—No lo toméis a mal. Espero que os divirtáis. Probad los tacos y bebeos unas cervezas, pero yo me voy a quedar aquí y no voy a hablar con nadie.
Entonces se sentaba junto a la piscina llena de críos y no apartaba la vista del fondo ni por un segundo, porque Brett sabía que en la superficie del agua no iba a ocurrir nada demasiado grave, pero que los niños se ahogan en el fondo de la piscina cuando nadie vigila.
Por eso, Brett vigilaba. Se quedaba allí sentado durante toda la fiesta, como en un estado de concentración zen, hasta que el último niño salía aterido de la piscina, lo envolvían en una toalla y se marchaba a engullir un poco de
pizza
y a tomar un refresco. Solo entonces Brett iba a comer algo y a conversar con los demás padres. En aquellas fiestas no se producían tragedias irreparables ni nada que lamentar toda la vida. («¡Si solo le di la espalda unos segundos!…»)
La primera vez que Brett y Dee dejaron que su hijo de siete años saliera a remar solo con su tabla hacia unas olas pequeñas y cercanas a la orilla, los dos tenían un solo corazón en una sola garganta. Lo observaban como halcones, aun sabiendo que todos los socorristas que había en la playa y todos los surfistas que estaban en el agua también tenían los ojos clavados en el pequeño Boone Daniels y que, si le hubiese ocurrido algo malo, una multitud habría acudido a sacarlo del atolladero.
Les costó, pero Brett y Dee aguantaron allí sin hacer nada mientras Boone se ponía de pie y caía, se ponía de pie y volvía a caer, una y otra vez…, y volvía a remar hacia las olas, una y otra vez, hasta que se puso de pie, se mantuvo, remontó la ola y se deslizó sobre ella hasta la orilla, mientras toda la gente que había en la playa disimulaba y hacía como que no se había dado cuenta.
Les costó más cuando Boone llegó a una edad —más o menos a los diez años— en la que le gustaba ir a la playa con sus amigos, pero no quería que mamá ni papá apareciesen por allí, porque le daba apuro. Costó mucho dejarlo ir y quedarse sentados, preocupados, pero aquello también formaba parte del proceso de proteger a su hijo: había que protegerlo de la infancia perpetua y confiar en que habían hecho lo que tenían que hacer y le habían enseñado lo que tenía que saber.
Así fue como, a los once años, Boone era el típico grumete.
Un grumete es la venganza de la naturaleza.
Un grumete es un surfista preadolescente de pelo largo, muy moreno por el sol, que se pasa el día en el agua y es un coñazo. Un grumete viene a ser la venganza kármica por todas las putaditas que uno hizo a esa edad. Los grumetes acaparan las olas, no te dejan surfear, invaden la cafetería y hablan como si supieran lo que dicen. Para colmo, van en manadas con sus amiguitos grumetes —en el caso de Boone, el pequeño Johnny Banzai y el pequeño David, antes de llegar a ser el Adonis—, que son todos unos cabroncetes igual de repelentes, desagradables, insolentes, maleducados y ordinarios. Cuando no están surfeando, practican
skateboard
y, cuando no surfean ni practican
skateboard
, se lo pasan leyendo cómics, tratando de meter sus asquerosas manitas en el porno, intentando (en vano) ligar con chicas de verdad, conspirando para que los adultos les compren cerveza o esforzándose por conseguir marihuana. Los padres dejan que sus hijos vayan a surfear, porque es lo menos peligroso que se les ocurre hacer a aquellos diablillos.
Cuando era grumete, a Boone le hicieron bastantes putadas los chicos mayores, aunque de muchas se salvó por ser el chavalín de Brett y Dee Daniels, el «engendro del señor y la señora Satanás», como le decían algunos de los grandotes más impresentables.
Boone lo superó. Todos los grumetes lo superan con el tiempo —si no, los expulsan de la zona de arranque—, pero, además, era evidente desde el principio que Boone tenía algo especial. Empezó haciendo cosas que estaban de miedo para su edad y siguió con otras que estaban de miedo para cualquier edad. No tardaron en aparecer los mejores equipos de surf a invitarlo a competir en las categorías juveniles y todo parecía indicar que Boone se llevaría a casa un puñado de trofeos y que conseguiría que lo patrocinase alguna de las empresas que venden artículos relacionados con el surf.
Sin embargo, Boone se negó.
Tenía catorce años y les dio la espalda.
—¿Por qué? —le preguntó su padre.
—Pues, porque no lo hago para eso —dijo Boone, encogiéndose de hombros—, sino porque…
No podía explicarlo con palabras, pero Brett y Dee lo comprendieron perfectamente. Llamaron por teléfono a sus viejos amigotes del mundo del surf y les vinieron a decir:
—Gracias, pero no. El chavalín solo quiere surfear.
Y eso hizo.
Petra Hall conduce su flamante BMW hacia el oeste por la avenida Garnet.
Mira alternativamente la calle y un papelito que lleva en la mano y coteja la dirección con el edificio que tiene a la derecha.
