El Club del Amanecer (15 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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Todo aquello inspiró una conversación el día que el Club del Amanecer fue a ver la manifestación de
frisbees
, se aburrió y se fue a ver surfear a los perros.

—¿Alguna vez has tenido que sacar a un perro del agua? —preguntó Boone a David.

—No, por lo general los perros son más listos que las personas.

—Aparte de que tienen mejor tracción —destacó Johnny—. El centro de gravedad está más abajo y apoyan cuatro pies sobre la tabla, en lugar de dos.

—Patas —dijo Sunny.

—¿Qué?

—Que no son pies, sino patas —dijo Sunny.

—Exacto.

—Pero no chapotean —dijo el Doce Dedos, tal vez un poco celoso, porque, antes de aquella conversación, él acaparaba todos los honores de «tener más dedos en la tabla».

—¿No chapotean los perros? —preguntó el Marea Alta.

—No —dijo el Doce Dedos.

—¿Nunca has oído decir «chapotear como un perro»? —preguntó el Marea Alta.

—¿Te refieres a eso que hacen los niños pequeños en la piscina? —preguntó el Doce Dedos.

—Sí.

—Claro que lo he oído.

—¿Y de dónde viene el nombre? —preguntó el Marea Alta.

El Doce Dedos se lo estuvo pensando unos cuantos segundos y después dijo:

—Es que los perros no pueden chapotear encima de una tabla: a eso me refería. Los perros no están hechos para surfear.

—¿Y cómo se llama eso que va desde la tabla hasta tu tobillo? —preguntó el Marea Alta.

—Correa —respondió el Doce Dedos.

—Está todo dicho —dijo el Marea Alta.

Al final llegaron a la conclusión de que, si los perros fueran capaces de chapotear encima de una tabla, serían los campeones mundiales de surf todos los años, porque no se caen jamás. Cuando terminan de cabalgar una ola, pegan un salto, se sacuden el agua del pelaje y esperan para volver a empezar.

—Más o menos como tú —dijo David al Marea Alta—: te bajas de un salto, te sacudes el pelo y vuelves a salir.

Es que el Marea Alta es un tío muy peludo.

—Con todos los años que llevan buscando al Pie Grande por todos aquellos bosques lejanos —intervino Johnny—, se les podría haber ocurrido venir a OB y mirar en el agua.


Bigfoot el Surfista
—dijo Sunny—. Ponen la película a las once.

En todo caso, estuvieron un rato dando vueltas, observando a los perros hacer surf y correr detrás de los
frisbees
; después regresaron a la calle Newport y vieron que los manifestantes se habían aburrido de estar sentados allí y se habían marchado a buscar otro sitio donde sentarse y, tal vez, tomar un café.

¿Cómo no te va a gustar Ocean Beach?

Boone gira hacia el interior por la avenida Brighton, se detiene delante del edificio de apartamentos de cuatro pisos donde vive Angela Hart y le dice a Petra que…

—Ya lo sé —dice ella—: que espere en la camioneta.

—Eres oficial de justicia —dice Boone, mientras rebusca en la parte trasera de la camioneta sus herramientas para forzar la entrada—. ¿De verdad te apetece ser testigo de un allanamiento de morada? Quédate aquí de guardia.

Él encuentra la palanqueta de metal fina.

—¿Y qué hago si veo algo? —pregunta Petra.

—Me avisas.

Se baja de la camioneta.

—¿Cómo?

—Toca el claxon.

—¿Cuántas veces…?

—¡Por Dios! Simplemente toca el claxon, ¿vale?

Entra en el edificio y sube hasta la tercera planta, dispuesto a forzar la cerradura, pero alguien se le ha adelantado. Boone presta atención durante unos cuantos segundos, pero no oye a nadie moviéndose dentro.

«A menos —piensa— que quienquiera que esté allí dentro me haya oído subir las escaleras, se haya quedado quieto y me esté esperando detrás de la puerta para atacarme cuando entre.»

Boone abre un poquito la puerta y después la cierra rápidamente. No oye nada, de modo que abre la puerta de una patada y entra con fuerza, con las manos en alto y preparado.

Nada.

Quienquiera que hubiese estado allí, llegó y se marchó. En realidad, es una mala noticia, porque cabe la posibilidad de que se llevase consigo a Tammy.

Le pasa por la cabeza una idea escalofriante.

Los asesinos suelen matar siempre de la misma manera. No se complican demasiado la vida. Es probable que, si un tío metió la pata y arrojó desde el balcón a la mujer equivocada, repare su error arrojando desde el balcón a la mujer correcta.

Boone ve la puerta corredera que comunica el saloncito con el exterior: está abierta y una suave brisa hace bailar la cortina hacia dentro.

Atraviesa la habitación, sale al balcón y mira hacia abajo.

No hay nada, salvo el pequeño jardín.

No se ve el cuerpo desparramado y quebrado de ninguna mujer.

