Sin embargo, hablando del tema, el Doce Dedos había comido como un babuino muerto de hambre cuando lo llevaron a Silver Dan’s a festejar su cumpleaños. El chaval se zampó el bufé entero como una aspiradora, de un extremo de la mesa al otro.
—Es increíble —dijo el Marea Alta al verlo, a pesar de que él tampoco estaba libre del pecado de la gula—. Casi admirable y, en cierto modo, repugnante.
—Es como uno de esos programas del Nature Channel —dijo David, mientras el Doce Dedos amontonaba una pila de embutidos de cerdo sobre un panecillo con semillas de amapola, esparcía sobre el embutido un buen pegote de mayonesa y comenzaba a comer con una mano, mientras, con la otra, hundía una ramita de brécol en una bañera de salsa de cebolla.
—¿Animal Planet? —preguntó el Marea Alta.
—Pues sí.
—Por lo menos come verduras —dijo Johnny—. Eso está bien.
—¿Te parece? —preguntó David—. ¿Habrá visto al tío que tenía la mano en su paquete y que cogió el brécol antes que él?
—¿Por encima o por debajo de los vaqueros? —preguntó Johnny.
—Por debajo.
—Dios mío —dijo Johnny y añadió—: Va hacia los langostinos, tíos. ¡Va hacia los langostinos!
—Creo que voy a llamar a Urgencias Médicas ahora mismo —dijo Boone—: Un segundo extra podría salvarle la vida.
El Doce Dedos regresó a la mesa y depositó el plato repleto de comida. Llevaba la barbita engalanada con migas, mayonesa, salsa de cebolla y alguna otra sustancia que nadie quiso siquiera tratar de identificar:
—¿Alguien quiere langostinos?
Todos pasaron. El Doce Dedos consumió un par de docenas de langostinos, dos bocadillos inmensos, varios entremeses indeterminados sobre los cuales nadie se molestó siquiera en hacer bromas, veinte minibocadillos de salchicha, una montaña de patatas fritas, tres porciones de la «ensalada de pasta» Silver Dan y un poco de gelatina de fresa con uvas —y vaya uno a saber qué más— flotando a su alrededor.
Cuando acabó, se limpió la barbilla y anunció:
—Voy a por más.
—Adelante —dijo Boone—. Es tu cumpleaños.
—Tal vez sea el último —dijo Johnny, mientras miraban al Doce Dedos que volvía a recorrer el mismo camino a lo largo de la mesa, como una pieza de maquinaria en una cadena de producción.
—¿Alguna apuesta sobre la cantidad de pelos que habrá tragado? —preguntó David.
—¿Del cuero cabelludo o púbico? —preguntó Johnny.
—Olvídalo —dijo David.
El Doce Dedos regresó a la mesa con un plato de comida que habría dejado consternado a cualquier participante en una orgía romana.
—Menos mal que regresé —dijo—, porque han puesto queso fresco.
Boone observó el queso fresco: estaba sudando.
—Necesito tomar aire —dijo.
Sin embargo, no salió, sino que se quedó mirando al Doce Dedos con una mezcla de sobrecogimiento y espanto. El chaval ni siquiera paraba para respirar: se limitaba a engullir mecánicamente, sin apartar la mirada del escenario. Su devoción incondicional a la comida gratis y a las mujeres desnudas resultaba casi conmovedora en su religiosidad.
—Podríamos conseguirle a alguien que le baile sobre las rodillas —propuso David.
—Podría matarlo —dijo el Marea Alta.
—Pero sería rápido —dijo Johnny.
Sin embargo, ninguna de las chicas —cualquiera de ellas habría restregado el culo alegremente por la entrepierna de Adolf Eichmann por veinte dólares— quiso acercarse siquiera a las piernas del Doce Dedos.
—Va a vomitar —dijo Tawny.
—¿A vomitar? —dijo Heather—. Más bien creo que va a estallar.
—¿Sabéis que hay una revista dedicada exclusivamente a eso? —dijo David—. A la gente que vomita para expresar su amor… ¿Cómo lo llaman?
—Enfermedad mental —dijo Boone.
—Fetichismo —dijo Johnny— y, David, ¿te quieres callar?
—No voy a vomitar —dijo el Doce Dedos, con la boca llena de
penne alla carbonara
.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Johnny.
—Ha dicho que no va a vomitar —dijo Boone.
—Y una mierda que no —dijo un tío desde la mesa contigua.
El Marea Alta salió enseguida en defensa del Doce Dedos.
—Claro que no.
—Ya la hemos liado —dijo Boone.
—Pues sí —dijo David—, estamos apañados.
Efectivamente. Al cabo de diez minutos, el Club del Amanecer (menos Sunny, que se había negado categóricamente a ir y, en cambio, había comprado al Doce Dedos un pastel de helado) había apostado quinientos dólares y monedas a que el Doce Dedos podría consumir otro plato de comida y mantenerlo en su estómago durante un plazo —que se estableció después de una negociación reñida e implacable— de cuarenta y cinco minutos. Varias apuestas secundarias pasaban por alto esta cuestión y se concentraban en qué es lo que vomitaría primero: si los langostinos, los penne o el queso.
