Aquí arriba, en Oceanside, junto a las márgenes del río San Luis, persisten con tesón algunos de los viejos fresales. A pesar de la sequía, las plagas de insectos, la depresión, el racismo y la explotación voraz, los campesinos resisten. Podrían vender la tierra por mucho más de lo que ganan cultivándola, pero eso tampoco les importa.
Es un modo de vivir.
En realidad, ya no se encuentra ni un solo japonés estadounidense, un nisei trabajando en aquellos fresales. Han pasado dos generaciones desde entonces y los hijos y los nietos se han trasladado a la ciudad y a los suburbios, donde ahora son médicos, abogados, administradores de empresas, empresarios y hasta policías.
El anciano propietario de aquellos fresales en particular no habría querido que fuese de otra manera. Siempre ha tenido la idea de la movilidad social ascendente y ahora trabaja en sus campos otra generación de inmigrantes —mano de obra procedente de México, Guatemala y El Salvador— y sus hijos van de visita, a pasar una «tarde en el campo».
Al anciano Sakagawa le encanta ver a sus biznietos. Sabe que no tardará en marchar de este mundo y sabe también que, cuando él muera, aquel mundo, aquellos campos, aquella forma de vivir desaparecerán con él. Lo entristece, aunque también cree en lo que decía Buda: que lo único constante es el cambio.
Sin embargo, le produce cierta nostalgia pensar que los campos de Sakagawa se desvanecerán como la niebla matutina con el calor del amanecer.
Boone sigue al coche de Teddy hacia el este, por la North River Road; pasa junto a una gasolinera y un mercado, después junto a una vieja iglesia y a continuación…
«¡Qué cabrón!», piensa Boone.
El gilipollas enamorado de Mick Penner tenía razón.
El motel es una de esas viejas construcciones de la década de 1940, con una oficina y una hilera de cabañas detrás. Han intentado remozarlo un poco —acaban de pintar las cabañas de amarillo canario brillante, con molduras de color azul intenso— y lo han dejado tan retro que resulta moderno.
Teddy se detiene en el aparcamiento de grava y desciende del coche. No pasa por la oficina, sino que va derecho a la tercera cabaña, como si supiera exactamente adónde va.
—La tenemos —dice Boone.
—¿Tú crees?
—Sí, creo que sí.
Entra en el aparcamiento y se detiene en el extremo opuesto al del coche de Teddy.
—¿Tienes la citación?
—Por supuesto.
—Pues vamos a entregarla —dice Boone.
«Después llamaré a Johnny Banzai para avisarle que tenemos a un posible testigo importante para su último caso de asesinato. A continuación, iré a casa y dormiré un poco, para poder estar fresco y preparado cuando lleguen las olas.»
Su elucubración optimista se interrumpe de golpe cuando ve a Teddy regresar de la cabaña con una pequeña bolsa negra. Pasa de largo junto a su coche, cruza la carretera y camina como cincuenta metros hasta un cañaveral espeso situado entre el río San Luis y el extremo occidental de los fresales del anciano Sakagawa.
—¿Qué hace? —pregunta Petra.
—No lo sé —dice Boone.
Estira la mano y coge del asiento trasero unos prismáticos; cuando enfoca a Teddy, el doctor está llegando al borde del cañaveral.
Teddy mira a su alrededor y se mete entre las cañas. En menos de dos segundos, lo han perdido de vista.
Boone deja los prismáticos y sale corriendo de la camioneta.
—Mira en la cabaña, a ver si ella está allí —dice a Petra, mientras él cruza la carretera y trota hasta las plantas.
El paso de muchos pies ha aplastado la orilla del cañaveral y senderos estrechos se internan en la espesura, como si fueran túneles. Hay latas de refrescos, botellas de cerveza y envoltorios de comida rápida esparcidos entre bolsas de basura de plástico blanco. Boone recoge una de las bolsas, desata la parte superior y siente arcadas, aunque logra contener el vómito.
Está llena de preservativos usados.
La deja caer y se interna en uno de los túneles que atraviesan el cañaveral. Es como penetrar en otro mundo: oscuro, estrecho y claustrofobia. La luz crepuscular se infiltra apenas entre las cañas altas y Boone no alcanza a ver un metro y medio más allá.
Por eso, no ve la escopeta.
Las cortinas de la ventana de la cabaña están descorridas y Petra puede ver el interior de la salita, que contiene un sofá, un par de sillas, una zona de
kitchenette
y una mesa.
Tammy no está.
Petra da la vuelta por el lateral de la cabaña, donde otra ventana permite ver el interior del pequeño dormitorio: Tammy tampoco está allí.
«Tal vez esté en el cuarto de baño», piensa Petra.
Da la vuelta por el otro lado, apoya la cabeza contra la pared delgada y presta atención. No se oye correr el agua. Espera un minuto, con la esperanza de oír el ruido de la cisterna, de un grifo abierto o cualquier otro, pero reina el silencio.
