—¿Por qué no?
—Porque quiere seguir vivo —dice Boone— y no puedo decirte nada más.
No puede decirles que ha hecho un trato que, en la práctica, separa a Danny de Eddie el Rojo. Y a Danny le convendrá más darse un batacazo en el juicio, incluso con lo del asesinato, que hacer daño a Tammy, que ahora está bajo la protección de Eddie.
Y violar la protección de Eddie es un delito capital, para el cual no valen las apelaciones ni las llamadas del gobernador en el último minuto.
—¿Quieres ir a The Sundowner a desayunar? —pregunta Boone.
—¿Qué le has ofrecido? —pregunta Petra.
—¿Eh?
—Es evidente que has hecho un trato con Eddie el Rojo —dice Petra—. Lo que te pregunto es lo que le has ofrecido a cambio.
—No mucho —dice él y, al ver su mirada escéptica, añade—: Le hice un favor una vez. Me lo he cobrado.
—Debió de ser un favor muy importante.
—Más o menos…
Se siente conmovida.
—¿Lo has hecho por mí?
—Lo he hecho por Tammy —dice Boone— y por ti y por mí.
—No podemos ir a desayunar a The Sundowner —dice Petra.
—¿Por qué no?
—Porque sería demasiado violento —dice Petra—, como refregárselo por las narices.
—A Sunny no le importa —dice Boone.
«¡Hay que ver lo idiotas que son los hombres!», piensa Petra.
—Todavía te quiere.
—Claro que no —dice Boone.
«Claro que sí —piensa Petra—, pero la cuestión es si tú sigues enamorado de ella. Supongo que no, porque eres demasiado bueno para estar enamorado de ella y besarme a mí. Sin embargo, es posible que sigas enamorado de ella, Boone, y que no te des cuenta, como también es posible que te estés enamorando de mí sin darte cuenta.»
—No tenemos por qué ir a The Sundowner —dice Boone.
No, pero mucha gente ya está allí.
Con el oleaje que se dirige hacia Pacific Beach Point, puede que la mitad de los surfistas del mundo que son aficionados a las grandes olas estén apretujados en The Sundowner, engullendo y hablando de lo que va a pasar mañana.
Sunny se mueve a la velocidad de la luz, sirviendo café, tomando pedidos y pasando bandejas a los surfistas, los conductores de motos de agua, los ejecutivos de prendas de vestir y deportivas, los fotógrafos y la gente del cine, los editores de revistas y los adláteres de siempre, que se han congregado para el gran acontecimiento: la primera ola gigante que romperá contra la costa del sur de California en años. Todo el mundo lleva mucho tiempo esperándolo, esperando a que llegue la época dorada.
Y van a ser grandes, no solo las olas, sino también el momento.
Es un acontecimiento mediático: aparecerá en todas las revistas, los vídeos y los DVD y los catálogos de ropa. Se forjarán o se arruinarán reputaciones, se zanjarán rivalidades como si aquellas aguas fuesen la llanura de Troya, grandes egos luchando por las olas, luchando por surfearlas, luchando por la gloria, la fama, los contratos de promoción y los patrocinadores.
Alguien va a tener que aparecer en la foto principal.
La foto de portada.
Alguien va a ser la estrella de la película y los demás no y todavía no se ha fabricado el cuchillo ni se ha forjado el acero que corte la tensión, las vibraciones, que hay en The Sundowner aquella mañana.
«Ni la testosterona», piensa Sunny.
Porque son todos chicos.
Dicen una parida tras otra, se dan aires, se hacen los machos. Ella es invisible para ellos: no es más que la camarera que les da de comer.
—¿Te jode? —le pregunta David.
Está sentado en la barra, sin hablar con nadie, leyendo su periódico. Está rodeado por los surfistas más famosos del mundo y a él le da igual. Tal vez mañana tenga que sacar del atolladero a algunos de aquellos tíos, sacarlos del agua blanca, y entonces les dedicará toda su atención, pero esta mañana le importan un pimiento.
—Un poco —reconoce Sunny.
—Mañana sabrán quién eres —dice David.
—No lo sé.
¡Qué manera de quedarse corta! Aunque no quiera reconocerlo, se siente intimidada. Están allí todos los famosos: Laird y Kalama y toda la Strapped Crew, procedente de Maui; los hermanos Iron con el Kauai Wolf Pack; Mick y Robby y los chicos de Oz; Flea y Malloys, que vienen de Santa Cruz, y los lugareños del sur de California: Machado y Gerhardt y Mike Parsons, que surfeó aquella ola gigantesca en Cortes Bank. Aquellos son los tíos reconocidos, que no tienen que demostrar nada y que, justamente por eso, están de lo más tranquilos y relajados.
En cambio, los más jóvenes, los que llegarán lejos, son de una raza distinta. Por ejemplo:
Tim Mackie, el surfista revelación del 2006, sostiene su taza en el aire como si fuese un trofeo y la señala. Además, es guapo, tiene un cuerpo escultural y es chulo: todo el mundo está pendiente de él, así que ¿por qué no iba a esperar que se la volvieran a llenar enseguida? Es una suerte ser Tim Mackie.