Boone respira hondo y vuelve a entrar. Es el típico apartamento de un dormitorio de San Diego: un salón con
kitchenette
, separada por una barra de desayuno. Mobiliario de Ikea. Como Boone habría hecho constar en sus tiempos como policía, no hay señales de lucha. Todo está en su sitio; las revistas, dispuestas en orden sobre la mesa de centro, y no hay marcas que indiquen resistencia sobre la alfombra azul.

Si alguien se la llevó, fue con su consentimiento.

«También habría sido así —piensa Boone—, si la estaban apuntando con una pistola.»

Lo malo es que quienquiera que entró no revolvió nada. No buscaba pistas del paradero de Tammy, tal vez porque ya la había encontrado.

Va a la
kitchenette
. La cafetera automática Krups está casi llena y, por la lucecita roja, se nota que está encendida. En la barra hay una taza medio llena: un jarrito de lo más mono, con hipopótamos sonrientes que sujetan globos rojos. Café con leche. Media tostada de pan de trigo, sin mantequilla, en un platillo anaranjado.

Y un frasco pequeño de esmalte de uñas.

Tiene la tapa puesta, pero sin ajustar.

Se marchó, por su propia voluntad o no, pero a toda prisa.

Entra en el dormitorio.

La cama está sin hacer.

Y huele a mujer.

«¿Cómo me dice Johnny cuando quiere darme por el saco? ¿“Huelesábanas”? Tiene razón. La cama huele como si una mujer hubiese dormido en ella hace poco. Una mujer y sola. Es una cama de matrimonio, pero la ropa de cama solo está revuelta del lado izquierdo.»

La habitación es muy femenina: con volantes, infantil y rosada. Hay un osito de peluche con un lazo rojo alrededor del cuello del lado derecho de la cama, apoyado en el cabecero.

«Las estríperes —piensa Boone— y sus animales de peluche.»

Revisa las fotos enmarcadas que hay encima de la cómoda. Angela y alguien que parece su madre. Angela y una hermana. Angela y Tammy. Resulta extraño y triste observar estas fotografías de una mujer sonriendo con su familia y sus amigos y pensar en el cadáver junto a la piscina, con la cabeza en un halo de sangre.

Boone estudia la fotografía de Tammy: la melena rojiza, las facciones bien definidas con una nariz larga que la favorece mucho, los labios finos.

Sin embargo, lo que te atrapa son sus ojos.

Ojos verdes, gatunos, que resplandecen en la fotografía.

Parece un gran felino peligroso que te contempla desde la oscuridad. Hay mucha fuerza en aquellos ojos, mucho poder. Se sorprende. En la foto de MySpace que le ha proporcionado el Doce Dedos parecía la típica estríper bobalicona; aquella foto, en cambio, muestra algo diferente, aunque no sabe muy bien qué.

En la fotografía se la ve sonriendo, con los brazos en torno a los hombros de Angela. Da la impresión de haber sido tomada durante una especie de excursión; en bicicleta, tal vez. Angela lleva una gorra de béisbol blanca en la cabeza y la coleta rojiza le sale por detrás. Ríe, feliz. Boone comprende que haya enmarcado aquella fotografía: es un buen recuerdo de unos buenos momentos. Está seguro de que encontraría la misma foto en la casa de Tammy.

Abre el armario y revisa la ropa: toda de la talla de Angela, no la de Tammy, que es como cinco centímetros más alta y también un poco más delgada. De modo que, si Tammy estuvo allí, llegó con un bolso de viaje, 110 lo deshizo y se lo llevó. Es buena señal, porque los secuestradores por lo general no permiten que su víctima lleve equipaje… a menos que la engañaran, que le dijeran que solo se iba de vacaciones hasta que todo hubiese pasado, y la dejasen llevarse el bolso para tranquilizarla.

Boone entra en el cuarto de baño.

Descorre la cortina de la ducha. Todavía está húmeda por el lado de dentro, al igual que las paredes. El cepillo de dientes que hay en el lavabo también está húmedo, igual que la tapa del tubo de crema facial.

«Durmió sola —piensa Boone—, se levantó tarde, se dio una ducha y se puso crema, preparó tostadas y café y se sentó en un taburete de la cocina para arreglarse las uñas mientras desayunaba, pero no acabó: ni las uñas ni el desayuno.»

Abre el botiquín, que contiene el despliegue habitual de productos femeninos. Un solo frasco de Biaxin —un antibiótico que no acabó de tomar— con la prescripción a nombre de Angela, Gelocatil, aspirinas, frascos de maquillaje… No encuentra las píldoras anticonceptivas de rigor.

Sale del dormitorio y, antes de marcharse, coge el frasco de esmalte de uñas y se lo mete en el bolsillo; también cierra la puerta corredera.

Incluso en San Diego, uno nunca sabe cuándo puede llover.

Capítulo 32

—¿Y bien? —pregunta Petra cuando él vuelve a subir a la camioneta.

—Como eres una especie de mujer —dice Boone—, ¿recuerdas qué tipo de perfume lleva Tammy?

—CK —responde Petra, sin hacer caso del insulto—. ¿Por qué? Él extrae el frasco de esmalte de uñas y se lo enseña.

—Es el que llevaba cuando nos vimos.

—Hace un momento estaba aquí —dice Boone, golpeando el volante con la mano—. ¡Hace un momento estaba aquí!

