responde Boone.
El Doce Dedos está desconcertado. El joven surfista de alma mira fijamente a Boone con expresión de inocencia herida, la perilla húmeda le gotea sobre el traje negro de neopreno y las rastas rubias le caen sobre los hombros cuando ladea la cabeza.
—Pero, Boone… ¿Antes que los equipos femeninos de canoas hawaianas?
Al Doce Dedos le encantan las mujeres que componen esos equipos. Cada vez que pasan remando, se queda sentado en la tabla, mirándolas embobado.