—He apostado cincuenta a que será el queso —confió Johnny a Boone, mientras el Doce Dedos devoraba su tercer plato de comida del bufé.
—Pero si has apostado setenta y cinco a que no iba a vomitar… —dijo Boone.
—Estoy tratando de recuperar un poco —dijo Johnny.
—¿Crees que no va a aguantar?
—¿Tú crees que sí?
Bueno, no, pero uno tiene que apoyar a sus amigos.
La hora siguiente pasó a la historia de los clubes de estriptis de San Diego, porque todos los presentes —los tíos cachondos, los simples degenerados, los marineros, los infantes de marina, los barmen, las camareras, los seguratas y las mujeres desnudas— dejaron lo que estaban haciendo para observar a un surfista de veintiún años que se esforzaba por mantener el contenido de su estómago hinchado precisamente dentro de su estómago. Hasta Dan Silver dejó de contar dinero en su oficina para no perderse la escena.
Boone notó que la cara del Doce Dedos adquiría un tono verdoso y que su frente se cubría de gotas de sudor. El Doce Dedos cambió de postura en la silla; se agachó hasta tocarse los dedos de los pies. Hacía inspiraciones profundas —por sugerencia de Johnny, después de dos viajes a la sala de parto con su mujer— y jadeaba como un perro. En un momento dado, soltó un eructo impresionante…
—No ha vomitado, no ha vomitado —se apresuró a anunciar el Marea Alta, cuando varios de los jueces oficiales se acercaron a observar con detenimiento la parte delantera de la camiseta del Doce Dedos, que ponía «Jerry García es Dios».
El Doce Dedos consiguió contenerse.
La multitud contó cada segundo del último minuto. Fue un triunfo, un desfile triunfal, como la víspera de Año Nuevo en Times Square con Dick Clarke, mientras la mitad de los espectadores contaban los números y la otra mitad gritaba: «Doce Dedos, Doce Dedos, Doce Dedos…».
El rostro del Doce Dedos resplandecía de júbilo.
Nunca antes en toda su vida había sido objeto de tanta atención; nunca había ganado nada y, desde luego, nunca había ganado mucho dinero ni para sí mismo ni para otros. Nunca había sido el héroe y entonces lo era. Radiante, aceptaba las palmaditas en la espalda, las felicitaciones y los gritos de: «¡Que hable! ¡Que hable!».
El Doce Dedos sonrió con modestia, abrió la boca para hablar y arrojó un chorro de vómito sobre los espectadores inocentes.
Johnny ganó la apuesta inicial, además de los cincuenta por el queso.
Fue la única vez que Boone se lo pasó más o menos bien en un club de estriptis.
«Si Tammy fuera enfermera —piensa—, iríamos al hospital; si fuera secretaria, iríamos a un edificio de oficinas, pero, como es estríper…»
—No vengas, si no quieres —dice a Petra, rogando para que aproveche la oportunidad que le ofrece.
—Es que quiero ir.
—De verdad, mira que es bastante sórdido —dice Boone—, sobre todo durante el día.
Si un club de estriptis por la noche resulta aburrido, de día es lo más deprimente que te puedas imaginar: estríperes de cuarta restregándose en «bailes» desganados ante una sala casi vacía, apenas poblada por alcohólicos solitarios que salen de su trabajo nocturno o por fracasados cachondos que se imaginan —erróneamente— que las chicas del equipo C les darán una oportunidad.
Es espantoso y, aunque las gilipolleces de Petra lo sacan de quicio, de todos modos prefiere evitarle algo tan horrible.
Pero ella no quiere saber nada.
—Voy contigo —insiste.
—No habrá ningún estríper masculino —dice él.
—Ya lo sé —dice ella—. De todos modos, quiero ir.
—Vaya.
—¿Qué quiere decir ese «vaya»? —pregunta ella.
—Oye —dice Boone—, que no tiene nada de malo. Por mi parte, pienso que…
Petra abre mucho los ojos.
Totalmente increíble, inconcebible.
—Ah, «vaya» —dice—, ya comprendo. Como soy inmune a tu antiencanto Neanderthal, llegas a la conclusión de que, por consiguiente, tengo que ser…
—Eres tú la que quiere ir a un…
—¡Por trabajo!
—No entiendo por qué te pones así —dice Boone—. Pensaba que eras políticamente correcta…
—Lo soy.
—Oye, que por mi parte está todo bien —dice Boone—. Diría que la mitad de las mujeres que conozco…, bueno, tal vez la mitad no, pero la décima parte… de las mujeres que conozco son del otro…
—Yo no soy del… —dice Petra—. Y no es asunto tuyo en qué bando estoy.
—De qué bando eres —la corrige Boone.
—De acuerdo —dice ella y no vuelve a abrir la boca en todo el trayecto hasta el club de estriptis.