La dirección —el número 111 de la avenida Garnet— es la que figura en la guía como correspondiente a «Boone Daniels, detective privado», pero aquel edificio no parece una oficina, sino una tienda de surf. Al menos eso indica el letrero: una inscripción muy poco imaginativa, pero bastante descriptiva, que reza «Pacific Surf», sobre una pintura poco imaginativa, pero bastante descriptiva, de una ola rompiendo. A través del escaparate se ven tablas de surf, de
bodyboard
, trajes de baño… Teniendo en cuenta que el edificio está situado a cincuenta metros de la playa, el número 111 de la avenida Garnet tiene toda la pinta de ser una tienda de surf.
Sin embargo, debería ser el despacho de Boone Daniels, detective privado.
Petra se ha criado en un clima en el cual el sol más que una realidad es un rumor, de modo que tiene la piel clara y delicada, casi transparente, en marcado contraste con su cabello negro añil. El traje gris marengo, muy serio y profesional, esconde una figura delgada y generosa al mismo tiempo; sin embargo, lo que uno realmente le mira son los ojos.
¿De qué color son? ¿Azules o grises?
Igual que el mar: depende de su estado de ánimo.
Aparca el coche delante del edificio de al lado, The Sundowner Lounge, y entra en Pacific Surf, donde un joven pálido con aspecto de rastafari blanco juega a un videojuego detrás del mostrador.
—Perdón —dice Petra—. Estoy buscando a un señor llamado Daniels…
El Doce Dedos levanta la vista del juego y encuentra frente a él a aquella mujer guapísima. Durante un segundo la mira fijamente y después se repone lo suficiente para gritar, en dirección a las escaleras:
—¡Optimista! ¡Hermano! ¡Una forastera pregunta por Boone!
Una cabeza se asoma desde lo alto de las escaleras. Ben Carruthers, apodado «el Optimista» por la pandilla de Pacific Beach, aparenta unos sesenta años, tiene el cabello canoso cortado al rape y cara de pocos amigos.
—Si me vuelves a llamar «hermano», te arranco la lengua —espeta.
—Perdón, se me olvidó —dice el Doce Dedos—. Es que la
moana
estaba tope sabrosa esta tanda, me fui por la vera del torgo y la bordé a base de bien y todavía voy a mil de lo fetén que estaba el mar, así que, perdona, hermano.
El Optimista mira a Petra y le dice:
—A veces mantenemos conversaciones enteras, de lo más fascinantes, en las que no entiendo ni una palabra de lo que dice. —Se vuelve otra vez hacia el Doce Dedos—: Mira, te tengo a ti en lugar de un gato. No me obligues a buscarme un gato.
Desaparece en lo alto de las escaleras, con una sola palabra: «Venga».
Cuando Petra llega al piso superior, el Optimista —un hombre alto, que probablemente mide como dos metros, muy delgado, vestido con una camisa roja a cuadros metida dentro de unos pantalones color caqui— ya está encorvado sobre un escritorio o al menos lo que ella calcula que ha de ser un escritorio, porque en realidad no se ve la superficie debajo del revoltijo de papeles, tazas de café, gorras, envoltorios de tacos, periódicos y revistas. Sin embargo, como el hombre taciturno está presionando las teclas de una máquina de sumar antigua, ella deduce que, efectivamente, se trata de un escritorio.
La oficina —suponiendo que fuera digna de tal nombre— es un revoltijo, un cuchitril, una olla de grillos, a excepción de la pared trasera, que está limpia y ordenada. Hay varios trajes de neopreno negros, colgados en orden en un perchero de acero, y varias tablas de surf apoyadas contra la pared, ordenadas por tamaño y forma.
—Pensar que antes me llamaban «señor» —dice el Optimista— y ahora tengo que aguantar que me digan «hermano». ¡Cómo cambian los tiempos! ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Será usted el señor Daniels? —pregunta Petra.
—Yo más bien sería Sean Connery —responde el Optimista—, pero se me han adelantado; lo mismo me pasa con Boone, pero no querría ser él, aunque pudiese.
—¿Sabe cuándo vendrá el señor Daniels?
—No. ¿Y usted?
Petra sacude la cabeza.
—Por eso se lo pregunto.
El Optimista levanta la cabeza de sus cuentas. Aquella chica no es de las que se andan con bobadas. Aquello le agrada, de modo que le dice:
—Déjeme que le explique una cosa: Boone no usa reloj pulsera; se guía por un reloj de sol.
—Deduzco que el señor Daniels es una persona tranquila y relajada.
—Si Boone se relajara más —dice el Optimista—, estaría siempre tumbado.
Boone se marcha de la playa a pie por la avenida Garnet en compañía de Sunny.
No tiene nada de extraño: llevan casi diez años juntándose y separándose.
