—Aprovecha lo que sabes hacer —le dijo Eddie— para ganar algo de dinero, hermano, dinero de verdad.
Dinero fácil, un curro fácil. Bastaba con salir con una Zodiac, recoger el producto y traerlo o ir a Rosarito y regresar con un barco. ¿Qué tiene de malo? ¿Cuál es el problema? No importaba que fuese heroína o meta o coca.
—No lo sé, Eddie —dijo David.
—No hay nada que saber o no saber —respondió Eddie—. Cuando estés dispuesto, simplemente me avisas.
Avisar, nada más.
Esa misma semana, una corriente de resaca arrastró a una turista y David acudió a rescatarla. La mujer, que no era menuda, estaba tan histérica que casi hunde a David con ella. Se aferró a su cuello y no lo soltaba, de modo que él tuvo que sacudirla y casi hacerle perder el conocimiento para poder controlarla y subirla a la tabla de rescate.
Cuando consiguió llevarla a la playa, lo único que ella dijo fue:
—Me pegó.
Él vio como ella y su maridito indignado se subían a su Mercedes y se marchaban, sin siquiera darle las gracias. Lo único que dijo fue: «Me pegó».
David pensó en George Freeth.
Llevó el surf a California.
Salvó setenta y ocho vidas.
Murió arruinado a los treinta y cinco años.
David llamó a Eddie y le dijo que estaba dispuesto.
Hay miles de Mick Penner.
Ser novio de una estríper y frecuentar los clubes de estriptis no es, precisamente, algo fuera de lo común. Es un tipo muy concreto y se lo ve por todas partes. Es aquel individuo extraño que se pone cachondo al ver a su novia quitándose la ropa delante de mogollón de tíos y eso lo excita y le repugna al mismo tiempo. Además, se cree muy macho por tener una tía que está como un camión y que otros desean, pero, por otra parte, se pone celoso de que otros la deseen; por eso, cuando la chavala vuelve a casa —todo Mick Penner por lo general vive con ella, aunque es ella la que paga el alquiler—, resuelve su ambivalencia a bofetadas y después se la lleva a la cama.
Puedes ver al Mick Penner rondando la parte trasera de cualquier club de estriptis, vigilando a su chica, tratando de ligar con las demás bailarinas, dándole la lata al
barman
y, en general, siendo un coñazo. Los más inofensivos no pasan de ahí; los peores gorronean a la chica y se quedan con lo que recibe de propina en cuanto lo gana; los que son peores aún la usan para acostarse con otras chicas, y los peores de lo peor incluso la chulean.
Los Mick Penner del mundo siempre están tramando algo, siempre tienen algo cociéndose, siempre tienen entre manos algún chanchullo. Y siempre se trata del siguiente gran proyecto, financiado por la novia estríper hasta que se le presenta la oportunidad. Una inversión inmobiliaria, la puesta en marcha de una empresa de tecnología hasta que llega el momento de la oferta pública inicial, un guión en el que se ha mostrado interesada la gente de Spielberg, una página web. Siempre es algo que va a hacerle ganar un millón de dólares, aunque ese momento no llega nunca. Siempre ocurre algo por el camino hacia la gran recompensa, pero no importa…, porque para entonces Mick Penner ya se ha embarcado en otro gran proyecto.
—¿Cómo vamos a encontrar a este Mick Penner? —pregunta Petra.
—Tienes suerte —dice Boone—, porque lo conozco.
—¿Lo conoces?
—Pues sí —dice Boone.
De camino al hotel Milano, le cuenta cómo es que conoce a Mick Penner.
Mick Penner aparca coches.
Por eso lo conoce Boone. Cuando uno es detective privado en un lugar turístico como San Diego, conoce a los aparcacoches de los principales hoteles y restaurantes y, si uno es un detective privado con una situación financiera mejor que la de Boone Daniels, uno va por ahí en Navidad repartiendo billetes de veinte dólares a los aparcacoches de los principales hoteles y restaurantes.
Eso no significa que Boone no haya repartido unos cuantos billetes en su momento. Lo ha hecho montones de veces y más de una vez a Mick Penner, que es el aparcacoches de día del hotel Milano de La Jolla.
Esto es así porque en California nadie va a ninguna parte si no es en su coche. Si uno quiere localizar a alguien en California, le sigue la pista a su vehículo y los vehículos se tienen que aparcar en alguna parte. Cuando aparcan en un hotel, uno llega a hacerse bastante idea de lo que están haciendo.
Si uno quiere saber quién está comiendo con quién, quién se está gastando un pastón en una cena para cerrar un trato, quién se está cepillando a alguien que no debería, unta al aparcacoches. Si uno quiere mantener a alguien vigilado en un hotel y no quiere que lo vean, se queda a un par de manzanas y le pide al aparcacoches que le avise cuando la persona pida su coche. Si uno necesita una filmación de un marido, una esposa, un novio o una novia apeándose o subiendo a un coche en el aparcamiento de un hotel, paga a uno de los aparcacoches para que le permita aparcar allí. Cuando uno busca a un chanchullero de alto vuelo, conviene contar con un aparcacoches que le vaya con el soplo cuando el tío se registre en su hotel.
