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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (5 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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En realidad no, porque ya lleva tres meses de retraso en el pago del alquiler y estarían a punto de desalojarlo, si no fuera porque el Optimista no solo es el administrador de su negocio, sino también su casero. El Optimista es el dueño del edificio, de Pacific Surf y de alrededor de una docena de propiedades más en Pacific Beach, que tiene alquiladas.

En realidad, el Optimista es varias veces millonario, aunque eso no lo vuelve más optimista y menos con inquilinos como Boone. Se ha propuesto salvar el negocio de Boone como un desafío quijotesco a sus propias habilidades como administrador: una especie de Edmund Hillary que trata de llegar a la cima de una montaña de deudas, irresponsabilidad fiscal, cuentas pendientes de pago, impuestos no presentados, facturas por hacer y cheques por cobrar.

Para cualquier contable y administrador, Boone Daniels es como el monte Everest.

—En calidad de contable —dice entonces a Boone—, te recomiendo encarecidamente que aceptes el caso.

—¿Y en calidad de casero?

—Te recomiendo encarecidamente que aceptes el caso.

—¿Me vas a desahuciar?

—El flujo de fondos es negativo —dice el Optimista—. ¿Sabes lo que eso significa?

—Que sale más dinero del que entra.

—No —dice el Optimista—. Significa que, si pagaras las facturas, saldría más dinero del que entra.

Boone realiza la complicada maniobra de enfundarse unos vaqueros sin quitarse la toalla de alrededor de la cintura, mientras protesta:

—Olas dobles… de entre cuatro y seis metros de altura…

—Deja de quejarte de una vez —dice Petra—. Si tu reputación es merecida, habrás encontrado a mi testigo antes de que haya pasado el oleaje.

Le tiende una carpeta con el expediente.

Boone se pone una camiseta North Shore y encima una sudadera Killer Dana con capucha, se calza un par de sandalias Reef, coge la carpeta y baja las escaleras.

—¿Adónde vas? —le grita Petra.

—A desayunar.

—¿A esta hora?

—Es la comida más importante del día.

Capítulo 12

A pesar de su nombre, Dan Silver siempre viste de negro.

En primer lugar, porque quedaría ridículo vestido de plateado. Lo sabe muy bien, porque hace tiempo, cuando era luchador profesional, iba vestido todo de plateado y quedaba bastante ridículo. Pero ¿de qué color se iba a vestir, si no, un luchador llamado Dan Silver? Empezó haciendo de bueno, pero no tardó en darse cuenta de que a los aficionados a la lucha no los convencía en el papel de héroe, de modo que cambió el plateado por el negro y se convirtió en villano, con el nombre de «el asqueroso Danny Silver»: así resultaba mucho más creíble.

Además, los malos ganaban más que los buenos.

Toda una lección de vida para Danny.

Trabajó como cinco años para la World Wrestling Entertainment, hasta que decidió que era más fácil tratar con estríperes que dejar que te propinaran una paliza de padre y muy señor mío tres noches por semana, conque cobró lo que le debían y abrió su primer club.

Ahora Dan tiene cinco clubes y se sigue vistiendo de negro, porque piensa que el negro lo hace parecer sexy y peligroso… y más delgado, porque a Dan le están empezando a crecer el michelín de los cincuenta en torno a la cintura, los carrillos y la papada y eso no le gusta nada. Tampoco le gusta que se le empiece a caer el cabello rojizo, aunque no puede evitarlo, por más que se vista de negro. De todos modos, sigue llevando camisa negra, vaqueros negros y un cinturón negro grueso con una gran hebilla de plata, además de botas negras de
cowboy
con tacones bajos.

Siempre va vestido así, como el típico malnacido.

Va a encontrarse con un tío en Ocean Beach, cerca del muelle.

El mar golpea como un pura sangre nervioso en el arrancadero. A Dan le importa un huevo. Ha vivido al lado del mar toda su vida, pero jamás se ha metido en el agua más que hasta los tobillos. El océano está lleno de cosas desagradables, como medusas, tiburones y olas; por eso, Dan prefiere el jacuzzi.

—¿Alguna vez has sabido de alguien que se ahogara en una bañera de agua caliente? —preguntaba a Eddie el Rojo cada vez que tocaban el tema de meterse en el mar.

En realidad, Eddie el Rojo sí que lo había oído, pero esa es otra historia.

Dan camina por la playa hasta donde está Piolín.

—¿Ya lo has hecho? —pregunta Dan.

Dan es un tío grandote: mide uno noventa y tres y ronda los ciento veinte kilos, pero parece pequeño delante de Piolín. El cabronazo tiene la complexión de una nevera de tamaño industrial y es igual de frío.

—Sí —dice Piolín.

—¿Has tenido algún problema? —pregunta Dan.

—Yo no.

Dan asiente.

Ya tiene el dinero en efectivo: veinte billetes de cien dólares, enrollados en una de sus manazas.

