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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (27 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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El Doce Dedos se llevó la tabla a su casa aquella noche.

La apoyó contra la pared, al lado de su cama.

Tal vez hubiese sido invisible en su casa, tal vez no hubiese sido nadie en el instituto, pero a partir de entonces tenía una identidad.

Era surfista.

Pertenecía al Club del Amanecer.

Ahora corre hacia la casa de Sunny, llega hasta la puerta y la aporrea. Al cabo de unos minutos, le abre una Sunny con cara de dormida.

—Doce, ¿qué…?

—Es Boone.

Y le cuenta lo ocurrido.

Capítulo 72

El Optimista está sentado en el cuchitril que es el escritorio de Boone, tratando de cuadrar las cuentas.

Boone Daniels es un coñazo constante: inmaduro, irresponsable y un desastre como comerciante.

«Pero ¿qué eras tú —se pregunta el Optimista— antes de conocer a Boone?»

Un viejo solitario.

En una ocasión, Boone le hizo ahorrar varios millones de dólares de pensión alimenticia, cuando el empresario se enamoró perdidamente —algo muy raro en él— de una camarera del Hooters de veinticinco años, a la que le pagó una pechuga nueva y unos labios más gruesos para subirle la autoestima, más bien escasa. Al mejorar la imagen que tenía de sí misma, no tardó en considerarse lo bastante atractiva para llevarse al catre a un aspirante a estrella del rock de su misma edad y comenzar una carrera televisiva que pensaba financiar con bienes gananciales californianos.

A Boone le dio pena el anciano enamorado y se hizo cargo del caso, tomó la foto y grabó el vídeo, pero jamás enseñó ninguno de los dos al Optimista. En cambio, fue a ver a la que no tardaría en convertirse en la exseñora Optimista, se los enseñó y le dijo que cogiera sus tetorras, sus labios gruesos, a su novio el guitarrista y cien mil dólares en concepto de pago de su pensión alimenticia, se largase de California y dejase en paz al Optimista.

—¿Y por qué? —preguntó ella.

—Pues porque es un anciano encantador y lo has jodido a base de bien.

—No se puede quejar de lo que ha obtenido a cambio de su dinero —dijo ella. Entonces le echó una mirada lasciva, aprendida, sin duda, de los vídeos porno, y le preguntó—: ¿Quieres una demostración?

—Oye —replicó Boone—, estás buenísima y seguro que uno se lo pasa de puta madre contigo en la cama, pero, primero, tu marido me cae bien; segundo, preferiría cortarme el pito con la tapa de una lata mellada y oxidada antes que acercártelo siquiera, y, tercero, no solo llevaré tus vídeos caseros y tu álbum de fotos a los tribunales, sino que también los colgaré en la red y entonces veremos cómo contribuyen a tu carrera televisiva.

Ella aceptó el trato y se largó.

Tuvo mucho éxito en televisión, como actriz de reparto: la mejor amiga descarada en una comedia de enredos que lleva años sorbiendo el seso a los telespectadores.

—¿Qué te debo? —le preguntó después el Optimista.

—Mi tarifa por horas.

—Pero eso no son más que unos pocos cientos de dólares —dijo el Optimista— y me has hecho ahorrar millones. Deberías cobrarme un porcentaje. No tengo inconveniente.

—Me basta con mi tarifa por horas —dijo Boone—, como habíamos quedado.

El Optimista llegó a la conclusión de que Boone Daniels era un hombre de honor, pero que, como comerciante, era pésimo y, por consiguiente, se aficionó a tratar de que Boone afianzara su situación financiera, que es más o menos como conseguir que un elefante de tres patas mantenga el equilibrio sobre una pelota de golf engrasada; pero el Optimista no ceja en su empeño, de todos modos.

«Tenías dinero, desde luego —se dice a sí mismo—, pero nada más. Te ocupabas de tus libros, contabas tu fortuna e ibas de un lado a otro de tu piso, comiendo lo que calentabas en el microondas, mirando la televisión, despotricando contra los lanzadores suplentes del equipo de Padres y pensando en lo desdichado que eras.»

Ben Carruthers, multimillonario, era un genio de la propiedad inmobiliaria, pero un fracaso total como persona. No tenía esposa, hijos, nietos ni amigos.

Boone abrió las ventanas e hizo entrar un poco de aire y sol.

«El Club del Amanecer aportó juventud a tu vida. ¡Un cuerno! Aportó vitalidad a tu vida. Por mucho que reniegues de ellos (vigilas a aquellos chavales, llegas a formar parte de su vida, metes las narices en los casos de Boone, te haces el cascarrabias), hacen que valga la pena levantarse por las mañanas.»

«Boone, David, Johnny, el Marea Alta, Sunny y hasta el Doce Dedos… Has de reconocer que los quieres mucho. No puedes imaginar la vida sin ellos.»

Sin Boone.

El Doce Dedos contempla fijamente el teléfono, esperando que suene.

El Optimista piensa que tiene que decirle algo.

—Él está bien.

—Ya lo sé.

Pero no lo sabe.