Los aparcacoches, los conserjes, los recepcionistas, los camareros que prestan servicio en las habitaciones… Su salario base no es más que eso: una base, porque —los que son listos— con lo que ganan de verdad es con las propinas y, sobre todo, con los chivatazos.
Mick Penner es uno de los listos.
Es un tío guapo. Esbelto, pero macizo, un metro ochenta y cinco, cabello negro, ojos muy azules y dientes blanquísimos. Tiene pinta de estrella de cine.
Ya le va bien.
Mick aparca coches y se tira a las esposas trofeo.
Por eso trabaja en el turno de día. Cualquiera diría que un aparcacoches prefiere el turno de noche, porque las propinas son mejores, pero Mick prefiere las matinés, cuando puede lucir aquella sonrisa ante las mujeres que van a comer.
Es cuestión de números.
Mick sonríe a un montón de mujeres que van a comer, bastantes de las cuales van a comer y después pasan un rato con Mick y bastantes de ellas cuentan a sus amigas que Mick pasa parte de las tardes en las habitaciones, compartiendo el gustazo que es Mick.
Las mujeres no le dan dinero —eso sería prostituirse y Mick no se ve a sí mismo en ese papel—, sino regalos: ropa, joyas, relojes…, pero el dinero no está ahí.
El dinero está en sus casas.
Cuando Mick se cansa de tirarse a una mujer o cuando ella se cansa de él o menguan los regalos, se retira del juego. Selecciona con mucho cuidado a las mujeres que le darán la indemnización por cese: tienen que estar casadas, haber firmado un acuerdo prematrimonial y tener verdadero interés en mantener intacto su matrimonio.
Cuando alguna cumple los requisitos, Mick hace una llamada a un amigo que se dedica a robar casas de alto nivel. Como Mick tiene las llaves, hace una copia y se asegura de que ella no esté presente. De modo que, cuando la mujer se acurruca contra Mick en la cama de una habitación con vistas al mar, el compinche de Mick entra en su casa y se lleva las joyas que ella ha decidido no ponerse aquel día. Y puede que también la plata, la cristalería, las obras de arte, el dinero suelto y todo lo que sea portátil.
Aunque la mujer se imagine que el dulce Mick le ha hecho la puñeta, no va a ir a contarle a la policía dónde estaba ni va a decirles quién podría tener acceso e información. Va a mantener la boca cerrada porque, al fin y al cabo, la que paga es la compañía de seguros.
Claro que Mick no hace esto a menudo, sino solo lo suficiente para ayudarse a financiar el siguiente gran proyecto.
Mick es guionista. Hace como tres meses que no escribe nada, pero tiene una idea que ha llamado la atención al asistente de un vicepresidente de la Paramount. Es algo seguro, solo es cuestión de tiempo: solo es cuestión de sentarse y escribirlo.
Pero Mick ha estado demasiado ocupado.
Boone detiene la camioneta junto al puesto del aparcacoches del Milano, un hotel exclusivo en pleno La Jolla Village.
Llamar village [aldea] a La Jolla Village es como decir que el Queen Mary es un bote.
Para Boone, una «aldea» siempre ha sido un lugar con cabañas de paja y pollos corriendo por ahí o una hilera silenciosa de casitas de techo de juncos en una de aquellas películas inglesas que una chica lo hacía ir a ver.
Por eso, siempre le había hecho gracia la pedantería campechana de llamar «aldea» al conjunto de algunas de las propiedades inmobiliarias más caras del mundo. La Jolla Village ocupa un acantilado frente al mar, con una vista amplia y espléndida, una cala que es de lo mejor de California para practicar submarinismo y un rompiente en el arrecife, pequeño pero excelente. No hay cabañas de paja, ni pollos correteando ni casitas de techo de juncos. Todo lo contrario: en aquella «aldea» hay tiendas para tarjetas platino, hoteles exclusivos, galerías de arte y restaurantes rococós, frecuentados por la gente guapa.
El Boonemóvil queda claramente fuera de lugar en el Village, entre los Rolls Royce, los Mercedes, los BMW, los Porsche y los Lexus. Boone piensa que los lugareños supondrán que se dedica a la limpieza o algo así, pero los vehículos de las empleadas del hogar del Village son mejores que el Boonemóvil.
—¡Joder con Mick! —aprueba Boone—. Oye, seguro que tienes su teléfono, ¿verdad?
—Está en la taquilla. Te lo puedo conseguir.
—Me vendría muy bien, tío. Te lo agradezco.
—Enseguida vuelvo.
Álex se aleja al trote.
—Ella está con este Mick —dice Petra.
—Eso parece —dice Boone.
—¿Estarán todavía en la ciudad?
—Si son listos, no.
