El abogado de Silver es el infame Todd Eckhardt, alias el
Varas
, muy conocido en la comunidad de juristas de San Diego por no tener reparo alguno en demandar a todo el mundo por cualquier cosa. Todd ha interpuesto querellas por todos aquellos motivos que hacen que el gran público deteste y desprecie a los abogados: el café caliente que se vierte sobre las piernas de un conductor que va a ciento diez kilómetros por hora en una zona en la que no se puede pasar de sesenta; el «producto alimenticio» que salió caliente de un microondas, y —este es el favorito de Boone— una mujer de la noche que demandó a un pobre putero por los daños sufridos en el cuello que le impedirían volver a practicar con eficacia su oficio para ganarse la vida.
Por consiguiente, Todd el
Varas
es varias veces millonario y ni se molesta en ocultarlo. Cuando asiste a las declaraciones de los testigos y a las audiencias, lo acompaña un valet —¡sí, un valet!— que parece salido de una película británica en blanco y negro de la década de 1940 sobre la exploración del Irrawaddy o algo así, que le lleva a Todd el maletín y sus archivos secretos y lo ayuda a quitarse el abrigo. Sin embargo, Todd lo deja en casa para los juicios, porque no quiere provocar la envidia de los miembros del jurado. Cuando se trata de juicios, Todd es totalmente un hombre del pueblo.
Lo único que tiene de bueno, por lo que respecta a Boone —Todd ha tratado de contratarlo en varias ocasiones—, es que tal vez sea la persona más acogedora que haya entrado jamás —anadeando como un pato— en la sala de un tribunal. Todd debería de enfocar la obesidad por el lado positivo. Al verlo, cuesta creer que en su interior exista una estructura ósea: parece, más bien, un organismo unicelular —en realidad, compuesto por una sola célula, pero muy grande— con una mata de pelo blanco, ojos saltones y un cerebro enorme. Si colocáramos a Todd junto a David el Adonis, solo podríamos llegar a la conclusión de que hay extraterrestres entre nosotros, porque no es posible que aquellos dos ejemplares procedan de la misma especie. Todd no toma asiento, sino que se sedimenta en una silla y se arrellana de tal modo que parece un trozo de plastilina que un niño negligente hubiese abandonado bajo la lluvia. Un sudor grasiento le mana de los poros como si perdiera aceite. Es un asco.
El origen del sobrenombre de Todd el
Varas
se remonta a la década de 1990, cuando muchas de las casas que estaban junto a la playa de San Diego empezaron a desmoronarse. Todd solía clavar una vara de metal en la tierra de la plataforma sobre la cual se levantaba el edificio, declaraba que había sido «mal compactada», entablaba una demanda contra el contratista, los ingenieros civiles, el inspector de la construcción y la aseguradora y, por lo general, la ganaba.
Alan ofrece una versión distinta sobre la manera en que Todd consiguió su sobrenombre.
—No te dejes engañar por su aspecto prehumano —había dicho a Boone antes de un juicio contra él un par de años antes—. Si le das la menor oportunidad, te mete una vara por el culo hasta que te sale por la boca.
Por consiguiente, Alan no tiene la menor intención de dar ninguna oportunidad a Todd el
Varas
. En realidad, se prepara para darle la vara él. Formula a Tammy las preguntas previas de rigor —nombre, domicilio— y después entra en materia.
—¿Y dónde trabajaba en aquella época? —pregunta Alan.
—En Silver Dan’s —responde Tammy.
—¿Qué hacía allí? —pregunta Alan.
—Era bailarina —dice Tammy, mirando al jurado con tranquilidad.
—Bailarina.
—Estríper —dice Tammy.
—Protesto —farfulla Todd.
El juez Hammond ha sido fiscal federal y es un hombre inflexible que se ciñe estrictamente a las reglas y no aguanta tonterías: no se lo conoce precisamente por su paciencia con las payasadas en la sala ni por su sentido del humor. Como la mayoría de los miembros de la raza humana, desprecia a Todd el
Varas
, aunque controla muy bien sus emociones.
—No ha lugar —dice Hammond.
Alan prosigue:
—¿Estuvo usted en Silver Dan’s la noche del 17 de octubre del 2006?
—Sí —dice Tammy.
—¿Estuvo allí después de que cerraran? —pregunta Alan.
—Sí.
—¿Por qué?
—En aquella época, yo salía con Dan —dice Tammy—. Íbamos a ir a desayunar.
—¿Y fueron ustedes a desayunar?
—No de inmediato —dice Tammy, mirando a Dan.
—¿Adónde fueron?
—Dan dijo que tenía algo que hacer —dice Tammy— en un almacén de su propiedad.
—¿Y fueron ustedes al almacén? —pregunta Alan, para acotar.
Reconoce a Boone en la galería y le hace un guiño rápido, antes de volver su atención a Tammy.
—Sí —dice Tammy.