Petra se sorprende un poco y se alegra de verlo manifestar cierto grado de frustración.

«Dios mío —piensa—, ¿será señal de que el tío siente algún impulso?»

También le causa gracia y le intriga que sepa algo de perfumes femeninos.

—Podrían tenerla ellos —dice Boone.

A continuación, le explica lo que vio en el apartamento de Angela.

—¿Y qué hacemos ahora? —pregunta ella.

—Dar una vuelta por el barrio —dice él—, por si está por aquí y no sabe qué hacer ni adónde ir. Si no la vemos, regresas en taxi a tu oficina mientras yo hago un sondeo por el barrio.

Podría haber dicho simplemente «mientras doy una vuelta y hago averiguaciones», pero se le ocurrió que a ella le gustaría más «hacer un sondeo por el barrio». Además, tal vez la distrajese de la parte «regresas a tu oficina».

No hay caso.

—¿Por qué se requiere mi ausencia? —pregunta ella.

—Porque nadie querrá hablar contigo —dice Boone— y tampoco hablarán conmigo si estoy contigo.

—¿Acaso soy una especie de leprosa social?

—Efectivamente.

«“Una especie de mujer" —piensa ella—, una “leprosa social”.»

—Los hombres hablarán conmigo —dice.

Complacida por la falta de reacción, añade:

—El Doce Dedos ha hablado conmigo. El Optimista ha hablado conmigo. Te entregaron a mí en un abrir y cerrar de ojos.

«Pues sí —piensa Boone—, en menos de un abrir y cerrar de ojos.»

—De acuerdo —acepta—, puedes alternar.

«Fantástico —piensa ella—. Conque ahora me dedico al “alterne”.»

Capítulo 33

Vale, pues, alterna, pero Tammy Roddick no aparece.

Si Tammy deambula por las calles de Ocean Beach, va disfrazada de borrachín, de viejo
hippie
, de
hippie
de mediana edad, de joven
hippie
retro, de tío blanco con rastas y rizos rubios, de vegetariano escuálido, de jubilado o de alguno de la docena de surfistas que esperan la llegada del gran oleaje a Rockslide.

Petra habla con todos ellos.

Tras reivindicar que puede hablar con hombres, se siente obligada a hacerlo y obtiene así un montón de información de lo más útil.

El borrachín (a cambio de dos dólares) le dice que tiene una sonrisa encantadora; el viejo
hippie
le comunica que la lluvia es la manera que tiene la naturaleza de humedecer la tierra; el
hippie
de mediana edad no ha visto a Tammy, pero conoce un lugar maravilloso donde tomar té verde; el joven hippie retro tampoco ha visto a Tammy, pero se ofrece a darle a Petra un masaje Reiki para aliviar su tensión evidente (y la de él). El tío blanco de las rastas sabe perfectamente dónde está Tammy y está dispuesto a llevar allí a Petra por lo que cuesta un cigarro, aunque describe a Tammy como una rubia de un metro sesenta y dos, mientras que el vegetariano le informa de que, gracias a su alimentación sana, sus esencias naturales tienen un sabor dulce y el jubilado no ha visto a Tammy, pero está dispuesto a pasar el resto de su vida ayudando a Petra a buscarla.

Los surfistas le dicen que regrese cuando haya pasado el gran oleaje.

—No cabe duda de que los tíos hablan contigo —dice Boone cuando Petra le cuenta las conversaciones—. Ninguna duda.

—Y supongo que tú, por tu parte, habrás conseguido una buena pista.

Pues no.

Nadie ha visto a nadie que se parezca a Tammy. Nadie la vio salir del edificio de Angela. Nadie ha visto nada.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Petra.

—Vamos a su lugar de trabajo —dice Boone.

—No creo que esté trabajando —dice Petra con brusquedad.

—Yo tampoco —dice Boone—, pero tal vez haya alguien que sepa algo.

—Ajá —dice Petra y mira su reloj—, pero solo son las dos de la tarde. ¿No nos conviene esperar hasta que se haga de noche?

—Los clubes de estriptis están abiertos las veinticuatro horas del día, todos los días de la semana.

—¿De verdad? —dice Petra y añade—: Bueno, claro, supongo que tú lo sabes bien.

—Aunque no me creas —dice Boone, mientras vuelve a subir al Boonemóvil—, en realidad no paso demasiado tiempo en los clubes de estriptis. A decir verdad, casi nunca voy a ninguno.

—Por supuesto.

Boone se encoge de hombros.

—Ya puedes creer lo que te dé la gana.

«Pero es cierto —piensa él—. Los clubes de estriptis resultan interesantes durante unos cinco minutos; después, son tan eróticos como el papel pintado. Además, la música es espantosa y la comida, peor aún. Hay que estar muy mal de la cabeza para comer en un club de estriptis: “culos al aire” y “servicio de bufé” son dos expresiones que jamás deberían aparecer en la misma oración. Ni a un tío que acabase de salir de una huelga de hambre en la cárcel se le ocurriría comer en un club de estriptis, a menos que tenga una lesión cerebral.»

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