Si son listos, estarán a dos días de distancia en coche, tal vez en la costa, en Oregón, o incluso en Washington. O habrán ido a Las Vegas, donde Tammy podría conseguir trabajo sin problemas. ¡Coño! Podrían estar en cualquier parte.
Álex regresa y entrega a Boone un papelito con el número de Mick.
—Gracias, hermano.
—Está todo bien.
—¿Mick sigue conduciendo su pequeño BMW plateado? —pregunta Boone.
—Pues sí, le encanta ese coche.
—Nos vemos, tío.
Pasa disimuladamente a Alex un billete de diez dólares.
—Nos vemos.
«Ahora los aparcacoches conducen BMW —piensa Boone—. El negocio de las esposas trofeo debe de estar en auge.»
Sale a la calle dando marcha atrás y conduce hacia la cala, hasta encontrar un lugar para aparcar delante de la playa donde se reúnen las focas. Dos machos grandes están tumbados en las rocas y los turistas les toman fotos desde arriba.
—¿De modo que pensamos que Mick y Tammy se han disfrazado de leones marinos? —pregunta Petra.
Boone no le hace caso y coge el teléfono móvil.
—¿Qué haces? —pregunta Petra.
—Llamo a Mick para avisarle que vamos a buscarlo.
—Te estás quedando conmigo.
—Pues sí.
—Hola, quiero decir, Pacific Surf —dice el Doce Dedos cuando coge el teléfono.
—¿Doce?
—¿Boone?
—Deja la página web porno que estés mirando y búscame una dirección —dice Boone.
Le pasa el número de teléfono de Mick.
—Es un teléfono móvil, Boone.
—Ya lo sé.
—Tardaré unos minutos.
Boone también lo sabe. Con aquel número, el Doce Dedos entra en la página web del proveedor del servicio, consigue una contraseña nueva, en lugar de la que ha «perdido», y accede al historial de facturación para conseguir un domicilio físico.
Le llevará, como mínimo, cinco minutos.
El Doce Dedos lo consigue en tres.
—Dos siete ocho dos Vista del Playa, apartamento B.
—¿Por la zona de Shores? —pregunta Boone.
—Vamos a ver…
Boone lo oye teclear. Finalmente, el Doce Dedos dice:
—Pues sí. Coges…
—No hace falta. Ya sé llegar, gracias.
Boone sale del aparcamiento y se dirige otra vez al Village y después hacia el norte, en dirección a La Jolla Shores. La casa de Mick queda a apenas diez minutos y Boone ya sabe lo que va a encontrar allí.
Ni a Mick.
Ni el BMW de Mick.
Ni a Tammy.
Dan Silver ya está irritable.
Además, está preocupado.
¿Cómo había dicho Eddie? «¡Ya está bien, grandullón! ¡No me jodas! Ya va siendo hora de que te tomes las cosas en serio, ¿te enteras?»
Claro que sí: Dan se enteró, como si tuviera una piedra en el estómago. Entendió perfectamente lo que Eddie el Rojo le quería decir: que solucionase sus follones. ¡En menudo follón está metido! Aquel gilipollas de los cojones de Piolín va y mata al chochete que no toca.
Amber está asustada. Parece menuda, pálida y débil a su lado y, en realidad, es las tres cosas. La ha sentado en una silla simple con respaldo de madera en la Sala VIP y él está de pie a su lado, mirando hacia abajo.
—No le he dicho nada —dice Amber.
—No he dicho lo contrario —dice Dan, con la voz más serena que le sale—. Lo que te pregunto es dónde está Tammy.
—No lo sé.
—¿Te gusta trabajar aquí? —pregunta Dan.
—Sí.
—Te tratan bien, ¿no es así?
Amber asiente con la cabeza:
—Ajá.
—Y no quieres que te echen.
—Necesito este trabajo.
—Ya lo sé —dice Dan—. Tienes un hijo, ¿verdad?
—Sí —dice Amber—, y, ya sabes, la comida, el alquiler, la guardería…
—Me hago cargo —dice Dan.
Lentamente se coloca detrás de ella, se arma de valor y le lanza un puñetazo indolente a los riñones. Será indolente para él, pero, con la fuerza que tiene, basta para despegarla de la silla y despatarrarla sobre el suelo, jadeando de dolor.
—Ahora hazte cargo tú.
La levanta con una mano y la vuelve a sentar, con mucha suavidad. Se pone en cuclillas delante de ella y le dice:
—Si te pego otra vez en los riñones, no puedes volver a bailar hasta dentro de uno o dos meses. Te dolerá el solo hecho de tratar de levantarte de la cama y ni te cuento ir al baño.
Amber se cubre la cara con las manos y se echa a llorar.
—Me cuidó al niño alguna vez para que pudiera ir al cine.
—Eso está bien.
Se coloca detrás de ella y alza el puño.
—Lo único que sé es que tiene un novio —dice Amber rápidamente—. Se llama Mick Penner.
—¿Dónde vive?
—No lo sé —dice Amber—, te lo juro.