Dos mil dólares por arrojar a una mujer desde el balcón de un motel.

¿Quién dice que la vida no vale nada?

«Es una pena —piensa Dan—, porque la chavala estaba muy buena y, además, era bastante peculiar.»

Pero había visto algo que no debería haber visto y, si algo había aprendido Dan acerca de las estríperes, después de más de veinte años de tratar de manejarlas, es que no saben mantener cerradas las piernas ni el pico.

Conque la chica tenía que desaparecer.

No es buen momento para correr riesgos.

Está a punto de llegar otro cargamento y la mercancía vale un montón de pasta, una cifra que uno no arriesga por una bailarina, por peculiar que sea.

Dan pasa el dinero a Piolín con disimulo y sigue andando, procurando mantenerse bien lejos del agua.

Capítulo 13

Boone suele desayunar en The Sundowner.

En primer lugar, porque le queda al lado de la oficina. Además, sirven la mejor machaca con huevo a este lado de…, bueno, mejor que en ninguna otra parte. Ponen tortillas de harina calientes como guarnición y, como ya hemos dicho, cualquier cosa…

Aunque por la tarde y la noche lo invaden los turistas, por la mañana The Sundowner suele estar poblado de vecinos y la decoración es agradable: paredes de paneles de madera cubiertas de fotografías de surf, carteles de surf, tablas de surf, tablas de surf rotas y una pantalla de televisión en la que constantemente se pueden ver vídeos de surf.

Encima, Sunny trabaja en el turno de la mañana y el propietario, Chuck Halloran, es un tío cojonudo que no le cobra a Boone los desayunos. No es que Boone sea un gorrón, pero su economía se basa en gran medida en el sistema de trueque. El arreglo con Chuck no se ha formalizado, negociado o ni siquiera discutido jamás, pero Boone proporciona una especie de seguridad de facto para The Sundowner.

Vamos a ver: de día es un restaurante y se llena de vecinos, de modo que nunca hay problemas, pero por la noche trabaja más como bar y suele estar atestado de turistas que acuden a Pacific Beach por la estridente vida nocturna y, de vez en cuando, para provocar algún follón.

Boone va a menudo a The Sundowner por la noche y, aunque, no esté allí, como vive a solo doscientos metros, al final acaba ocupándose de los problemas que surgen. Boone es un tío grandote, ha sido poli y sabe manejar situaciones delicadas. Además, no le gusta nada pelear, de modo que la mayoría de las veces recurre a su actitud serena para aplacar las encrespadas aguas alcohólicas, con lo cual los follones no suelen acabar en enfrentamientos físicos.

Para Chuck Halloran, la mejor manera de solucionar un problema es resolver una dificultad antes de que llegue a convertirse en un problema, antes de que se produzcan daños, antes de que intervenga la policía, antes de que tu nombre llegue hasta el organismo que regula la venta de bebidas alcohólicas.

Una noche, hace unos años, Chuck controla de lejos a una pandilla de tíos procedentes de algún lugar al este de la 5 —el lugar exacto no importa: al este de la Interestatal número 5 todo es más o menos lo mismo— que están a punto de marcharse con una joven turista a la que le faltan tres sorbos para quedar inconsciente. Llega a sus oídos la palabra «tren».

Aparentemente, también a los de Boone, que se levanta de su taburete junto a la barra y va a sentarse al reservado con los tíos. Mira al que —no cabe duda— es el macho dominante, le sonríe y le dice:

—Eso no está bien, colega.

—¿El qué?

El tío es enorme. Se nota que va al gimnasio y toma suplementos. Es uno de esos adoquines fornidos y lleva la camisa abierta, por la que asoma una cadena con un crucifijo perdido entre los pelos del pecho. Va tan cargado que no descarta la idea de ponerse belicoso.

—Lo que te ha pasado por la cabeza —dice Boone, apuntando con la barbilla hacia la joven, que ha apoyado la cabeza en la mesa y se está echando un sueñecito—. Eso no está bien.

—No sé tú —dice Míster Músculo, sonriendo a su pandilla—, pero a mí me parece que sí.

Boone asiente con la cabeza y sonríe:

—Que no, tronco, que te lo digo yo. Por aquí no hacemos ese tipo de cosas.

—¿Y tú quién eres? ¿Una especie de
sheriff
? —pregunta Míster Músculo.

—Pues no —responde Boone—, pero ella no va con vosotros.

Míster Músculo se pone de pie.

—¿Me lo vas a impedir tú?

Boone sacude la cabeza, como si no pudiera creer aquel tópico ambulante.

—Me lo suponía, gallina —dice Míster Músculo, interpretando mal el gesto de Boone. Se agacha, coge a la turista por el codo y la sacude para despertarla—. Venga, nena, que nos vamos de juerga.