Alan le da la espalda para mirar al jurado, después a Dan, después a Todd —solo por joderlo un poco— y después otra vez al jurado. Se acerca a la tribuna y, tras aguardar el momento oportuno —con la precisión de un buen cómico que actúa en vivo delante del público—, le pregunta:
—Cuando llegaron allí, ¿bajó usted del coche?
—Sí.
—¿Y qué hizo después?
—Entré.
—Y… —Alan hace una pausa para indicar al jurado que se avecina algo importante— ¿observó usted algo fuera de lo común?
«Ya casi estamos —piensa Boone—. Basta con que ella diga unas cuantas palabras más y ¡misión cumplida! Todos podremos volver a nuestras vidas y yo encontraré un poco de paz en el interior de una ola gigante.»
Tammy mira de frente a Dan, que se saca del bolsillo un crucifijo de plata con una cadenita y lo toquetea, nervioso.
«Mira por dónde —piensa Boone al verlo—, igual espera que Jesús se ponga de su lado y lo rescate del follón en el que está metido.»
—No —dice Tammy.
«Joder», piensa Boone.
Alan conserva la sonrisa, pero no cabe duda de que se ha tensado. No era la respuesta que esperaba. Boone nota que la espalda de Petra se pone rígida y que yergue la cabeza.
Dan Silver se limita a sonreír.
Alan se aleja del jurado y se acerca al estrado de la testigo.
—Lo siento, señorita Roddick; tal vez no haya formulado la pregunta con suficiente claridad. Cuando entró en el almacén aquella noche, ¿vio allí al señor Silver?
—Sí.
—¿Estaba haciendo algo?
—Sí.
—¿Qué?
—Simplemente echaba un vistazo, miró que la puerta trasera estuviera cerrada y esas cosas —dice Tammy—. Después fuimos a Denny’s.
Mira al jurado con una expresión de inocencia absoluta.
—Señorita Roddick —dice Alan y su voz deja traslucir cierta amenaza—, ¿no me ha dicho usted que vio al señor Silver verter queroseno en el suelo del sótano?
—No —dice Tammy.
—¿No me ha dicho usted que lo vio introducir un periódico retorcido en el queroseno?
—Protesto.
—No.
—¿O acercar su mechero a aquella periódico y prenderle fuego? —pregunta Burke.
—Protesto…
—No.
—Pro…
—Aquí tengo su declaración jurada —dice Burke—. Se la puedo enseñar, si quiere.
—… testo.
Boone ve que Petra se pone a teclear con energía en su ordenador portátil para recuperar la transcripción de la declaración de Tammy. Los jurados se inclinan hacia delante en sus asientos —ahora están muy pendientes—, porque el caso se ha puesto de pronto francamente interesante, como los que ven en
Ley y orden
.
—Vale, de acuerdo. Le he dicho todas esas cosas… —dice Tammy.
—Gracias —dice Alan.
Sin embargo, no está satisfecho. Nunca conviene quemar al propio testigo, como quien dice, porque, cuando le toca el turno a la parte contraria, lo enfrenta con la discrepancia que existe en su propio testimonio. De todos modos, es mejor que nada.
Lo malo es que Tammy añade:
—… porque me prometió dinero a cambio.
«Esto no va bien», piensa Boone.
Los jurados dan un respingo. Los adictos a los juicios que están en la galería se incorporan y aguzan las orejas. Petra se vuelve en la silla y mira a Boone. A continuación, sacude la cabeza con tristeza y vuelve a concentrarse en su ordenador.
Todd el
Varas
se metamorfosea en una posición semivertical, que podría interpretarse como si un ser humano de verdad se pusiera de pie:
—Propongo que usted indique al jurado el veredicto, señor juez, y, por supuesto, que imponga sanciones por conducta indebida.
—Juicio viciado de nulidad, señor juez —dice Alan.
—Quiero verlos a los dos en mi despacho —dice Hammonds—, ahora mismo.
«¡Coño!», piensa Boone, mientras ve a Todd el
Varas
que va escurriéndose hacia el despacho del juez.
«Tope chungo.»
Boone cierra el paso a Tammy cuando sale de la sala.
—Han hablado contigo, ¿verdad? —pregunta Boone.
Ella se limita a negar con la cabeza y, haciéndose a un lado, sale al vestíbulo. Él la sigue, apenas unos pasos por delante de Johnny y Harrington.
—¿Qué te han prometido —pregunta Boone, cogiéndola por el codo— que vale más que la vida de tu amiga?
Ella vuelve hacia él aquellos ojos verdes.
—Si hubieses visto lo que he visto yo…
—¿Qué es lo que has visto?
Tammy desprende el brazo con brusquedad, vacila por un instante y añade:
—Allá fuera hay un mundo del cual no tienes ni idea.
—Enséñamelo.
Pero Johnny se interpone entre ellos, muestra su placa y dice:
—Sargento Kodani, del Departamento de Policía de San Diego. Señorita Roddick, tenemos que hacerle algunas preguntas sobre la muerte de Angela Hart.
—No sé nada de eso.