—Échaselo en la entrepierna —sugiere David.
—No.
Ella se acerca, le sirve otra taza —él ni se lo agradece ni la mira— y regresa a la barra a buscar el pedido para la mesa de ejecutivos de Billabong.
—¿Quieres que te lleve a remolque? —pregunta David.
Ella sabe adónde quiere llegar. La mayoría de los surfistas allí presentes tienen un compañero que, con una moto de agua, los lleva hasta las grandes olas, de modo que los que se acerquen remando estarán en desventaja. Y podría ser peor: que las olas sean demasiado grandes y, por consiguiente, demasiado rápidas, para que ella pueda cogerlas sin un Jet Ski.
—Gracias —le dice. Nunca ha practicado lo del remolque, que requiere técnica y entrenamiento. Además, no está equipada para eso, porque sus tablas grandes tienen la forma adecuada para remar—. Creo que me limitaré a lo que sé.
—Por lo general, es una buena idea —dice David.
Sin embargo, está preocupado por ella.
Podrían dejarla fuera, los demás surfistas o las propias olas, y, aunque coja una ola, necesita alguien que la cuide, que, si algo sale mal, la retire de la zona de arranque.
Boone estará allá fuera, ¡menos mal!
Sunny se aleja, cargada con tortillas francesas con jamón y pimientos, y David vuelve a su periódico. Ella regresa de prisa cuando suena la campanilla que anuncia que ya puede recoger el pedido siguiente.
«Mañana —piensa— será mi gran oportunidad. O me lanzo o sigo haciendo lo mismo el resto de mi vida: servir café y huevos.»
En aquel momento, Mackie vuelve a alzar su taza y la señala.
Sunny le hace una peineta.
Tammy sale del dormitorio y entra en la cocina.
Boone le comunica la buena noticia.
Su respuesta es decepcionante y, sin embargo, previsible: —Quiero hablar con Teddy.
—Insisto —dice Petra— en que no me parece buena…
—O hablo con Teddy —dice Tammy— o no testifico. Piénsatelo bien y me comunicas tu decisión.
Regresa al dormitorio.
—¡Qué poder de síntesis! —dice Boone.
Localizan a Teddy en el número de teléfono de su casa.
«Su esposa debe de estar de viaje», piensa Boone.
Le pasa el teléfono a Tammy.
—¿Teddy? —pregunta ella—. ¿Estás solo?
No pregunta nada más. Eso es todo. Después de aquel obsesivo «quiero hablar con Teddy», formula una sola pregunta, parece que obtiene respuesta y corta la comunicación.
A continuación, dice:
—De acuerdo. Testificaré.
Aunque parezca mentira, el centro de San Diego es bastante pequeño.
Se recorre fácilmente en menos de una hora y es posible que sea la única ciudad importante del país en la cual una persona sana puede ir andando sin dificultad desde el aeropuerto hasta el centro.
El trayecto a pie te lleva a lo largo de la bahía que rodea el centro por el oeste y el sur y que dio origen a la ciudad. Los exploradores mexicanos se detuvieron en San Diego allá por el año 1500, porque tenía un puerto excelente, y dejaron allí la habitual combinación de soldados y misioneros característica de la mayor parte del sur de California hasta que se adueñaron de ella los británicos en 1843. En torno a la década de 1850, una flota de juncos chinos pescaba atún en el puerto, pero posteriormente los echaron los pescadores británicos y los italianos.
El centro de la ciudad vivió bastante sumido en la modorra hasta el gran boom inmobiliario de la década de 1880, cuando los padres de la ciudad, como los Horton, los Crosswhite y los Marston, levantaron un auténtico distrito financiero, con edificios de oficinas, tiendas, bancos y restaurantes. Entre el centro y el puerto meridional prosperó el sórdido Stingaree District, con sus bares, sus salas de juego y sus burdeles, mientras madamas como Ida Bailey y jugadores y proxenetas como Wyatt Earp y su esposa ganaban fortunas y proporcionaban a San Diego la reputación atrevida que todavía conserva en lo que actualmente se conoce como el Gaslamp District.
Sin embargo, en realidad fue la Armada de Estados Unidos la que definió y sigue definiendo el centro de San Diego. Prácticamente desde cualquier lugar del centro se puede ver una base naval o una embarcación. Si uno emprende la caminata desde el aeropuerto, verá portaaviones atracados en el puerto y aviones navales aterrizando en su base, en North Island. Algunas veces se puede ver aparecer un submarino en medio de la bahía y deslizarse hacia el puerto.
San Diego es una ciudad naval.
Allá por 1915, los buenos de los padres de la ciudad expulsaron del Gaslamp a todos los burdeles, pero tuvieron que pedirles que volvieran cuando la Armada amenazó con impedir que sus barcos hicieran escala allí, un embargo que habría llevado a la ciudad a la bancarrota.