Sunny entró de golpe en el Club del Amanecer, como un relámpago a plena luz del día. Fue remando y se colocó en la zona de arranque como si tal cosa. Boone estaba a punto de lanzarse hacia una ola de derecha de casi dos metros, cuando Sunny se metió y se la quitó. Boone todavía estaba en el labio de la ola, cuando aquella visión rubia pasó volando a su lado, como si él fuera una boya.
—Tío —rio David—, esa nena acaba de robarte el corazón.
A Boone no le hizo tanta gracia. Remontó la ola siguiente y se la encontró regresando sobre la espuma.
—Oye tú, Rubita —le dijo Boone—: te has metido en mi ola.
—No me llamo «Rubita» —dijo Sunny— y ¿desde cuándo es tuya la playa?
—Estaba en la zona de arranque.
—La perdiste.
—Y un cuerno.
—Tu cuerno la perdió —dijo Sunny—. ¿Qué pasa? ¿Que el señor no soporta que se le adelante una chica?
—Lo soporto —dijo Boone.
No sonó convincente ni para él mismo.
—No se nota —dijo Sunny.
Boone la observó con más atención.
—¿Te conozco?
—No lo sé —dijo Sunny—. ¿Me conoces?
Ella se tumbó en la tabla y se puso a remar otra vez hacia la zona de arranque. A Boone no le quedó más remedio que seguirla. No le resultó fácil alcanzarla.
—¿Vas al Instituto del Pacífico? —preguntó Boone, cuando se puso a su lado.
—Iba —respondió Sunny—. Ahora voy a la Universidad Estatal de San Diego.
—Yo iba al Instituto del Pacífico —dijo Boone.
—Ya lo sé.
—¿En serio?
—Me acuerdo de ti —dijo Sunny.
—Vaya, supongo que yo no me acuerdo de ti.
—Ya lo sé.
Ella chapoteó y se alejó de él remando con los brazos y después se pasó el resto de la sesión tocándole las narices. Se apoderó del agua como si fuese suya y aquella tarde lo fue.
—Menudo espécimen —dijo David, mientras él y Boone la observaban desde la zona de arranque.
—Quítale los ojos de encima —dijo Boone—. Es mía.
—Si ella quiere —se burló David.
Resultó que quiso. Ella siguió surfeando hasta que se puso el sol y después lo esperó en la playa hasta que él salió del agua.
—Podría llegar a acostumbrarme —le dijo Boone.
—¿A qué?
—A que una chica se me adelante.
—Me llamo Sunny Day —dijo ella, compungida.
—Lo digo en serio —dijo él—. Soy Boone Daniels.
Fueron a cenar y después se fueron a la cama. Era natural, inevitable: ambos sabían que ninguno de los dos podría nadar contra aquella corriente. A ninguno se le ocurrió intentarlo, desde luego.
A partir de entonces fueron inseparables.
—Boone y tú deberíais casaros y tener críos —les dijo Johnny Banzai unas cuantas semanas después—. Se lo debéis al mundo del surf.
Como si un hijo de Boone y Sunny fuera a ser algún fenómeno mutante… Sin embargo, ¿casarse?
De ninguna manera.
«Es el típico síndrome californiano del hogar deshecho —se justificaba Sunny—. Si hasta debería haber un programa para recaudar fondos con fines benéficos…»
El padre
hippie
de Emily Wendelin abandonó a su madre
hippie
cuando Emily tenía tres años. Su madre jamás lo superó y ella tampoco: aprendió a no entregar su corazón a ningún hombre, porque no te puedes fiar de ellos.
La madre de Emily se encerró en sí misma y se volvió «inaccesible emocionalmente», como decían los psiquiatras, de modo que en realidad fue su abuela —la madre de su madre— quien crio a la niña. Eleanor Day transmitió a Emily su fuerza, su gracia y su cariño y fue ella quien le puso el sobrenombre de Sunny, porque su nieta era el sol que le iluminaba la vida. Cuando Sunny cumplió los dieciocho, se cambió el apellido por el de su abuela, por
seudohippie
que pareciera.
—Soy matrilineal —explicó.
Fue su abuela quien la convenció para que se apuntara a la universidad y también quien la comprendió cuando, al acabar el primer año, Sunny decidió que la enseñanza superior, al menos en un entorno formal, no era para ella.
—La culpa es mía —había dicho Eleanor.
Su casa quedaba a ciento cincuenta metros de la playa y Eleanor había llevado allí a su nieta casi todos los días. Cuando, a los ocho años, Sunny dijo que quería aprender a surfear, Eleanor se encargó de que hubiera una tabla bajo el árbol de Navidad. Era Eleanor la que esperaba en la playa mientras la niña surfeaba una ola tras otra y era Eleanor la que sonreía con paciencia cuando el sol se ponía y Emily le hacía señas desde el rompiente, levantando un dedito suplicante que quería decir: «Por favor, abuela, una ola más». Fue Eleanor la que acudió a los primeros torneos y la que esperó con calma en la sala de Urgencias con la niña, asegurándole que los puntos de la barbilla no le dejarían ninguna cicatriz y que, si se la dejaban, sería de las interesantes.