De pronto se encuentra otra vez sentado y tratando de respirar, porque Boone le ha apretado el pecho con la mano abierta y lo ha dejado sin aire. Uno de sus muchachos avanza hacia Boone, pero mira hacia arriba y cambia de opinión, porque una sombra se ha extendido sobre la mesa. El Marea Alta está de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y David el Adonis a sus espaldas.

—¿Pasa algo, Boone? —pregunta David.

—Nada.

—Nos pareció que había algún problema.

—Ningún problema —dice Boone.

No lo hay, porque ver a un samoano que pesa más de ciento cincuenta kilos suele producir un efecto tranquilizador, incluso en los borrachos más belicosos. La verdad es que, por muy cocido que esté uno y por muchas ganas de pelear que tenga, al ver a Boone respaldado por el Marea Alta y por un David el Adonis de sonrisa maligna —a él sí que le gusta pelear y es muy, pero que muy bueno— por lo general uno se vuelve como Mahatma Gandhi. Si una pandilla así te enseña la puerta, el otro lado de esa puerta va a destronar a Disneyland como el lugar más feliz del planeta.

—Tengo que pagar la cuenta —dice Míster Músculo.

—Yo me hago cargo —dice Boone— y estamos en paz.

Míster Músculo y su pandilla salen como corderitos. Boone paga la cuenta; después, el Marea Alta, David y él reaniman a la turista lo suficiente para averiguar en qué motel se aloja, la llevan, la meten en la cama y regresan a The Sundowner a tomar la última cerveza.

A la mañana siguiente, Boone fue a desayunar, pero no le llevaron la cuenta.

—Chuck dice que no —explicó Sunny.

—Oye, que no espero que…

—Chuck dice que no.

Y así fue como se estableció el acuerdo tácito. Para el desayuno de Boone, invita la casa, aunque él siempre deja propina. Cuando va a comer a mediodía o a cenar, paga y también deja propina y, si aparece alguna dificultad dentro o en las proximidades de The Sundowner, Boone la resuelve antes de que se convierta en un problema.

Capítulo 14

Boone entra en The Sundowner, se instala en un reservado y observa con fastidio, aunque sin asombro, que Petra se le sienta enfrente.

David el Adonis, que está sentado en el mostrador zampándose una montaña de crepes de arándanos, también repara en ella.

—¿Quién es la
betty
que está con Boone? —pregunta a Sunny.

—Ni idea.

—¿Te jode?

—No —dice Sunny—. ¿Por qué?

Es posible que Petra no la moleste a ella —en realidad, eso es mentira—, pero seguro que molesta a Boone.

—Se me ocurrió que —está diciendo Petra—, dada la urgencia, querrías dedicarte a este asunto de inmediato.

—Hay un límite —dice Boone— a lo que uno puede conseguir con el estómago vacío.

En realidad, Petra piensa que hay un límite a lo que él puede hacer con el estómago lleno, pero se lo guarda.

«Algo se me debe de estar escapando con respecto a este hombre de Neanderthal tan aficionado al mar —piensa— para que, con la cantidad de empresas de detectives serias que hay en San Diego, Alan Burke fuera categórico con respecto a que había que contratarlo a él y puede que Alan Burke sea el mejor abogado litigante en ejercicio, de modo que debe de tenerlo en mucha estima o, tal vez, sencillamente piense que el señor Daniels es la persona a la que hay que llamar cuando uno tiene que localizar a una estríper.»

El Chuck E. Cheese’s las pelotas.

Sunny se acerca y le pregunta:

—¿Lo de siempre?

—Sí, por favor.

Para que se entere la
betty
foránea, Sunny recita el pedido habitual de Boone:

—Machaca con huevo y queso semitierno, tortillas de harina de trigo y de maíz, mitad de alubias negras y mitad de patatas fritas, café con dos bolsitas de azúcar.

Petra mira fijamente a Boone:

—No te privas de nada…

—Y añade un poco de beicon, como guarnición —dice Boone.

—¿Y para usted? —pregunta Sunny a Petra.

Petra percibe de inmediato cierto tonillo en su voz y no le cabe duda de que Boone Daniels y aquella mujer han dormido juntos. La camarera es despampanante, una tía buena de melena rubia, piernas larguísimas, una figura por la que más de una mataría y la piel dorada por el sol. Seguro que el surfista ha estado más de una vez en la cama con aquella criatura encantadora.

—¿Quiere tomar algo? —pregunta Sunny.

—Sí, perdone —dice Petra—. Quiero una porción pequeña de gachas de avena con azúcar moreno sin refinar, una tostada de trigo sola y un té descafeinado, por favor.

—¿Un té descafeinado? —pregunta Boone.

—¿Algún problema? —ella le pregunta a él.

—Ninguno —responde Sunny, con una sonrisa radiante.

Ya aborrece a aquella mujer.

Sunny lanza a Boone una mirada intensa.

—Ejem, Sunny —dice Boone—, esta es Petra. Petra, Sunny.

—Encantada de conocerla —dice Petra.

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