Es una de las pocas veces en su vida que Petra no sabe que hacer. ¿Espera allí, por si Tammy está dentro? ¿Regresa a la camioneta y espera, por si Tammy está a punto de llegar?
Además, ¿cómo sabe siquiera que Teddy se está tirando a Tammy y no a algún otro bombón en su programa de polvos a cambio de tetas? ¿Y adónde iría Teddy? ¿Qué estará haciendo en un cañaveral: buscar a Moisés cuando era bebé? ¡Por el amor de Dios! ¿Y qué habrá encontrado Boone, si es que ha encontrado algo?
«¿Y si lo sigo?», se pregunta.
Decide regresar a la camioneta y esperar.
Lo malo es que esperar no es su fuerte.
Lo intenta —claro que sí—, pero sabe que no podrá. En realidad, lo que quiere hacer es ir a ver lo que haya descubierto Boone. Espera como tres minutos y después se larga.
Es lo que debería haber hecho Mick Penner.
Largarse, quiero decir.
Le habría convenido seguir el consejo de Boone: meter algunas chorradas en una bolsa, subirse a su apreciado BMW y perderse en la autopista.
Sin embargo, no lo hace.
Era su intención, pero de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Quería darse el piro, pero después decidió que podía beber una cerveza más y fumarse un canutillo para acabar de decidirse. Va por la tercera Corona cuando la puerta se abre de golpe.
El primer puñetazo de Dan Silver le da en el hígado y lo deja doblado en dos. Mick está de rodillas, encorvado de dolor, tratando de recuperar el aire, cuando le cae la patada en el plexo solar y respirar se vuelve imposible.
Mick se desploma sobre el suelo, como un pescado sobre el muelle.
A continuación, empiezan a patearlo; zapatos y botas le muelen los muslos, las espinillas, los tobillos, las costillas. Se coloca de lado, se cubre la cabeza con los brazos y logra soltar abruptamente:
—En la cara no; por favor, en la cara no.
Vive de su cara y lo sabe. En uno de esos momentos de lucidez absoluta, cae en la cuenta de que, diga lo que diga la matrícula de su coche, jamás llegará a ser «guionista» y que lo máximo a lo que puede aspirar es a unos cuantos años más como aparcacoches y prostituto.
Pero, si le destrozan la cara, ni siquiera tendrá esa posibilidad.
Lo levantan y lo depositan sobre el sofá.
—Así que no quieres que te estropeemos tu cara bonita, ¿no? —pregunta Dan—. Entonces dime lo que quiero saber.
—Lo que quieras, tío.
Lo malo es que lo que quiere saber es cómo encontrar a Tammy.
El amor es algo poderoso.
Es difícil de alcanzar, efímero y enigmático y puede impulsarte a hacer un montón de cagadas. Te puede hundir en profundidades a las que jamás habías pensado que pudieras llegar y te puede elevar a alturas a las que ni se te había ocurrido que pudieras ascender. Te enseñará lo peor y lo mejor de ti mismo. El amor puede hacerte caer en la ignominia o puede poner de manifiesto tu nobleza.
Mick resiste un buen rato.
La quiere y sabe que aquellos tíos pretenden hacerle daño, que le pegarán e incluso puede que la maten, y él la quiere. Al final, les cuenta todo lo que quieren saber, aunque tardan bastante en sacárselo. Les habla de Teddy, del motel de Oceanside y de Boone.
Les cuenta todo y se siente fatal por ello.
Cuando se marcha, Dan casi siente admiración por aquel tonto de los cojones.
Ha tenido que darle duro para que cantara.
Cuando vuelve en sí, empiezan a pegarle, a patearlo y a insultarlo.
Casi inconsciente, Boone se hace un ovillo, se coloca en posición fetal y se cubre la cabeza, mientras las botas, los puños y la culata de la escopeta llueven sobre él.
Y las palabras:
—
Pendejo, lambioso, picaflor
.
La culata de una escopeta le golpea el tobillo.
«Si me siguen dando así —piensa Boone—, no podré salir andando de aquí.»
Abre los ojos, ve un par de pies, los sujeta y se levanta. Los pies salen volando y Boone se impulsa hacia arriba y cae encima del hombre. Tiene suerte, porque resulta que aquel es el tío de la escopeta, que en realidad no sabe lo que hace, porque todavía lleva puesto el seguro, de modo que Boone consigue arrebatársela.
Gira sobre su espalda, apunta la escopeta hacia arriba y le quita el seguro. No es más que una pequeña calibre 410, de las que usan los campesinos para disparar a los cuervos, pero, a aquella distancia, cumpliría su cometido.
Son tres hombres:
campesinos
mexicanos.
El que sujetaba la escopeta parece tener cuarenta años, tal vez algo menos. Rostro moreno, curtido por el sol, y bigote negro con algunas salpicaduras plateadas. Sus ojos negros fulminan a Boone, como diciéndole: «Vamos, pendejo, aprieta el gatillo. Las he visto peores.»