Ninguno de los dos lo sabe.

—¿Tienes hambre? —pregunta al Doce Dedos.

—No.

—Tienes que comer algo —dice el Optimista. Saca un billete de veinte dólares de su billetera y se lo da—. Vete a The Sundowner, compra un par de hamburguesas para los dos y las traes.

—La verdad es que no tengo ganas —dice el Doce Dedos.

—¿Te he preguntado yo si tenías ganas? —dice el Optimista—. Anda, ve. Haz lo que te digo.

El Doce Dedos coge el dinero y se marcha.

El Optimista busca en las Páginas Amarillas, consigue el número de Silver Dan’s y llama.

—Con Dan Silver, por favor —dice—. Dígale que Ben Carruthers quiere hablar con él.

Espera con impaciencia a que Silver se ponga al teléfono.

Capítulo 73

Dan tarda un poco en coger el teléfono.

Está algo inquieto por lo que pueda tener que decirle Ben Carruthers. El magnate de la propiedad inmobiliaria y Boone Daniels cagan y mean juntos.

O, mejor dicho, el difunto Boone Daniels, si lo que se rumorea es cierto.

Dan había enviado a uno de sus hombres a The Sundowner con instrucciones de mantener los ojos y los oídos bien abiertos para averiguar si alguien había visto a Daniels o había sabido de él desde que escapó de la playa como si fuera Houdini. Daniels es un coñazo de mucho cuidado y ahora tiene a Tammy Roddick. Sin embargo, ha llegado la noticia de que Daniels se ha precipitado con su cacharro desde lo alto del acantilado y ha estallado en llamas.

Dan ha hecho una reconstrucción optimista de la escena: una de sus balas alcanzó a Daniels, que, de alguna manera, consiguió llegar hasta su camioneta, pero, debilitado por la pérdida de sangre, puso el coche en primera, en lugar de ponerlo en marcha atrás, y quedó en el aire.

Se estrelló y ardió.

Según la versión aún más optimista de la historia, Tammy Roddick y su bocaza mamadora cayeron por el acantilado con él y los bomberos van a rescatar a duras penas dos cadáveres calcinados, en lugar de uno solo. Y, además, está aquella inglesa respondona, la que prefería follar con un cerdo. En fin, tal vez su felpudo pijo se haya fundido también con los resortes del asiento.

Y ahora lo llama el viejo. ¿Qué querrá?

Levanta el teléfono.

—¿Dan Silver?

—¿Sí?

—Ya sabes quién soy —dice Carruthers—. Te voy a dar el número de mi contable, que te dirá exactamente a cuánto asciende mi fortuna. Saldaré la deuda que tienes con Eddie el Rojo. En efectivo y con intereses, quedará zanjada.

—¿Y por qué haría algo así?

—Para que ordenes a los perros que dejen de seguir a su presa, Boone Daniels —dice Carruthers.

«¡Coño! —piensa Dan—. ¿Acaso Daniels sigue vivo?»

Decide comprobarlo.

—Me han dicho que ha sufrido un accidente.

—Lo mismo he oído yo —dice Carruthers— y ese es el otro motivo por el cual quiero que sepas cuánto dinero tengo. Algo de ocho cifras, más o menos, así que, Dan Silver, si Boone ha muerto, dedicaré cada centavo de mi fortuna a encontrarte y matarte.

Corta la comunicación.

Capítulo 74

El Optimista había comprado el Muelle de Cristal en la época en la que se estaba viniendo abajo. Lo renovó y le dio el pase, con la condición de conservar la última casita del lado norte del muelle.

Se la dio a Boone.

Boone no quería aceptarla.

—Es demasiado, Optimista —le dijo—. Es una pasada.

—Gracias a ti, no he tenido que pagarle millones a aquella zorra interesada —respondió el Optimista—. Acepta la casita y así siempre tendrás un lugar donde vivir.

Boone no la aceptó, al menos no en régimen de propiedad. Lo que sí aceptó fue un usufructo a largo plazo, a cambio de un alquiler inferior al precio del mercado.

Así fue como Boone se convirtió en residente permanente del hotel Muelle de Cristal. Vive literalmente encima del mar. Puede —y lo hace— sacar una caña de pescar por la ventana de su dormitorio, de modo que el sedal caiga justo dentro del agua. La casita en sí está compuesta por una sala de estar pequeña con
kitchenette
, un dormitorio de un lado y un cuarto de baño del otro.

El Marea Alta conduce hasta la verja situada a la entrada del muelle, apaga los faros e introduce el código que se sabe de memoria. La verja se abre y el Marea Alta conduce el vehículo por el muelle hasta el final y se detiene en un pequeño lugar para aparcar —ahora que lo ha dejado vacío el extinto Boonemóvil— junto a la casita de Boone.

Boone iba tumbado en la parte trasera. Se incorpora, rápidamente baja por el lateral y da la vuelta hasta la portezuela del conductor, mientras las mujeres bajan por el lado del acompañante.

—Gracias, hermano.

El Marea Alta sacude la cabeza y choca su puño contra el de Boone.