Y no es meramente simbólico que la calle principal del centro, Broadway, acabe en un muelle.
A pocas manzanas al este de Broadway están los juzgados.
Petra, con Boone en el asiento del acompañante y Tammy detrás, entra en el aparcamiento de su edificio de oficinas y llega hasta la plaza que tiene asignada.
Tammy está estupenda —lleva una blusa color crema sobre una falda negra que Petra le había comprado en la sección de ropa de mujer de Nordstrom—, pero eso no tiene nada de extraordinario. En cambio, lo que sorprendió a Petra fue lo elegante que podía parecer Boone.
Ni se le ocurrió que tuviera una chaqueta de sport y mucho menos un traje negro hecho a la medida, una camisa blanca impecable y una sobria corbata azul.
—¡Guau! —dijo ella—. No me lo esperaba.
—Tengo dos trajes —respondió Boone—: un traje de verano para bodas y funerales y un traje de invierno para bodas y funerales. Este es el traje de invierno para bodas y funerales, que también sirve como traje para los juzgados.
—¿Vas mucho a los juzgados?
—No.
«Tampoco voy a muchas bodas —piensa Boone— y, afortunadamente, a menos funerales aún.»
Salen del aparcamiento y recorren a pie las dos manzanas hasta los juzgados.
La sala es pequeña y moderna. Queda en la tercera planta de la sede del Tribunal Superior del distrito financiero y está pintada de los tonos azules institucionales, que pretenden tranquilizar, sin conseguirlo. Las mesas para los dos abogados están tan juntas que resulta incómodo y el estrado para los testigos está al lado del jurado.
En la galería no caben más de una veintena de personas, pero aquella mañana sobra espacio. Un caso de mala fe contra una aseguradora no es sexy y no suele convocar multitudes. Hay unos cuantos asiduos de los tribunales, adictos a los juicios, en su mayoría jubilados que no tienen nada más interesante que hacer, con cara de aburridos y algo desilusionados. Un representante de la aseguradora, muy conspicuo con su traje gris, está sentado en primera fila, tomando notas.
Johnny y Harrington están allí.
Están medio cabreados, porque no han logrado que ningún juez los autorizara a hablar con Tammy antes de que preste declaración en la causa civil. Sin embargo, solo están cabreados a medias, porque, aunque realmente quieren hablar con ella por el caso de Angela Hart, si consigue mandar al carajo a Dan Silver, no está nada mal. Cuanto más se enmierde ella con Silver, no podrá recurrir a nadie más que a ellos.
Petra está sentada en la mesa de la defensa.
«Nadie diría, al verla —piensa Boone mientras entra discretamente y se sienta en la última fila—, que lleva más de veinticuatro horas sin dormir, que casi la matan y que ha estado a punto de congelarse.»
Parece lozana y concentrada, con su traje gris marengo a rayas finas, el cabello recogido y un poco de maquillaje en los ojos.
Muy profesional.
Superguay.
Lo mira y le dedica una sonrisa tan sutil como su maquillaje, antes de volverse para observar a Alan Burke, que acaba de empezar el interrogatorio de Tammy Roddick.
Tammy está estupenda. Tiene suficiente aspecto de estríper para que resulte verosímil que estuviera con Dan Silver la noche en que ardió el almacén, aunque no tanto como para perder credibilidad. Aunque lleva mucho menos maquillaje, aquellos ojos verdes felinos siguen llamando la atención. Y está serena.
Gélida.
Alan Burke siempre está bien. El cabello peinado hacia atrás, como un Pat Riley rubio, la piel bronceada por el surf, pero resplandeciente por la loción protectora solar que usa religiosamente. Es posible que Alan sea el único tío que queda en el mundo occidental que sigue quedando bien con un traje cruzado y aquella mañana lleva un traje de Armani color azul marino, camisa blanca y corbata amarillo canario.
Y sonríe.
Alan sonríe siempre, aunque las cosas vayan mal, y especialmente cuando está haciendo picadillo a un testigo de la parte contraria, pero en aquel momento tiene a una testigo favorable, que está a punto de hacer añicos a su adversario por él.
Dan Silver está sentado junto a su abogado en la mesa del demandante y mira con malos ojos a Tammy. Dan es uno de esos tíos que jamás tiene buena pinta, se vista como se vista. Si es verdad que el hábito hace al monje, no hay nada que pueda hacer a Dan Silver. Aquella mañana ha renunciado a su atuendo de vaquero y lo ha sustituido por un traje que le queda mal, demasiado ceñido de hombros y demasiado suelto en el tronco. El traje es de un color gris verdoso que no favorece la piel cetrina de Dan, su mal cutis ni sus mejillas abultadas. Lleva en el cabello un copete pasado de moda, con la parte posterior hacia arriba, una manera de decir que las cosas estaban mejor en la década de 1950. Ahora está sentado a la mesa del demandante y mira a Tammy con odio.