El chaval que está junto a él parece asustado. Tiene los ojos muy abiertos y el largo cabello negro embutido bajo una vieja gorra de los Yanquis. Una camiseta sucia de mangas largas, vaqueros y unas zapatillas deportivas New Balance viejas y gastadas. Sujeta un machete, aunque no sabe qué hacer con él.
El viejo tiene el machete preparado para atacar, suspendido junto al sombrero de paja blanco. Lleva bajo el mono la antigua camisa de los campesinos y viejas botas de
cowboy
. Boone ha sentido las punteras afiladas en sus costillas.
«Si quisieran matarme —piensa Boone, mientras se pone en pie con esfuerzo—, ya estaría muerto. Podrían haberme volado la cabeza o haberme despedazado con los machetes. Pero no querían hacerlo. Lo que querían era atizarme una buena paliza y lo han logrado, sin duda. Darme una lección, pero ¿cuál?»
Boone mueve un poco la escopeta hacia delante, como si amenazara con disparar, y retrocede hacia el claro que hay delante de las cuevas de cañas. Allí hay sentada una niña pequeña con los brazos en torno a las rodillas y meciéndose. Tiene las piernas sucias, bajo el vestido de algodón barato. El pelo, largo y greñudo. Parece aterrorizada y toquetea un pequeño crucifijo que cuelga de su cuello con una cadena fina.
—Tranquila —dice Boone.
Ella retrocede más dentro de la cueva.
—No tengas miedo —dice Boone.
«Seré imbécil —se dice a sí mismo—. ¿Cómo no se va a asustar de un güero con una escopeta?»
Le tiende la mano.
El adolescente se abalanza sobre él con el machete.
«No quiero dispararte», piensa Boone, retrocediendo.
Pero el chaval está cada vez más cerca y la hoja del machete resplandece, dorada, a la luz crepuscular. Boone retrocede un paso más, levanta la escopeta y, en el último segundo, esquiva el machete y clava la culata en el estómago del chaval.
El niño cae de rodillas. Boone lo ve sollozar, más por la frustración que por el dolor. De una patada, pone el machete fuera de su alcance, levanta al chico, lo sujeta por el cuello con una llave y le clava en la sien el cañón de la escopeta.
—Ahora me voy. Si os acercáis un paso más, pinto el aire con él.
Se da la vuelta, coloca el cuerpo del chaval entre el suyo y los dos campesinos y retrocede para salir del cañaveral. Al llegar al claro, empuja al niño para que se aleje. El chaval se vuelve y lo mira fijamente con un odio intensísimo. Escupe en el suelo, le da la espalda y se mete entre las cañas.
Boone se lo queda mirando un instante.
Cuando se vuelve, ve a Petra de pie frente a él.
—¡Dios mío! —dice ella—. ¿Qué ha pasado?
A Boone le chorrea sangre de la comisura de los labios y también de la nariz y da la impresión de haberse revolcado por el suelo.
—Tendrías que estar vigilando el motel —le dice.
—Estaba preocupada por ti —responde ella— y parece que tenía suficiente motivo. ¿De dónde has sacado la escopeta?
—Me la han dado.
—¿Voluntariamente?
—Más o menos.
Regresa por la carretera hasta el motel.
El coche de Teddy sigue allí.
—¿Has encontrado a Teddy? —pregunta Petra.
—No —dice él.
—Habría que llevarte al hospital.
—No hace falta.
Abre la portezuela lateral de la camioneta y busca por ahí hasta que encuentra un pequeño botiquín de primeros auxilios. Se sienta en el asiento delantero, tuerce el espejo retrovisor y se mira en él mientras va limpiando los cortes y los arañazos que tiene en la cara, los limpia con algodón y los frota con antiséptico. A continuación, cubre con una tirita el corte que tiene sobre el ojo izquierdo.
—¿Puedo ayudarte? —pregunta Petra.
—Ya te he pedido ayuda —dice Boone—. Tenías que estar vigilando el motel.
—Ya me he disculpado por eso.
Cuando acaba de pegar la tirita, coge un frasco de comprimidos, extrae uno y se lo traga.
—¿Qué…?
—Vicodina —dice él—. El caramelo de los karatecas. No he encontrado a Teddy ni a Tammy. Lo único que he encontrado fue un campamento de
mojados
.
—¿Un qué?
—
Mojados
—repite Boone—. Espaldas mojadas. Mexicanos que entran ilegalmente en el país. Trabajan en los campos y algunos de ellos viven en campamentos. Por lo general, están metidos en lo alto de los cañones, pero este estaba entre las cañas, junto al río. No fui muy bien recibido.
«Sin embargo, es raro —piensa— que los
mojados
fueran tan agresivos. Por lo general, hacen todo lo posible por pasar desapercibidos. Lo que menos quieren es tener problemas y darle una paliza a un blanco es, sin duda, un problema.»