—El Club del Amanecer.

El Marea Alta da la vuelta con el camión y sale del muelle. Gira a la izquierda y aparca justo detrás del nuevo puesto de socorrismo que David dirige como un señor feudal. Juguetea con el teléfono que tiene en la mano, pensando en lo que tiene que hacer.

Finalmente, lo hace.

—Boone no estaba en la camioneta —dice por el teléfono—. Está en su casa.

A continuación, Josiah Pamavatuu —expandillero, astro del fútbol y surfista fuera de serie— apoya la cabeza en el volante y solloza.

Capítulo 75

Boone baja las persianas de todas las ventanas y enciende una sola lámpara al lado del sofá. A continuación va a su dormitorio, abre el cajón de su mesita de noche y extrae la calibre 38 que guarda para matar a Russ Rasmussen.

—Vosotras tenéis que tomar una ducha caliente —dice, mientras llena de agua un hervidor y enciende el gas—. Yo prepararé algo caliente para beber.

Sorprende a Petra que el lugar esté tan limpio y ordenado.

Todo está guardado en su sitio: en los lugares pequeños tienes que aprovechar el espacio. Hay una colección sorprendente de cacharros colgados de una rejilla, por encima de un tajo de carnicero pequeño, pero de buena calidad, con dos cuchillos Global, carísimos, dispuestos sobre tiras imantadas.

«Al tío le gusta cocinar», piensa Petra.

Quién lo hubiera dicho.

Lo que no resulta nada sorprendente es que las paredes blancas del salón estén decoradas con fotos enmarcadas de olas. Después de lo que acaban de pasar, Petra se estremece sin querer. Aunque ella no lo sepa, las imágenes corresponden a rompientes locales: Black’s, Shores, D Street, Bird Rock y Shrink’s.

—Os daré algo de ropa para que os podáis cambiar —dice Boone y entra en el dormitorio.

Tammy pega un brinco cuando una gran ola estalla como un cañón, dando la impresión de que ha roto justo contra la casita.

—¿Estás bien? —pregunta Petra.

—Quiero hablar con Teddy.

—No me parece buena idea —dice Petra.

Boone sale del dormitorio con un montón de sudaderas, pantalones de chándal y calcetines.

—Supongo que os quedarán grandes —dice—, pero al menos os mantendrán calentitas.

—¡Qué bien! —dice Tammy.

Coge una sudadera azul con capucha de La Jolla Surf Systems y un par de pantalones negros y entra en el cuarto de baño. Boone y Petra oyen correr la ducha.

—Vaya, por Dios. Qué maravilla —dice Petra.

—Pues sí.

—Todavía tengo la nariz llena de agua salada —dice ella—. Debo de parecer un adefesio.

—Tienes buen aspecto —dice Boone y lo dice en serio—. Oye…, que has estado muy bien allá afuera, en el agua. Quiero decir que has estado fantástica, que no te dio pánico.

—Gracias —dice ella.

—¿Quieres un té? —dice Boone.

—Me encantaría.

—Tengo infusiones o Earl Grey.

—El Earl Grey me va perfecto.

—Solo, ¿verdad? —pregunta Boone—. Sin leche ni azúcar.

—En realidad, con mucho de las dos, por favor —dice ella—. Tal vez sea la experiencia de estar al borde de la muerte, pero estoy glotona.

—No hay nada como estar a punto de morir para hacerte sentir lo bonita que es la vida —dice Boone.

Pues sí, lo bonita que es la vida, con aquellos labios carnosos y el cuello tibio y los ojos grises como el mar al alcance de su mano y ella que lo mira a los ojos y su boca ya casi saborea la de él, cuando la tetera empieza a silbar como una alarma y sus labios no llegan a tocarse.

—La vida imita al arte malo —dice ella.

—Pues sí.

Boone vierte el agua en una taza y se la da.

—Gracias.

—De nada.

—¿Y tú? —pregunta ella.

—Haré un poco de café.

Tammy sale del dormitorio.

Es la primera vez que Boone la ve de verdad.

Es alta —no tanto como Sunny, pero bastante alta— y tiene piernas largas y delgadas. Sus facciones son nítidas, marcadas y naturales y los ojos, aunque sin maquillaje parecen más pequeños, siguen siendo felinos. Sin embargo, parecen de una raza de gatos diferente: salvajes, asilvestrados, aunque serenos, en cierto modo. Es una mujer muy atractiva y no es difícil comprender que Mick Penner y Teddy se enamoraran perdidamente de ella. Se sienta en el pequeño sofá que hay en medio del salón y apoya los pies en la mesita de centro.

—Toma primero algo caliente —dice Boone—, para calentarte por dentro.

—Ve a cambiarte —dice Petra—. Yo puedo cuidar de ella.

—Ella puede cuidar de sí misma —dice Tammy y se pone de pie, va a la cocina, escoge la infusión y se prepara una taza—. Ve a ponerte ropa seca, Tarzán, que yo te preparo el café.

Boone entra en su habitación a cambiarse.

—Tengo que hablar con Teddy —dice Tammy.

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