Él se queda pensando en que ojalá lo del lesbianismo se le hubiese ocurrido mucho antes.
Petra se queda callada todo el camino.
Y eso supone bastante tiempo, porque el club, el CCD, queda en Mira Mesa, en North County.
Boone coge la 8 en dirección este, gira hacia el norte por la 163 y atraviesa la extensa zona llana de centros comerciales, tugurios de comida rápida y tiendas al por mayor. Gira por Aero Drive, justo al sur de la base de entrenamiento de la Infantería de Marina, y se detiene en el aparcamiento del CCD.
CCD es el nombre del club y los entendidos saben que las iniciales quieren decir «chicas completamente desnudas».
«Eso significa —piensa Boone, mientras aparca— que no están parcialmente desnudas ni casi desnudas. No, los propietarios del CCD querían asegurarse de que los futuros clientes supieran que las chicas estaban completa, total y absolutamente desnudas.»
—Todavía estás a tiempo de quedarte esperando en la camioneta —le dice a Petra.
—¿Y perderme la oportunidad de poder llegar a conocer a mi Alice B. Toklas? —pregunta, mientras se apea—. Ni hablar.
—¿Es amiga de Tammy o algo así? —pregunta Boone.
—Da igual.
Entran.
Los clubes de estriptis son todos iguales.
Puedes ponerlos todo lo elegantes que quieras, recurrir a los trucos más absurdos que se te ocurran, decantarte por lo más sórdido o por la falsa sofisticación del «club privado para caballeros», pero, al fin y al cabo, todo se reduce a una chica en un escenario con una barra.
O, en este caso, una chica completamente desnuda en una barra y otra chica completamente desnuda contorsionándose sin entusiasmo sobre el escenario sin la ayuda de ninguna barra.
El CCD no tiene pretensiones de sofisticación: es un tugurio que solo dispone de lo estrictamente necesario, desguarnecido —como si dijéramos—, al que acuden los tíos a ver mujeres desnudas, conseguir —tal vez— que alguna les restriegue el culo por las rodillas o, si se sienten ricos, ir con alguna de las bailarinas detrás de una cortina de cuentas a la Sala VIP, a conseguir una «actuación de lujo».
El club está bastante vacío a aquella hora del día. Allí van a pasar el rato los currantes y a esa hora la mayoría de ellos están en el curro. Hay dos infantes de marina —a juzgar por el corte de pelo— sentados en sendos taburetes delante del escenario. Un hombre con pinta de viajante y aspecto de deprimido hace novillos, sentado solo: en una mano, un billete de un dólar; la otra, en sus rodillas. Aparte de ellos, no hay nadie más que el barman, el segurata y una camarera completamente desnuda que hace prácticas en la sala, antes de entrar en escena.
El segurata identifica a Boone de inmediato.
Boone detecta el parpadeo de reconocimiento y nota que el tío se aparta un poco y hace una llamada con su teléfono móvil.
«De modo que no tenemos mucho tiempo», piensa Boone mientras conduce a Petra lejos del taburete contiguo al escenario, hacia un reservado que hay junto a la pared del fondo.
La camarera se acerca y permanece a la espera.
—¿Qué te apetece? —pregunta Boone a Petra.
—¿Una toallita húmeda? —pregunta ella.
—Quiero decir para beber.
—Pues, cicuta con una pizca de arsénico, por favor.
—Un ginger ale para la señorita —dice Boone— y yo quiero una Coca.
La camarera asiente y se marcha.
Petra mira hacia el escenario.
—¿No habías dicho que era un club de estriptis? —pregunta.
—Y lo es.
—Pero ¿no tienes que llevar algo puesto para poder quitártelo?
—Supongo que sí.
—Pero si ya están desnudas…
—Completamente.
—¿Conque se ponen allí —pregunta Petra— y hacen como que bailan y eso es todo?
«Bueno, en realidad no es todo lo que hacen», piensa Boone, pero no le apetece entrar en detalles, de modo que siente alivio cuando la camarera regresa con las bebidas. Petra abre su bolso, extrae un pañuelo de hilo con el cual seca meticulosamente el borde del vaso y después lo usa para sujetarlo.
«Ajá —piensa Boone—, conque cada uno tiene su propio estilo de paranoia. La suya es pillar una enfermedad venérea a través de un vaso y la mía es que me dejen grogui con alguna droga que el segurata pidió al barman que echara en mi bebida, salvo que la finalidad no será aprovecharse sexualmente de mí, sino llevarme a un callejón y molerme a palos hasta dejarme medio muerto.»
No le cabe duda de que el segurata había recibido la advertencia de «ojo con Boone Daniels» y ha llamado a Dan Silver para pedir instrucciones.
Esa es la mala noticia.
La buena es que, si están protegiendo algo, quiere decir que tienen algo que proteger.
Se le ocurre que puede compartir aquel tesoro con Petra, pero después se lo piensa mejor.
De todos modos, ella está mirando fijamente a las chicas que están en el escenario.
—¿Quieres que alguna de las dos te haga algo? —pregunta Boone.