—Es posible que sepa más de lo que cree —dice Johnny—. De todos modos, le agradeceríamos que viniera a comisaría para hablar con nosotros. No le llevará mucho tiempo.
—¿Estoy arrestada? —pregunta ella.
—Aún no —dice Harrington, metiéndose en medio—. ¿Quisiera estarlo?
—Tengo cosas que hacer…
—¿Como cuáles? —dice Harrington—. ¿Es que llega tarde al caño?
—Por favor, acompáñenos, señorita Roddick —dice Johnny y la conduce hacia la puerta.
Harrington mira a Boone:
—Otra de tus actuaciones estelares, Boone. Enhorabuena. Por lo menos esta vez ha muerto una adulta. Puede que la próxima sea una ancianita.
Boone le pega un puñetazo.
«Tammy Roddick es de piedra.»
Es lo que piensa Johnny Banzai.
—Angela tenía sus tarjetas de crédito —le dice—. ¿Por qué?
Tammy se encoge de hombros.
—¿Se las dio usted?
Ella mira fijamente la pared.
—¿O se registró usted en el motel con ella? —pregunta Johnny.
Ella se mira las uñas.
La sala de interrogatorios es agradable. Pequeña, pero limpia, con las paredes pintadas de un amarillo claro relajante. Una mesa metálica y dos sillas metálicas. El clásico espejo con visión unilateral. Una cámara de vídeo con micrófono sujeta al techo.
De modo que, por mucho que Harrington quiera irrumpir en la sala, tildarla de guarra y de imbécil y arrearle unas cuantas hostias, no puede hacerlo, a menos que quiera aparecer como invitado en
Los peores vídeos de la Policía estadounidense
. Se tiene que limitar a observar con un ojo hinchado mientras Johnny cambia de táctica.
—Oye, Tammy —dice Johnny—, tú viste como la mataban, ¿verdad? Estabas allí y te marchaste. Podrías decirnos quién lo hizo.
Ella encuentra una mancha interesante sobre la mesa, se humedece un dedo y la frota hasta que desaparece.
—Esa es la versión buena —dice Johnny—. ¿Te cuento la mala?
Ella vuelve a encogerse de hombros.
—La versión mala —dice Johnny— es que le tendiste una trampa. Las dos visteis a Danny provocar el incendio, pero tú hiciste un trato y ella no quiso, de modo que los dos la llevasteis a aquella habitación para que la mataran. Intenta prestar atención a lo que te digo, Tammy, porque tendrás que tomar una decisión muy importante. Se trata de una proposición efímera y tienes cinco segundos para aceptarla, pero en este preciso instante puedes decidir si prefieres ser testigo o sospechosa. Estamos hablando de homicidio en primer grado, premeditado, y estoy seguro de que puedo añadir también «circunstancias especiales», con lo cual te enfrentarías a…, pues no lo sé… Espera que voy a buscar la calculadora…
—Quiero un abogado —dice Tammy.
«Bueno, en cierto modo algo hemos avanzado —piensa Johnny—; al menos ahora habla. Lo malo es que ha utilizado las palabras mágicas que pondrán fin al interrogatorio.»
—¿Estás segura? —dice Johnny, jugando la carta clásica, porque no tiene ninguna mejor—. Porque mira que, si pides un abogado, eliges ser sospechosa.
—Dos veces —dice ella.
—¿Cómo dices?
—Es la segunda vez que pido un abogado —dice ella.
Johnny desafía a la suerte.
—¿Quién era la niña, Tammy?
—¿Qué niña? Quiero un abogado.
—La que estaba en la habitación con Angela, una niña pequeña, con un cepillo de dientes rosado.
—No lo sé. Quiero un abogado.
Sin embargo, sí que lo sabe. Johnny lo detecta en sus ojos: imperturbables como la piedra, hasta que él mencionó a la niña; después, apareció en ellos algo más.
El miedo.
Pocas semanas después de ingresar en la policía, uno aprende a reconocer el miedo en cuanto lo ve. Él se inclina sobre la mesa y le dice en voz muy, muy baja.
—Por el bien de la niña, Tammy, dime la verdad. Déjame ayudarte. Déjame que la ayude a ella.
Han llegado a un punto de inflexión.
Es otra cosa que él reconoce enseguida. Ella podría seguir cualquiera de los dos caminos. Está a punto de decantarse por el de Johnny, cuando…
Se arma alboroto en el vestíbulo.
—¡Soy su abogado! ¡Exijo que me dejen entrar!
—Largo de aquí —dice Harrington.
—¿Ha pedido un abogado? Lo ha pedido, ¿verdad?
Tammy crispa la mandíbula y mira al techo. Johnny se pone de pie, abre la puerta y ve a Todd el
Varas
de pie en el vestíbulo. El abogado mira por encima de su hombro y ve a Tammy.
—Está bien —dice—. Estoy aquí. Ni… una… sola… palabra… más…
Al cabo de treinta minutos, ella está en la calle.
Boone tarda más en salir.