La conversación que mantienen Dan Silver y Eddie el Rojo tampoco es muy amena.
—¿Qué has hecho, Danny? —pregunta Eddie.
—Nada.
—¿Matar a una mujer no es nada?
Aparentemente…
Danny agacha la cabeza: craso error, porque Eddie, con muy mala leche, le pega un guantazo en toda la cara.
—¿Pensabas que no llegaría a mis oídos? ¿Cómo es posible que tenga que enterarme por Boone, cuando voy a verlo para pedirle un favor para ti? ¿Y me haces ir, sin decirme que te has adelantado, como si, vistiéndote como te vistes, fueras una especie de
cowboy
?
—Es que ella estaba a punto de cantar, Eddie.
Dan todavía siente la mejilla ardiendo y, durante un nanosegundo, considera la posibilidad de hacer algo al respecto —su tamaño es más o menos el doble del de Eddie y podría arrojarlo contra la pared como si fuese una pelota de ping-pong—, pero al final decide no hacer nada, porque los
huis
de Eddie rondan como tiburones fuera del alcance de la conversación.
—Y por eso te la ibas a llevar de la ciudad, ¿no? —pregunta Eddie—. Nunca se dijo nada de matar a nadie.
—Es que las cosas se fueron un poco de madre —dice Dan.
Eddie lo mira con incredulidad.
—Si la relacionan a ella contigo y te relacionan a ti conmigo, te juro que me abro y ya te las apañarás tú solo, Danny, querido.
Dan empieza a cansarse del aire de superioridad de Eddie. Conque aquel enanito estrafalario y lleno de tatuajes estudió en Harvard… ¿Y qué? Muchas cosas no se aprenden en la universidad, de modo que decide darle una lección.
—Una estríper salta desde el balcón de un motel. ¿Cuánto tiempo te parece que se entretendrá la pasma con eso? ¿Una hora? ¿Una hora y media? A nadie le importa un carajo, Eddie.
—A Daniels sí.
—¿Echará el cierre?
—Lo dudo —dice Eddie—. No va con Boone.
Dan se encoge de hombros.
—Daniels es un surfista de mala muerte que no pudo aguantar con los polis de verdad. Va bien para localizar a alguien difícil de encontrar o para echar a algún borracho de The Sundowner, pero esto lo supera. Yo, en tu lugar, no me preocuparía por él.
—Mira tú por dónde, no estás en mi lugar —dice Eddie—, sino en el tuyo, de modo que más te vale empezar a preocuparte. Deja que te cuente un par de cosas sobre el surfista de mala muerte…
Suena el teléfono móvil de Dan.
—¿Qué hay?
Presta atención. Es un poli del centro, un sargento que bebe gratis en Silver Dan’s y de vez en cuando consigue que una bailarina le haga una danza erótica sobre las rodillas por cuenta de la casa. Quiere informar a Dan de que han identificado a una de sus chicas, que ha muerto como consecuencia de haber saltado del balcón de un motel en Pacific Beach.
El nombre es Angela Hart.
Dan le da las gracias y cuelga.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Eddie.
—Nada.
Y una mierda. A Dan la cabeza le da vueltas como loca y el estómago le sube y le baja como si estuviese en un trampolín.
El gilipollas de Piolín se ha equivocado de coño.
Petra está a punto de preguntar algo, pero cambia de idea.
—¿Cómo? —pregunta el Optimista.
A pesar de lo guapa que es, el Optimista empieza a cansarse de tenerla sentada en el despacho, esperando a que Boone regrese. No le agrada la idea de que los clientes se involucren tanto en un caso. Es preferible que paguen la cuenta, guarden las distancias y esperen los resultados. Masculla algo al respecto.
—¿Cómo dice? —pregunta Petra.
—Que si algo le está rondando la cabeza —dice el Optimista—, será mejor que lo suelte.
—¿Antes Boone era agente de la policía? —pregunta Petra.
—Eso ya lo sabía usted —dice el Optimista.
«La muchacha es de las que hacen los deberes —piensa el Optimista—. Seguro que ha hecho todas las averiguaciones posibles sobre Boone.»
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunta Petra.
—¿Por qué piensa que eso es de su incumbencia? —pregunta el Optimista a su vez.
—Pues… Es que yo no…
El Optimista levanta la vista de la máquina de sumar. Es la primera vez que la ve desconcertada.
—Lo que quiero decir —dice— es si lo pregunta como clienta o como amiga.
Porque no es lo mismo.
—No lo pregunto como clienta —dice Petra.
—Boone se sacó la insignia él solito —dice el Optimista—. No lo expulsaron ni se marchó por choricero ni nada por el estilo.
—Ya lo suponía —dice Petra. Había presenciado la interacción entre Boone y el detective en el motel y, aunque no oyó lo que decían, se dio cuenta de que a Boone tuvieron que contenerlo: fue bastante intenso—. Diría que el dinero no es una de sus prioridades.
—¿Quiere decir que Boone es demasiado perezoso para robar? —pregunta el Optimista.
—Oiga, que no estoy buscando camorra. Solo pregunto por curiosidad.
—Fue algo relacionado con una chica —dice el Optimista con brusquedad.
«Por supuesto», piensa Petra. ¡Cómo no! Mira al Optimista, como para animarlo a continuar, pero él lo deja así.
Ella parece buena persona, pero es demasiado pronto.
Algunas historias hay que ganárselas.
Rain Sweeny tenía seis años cuando desapareció del jardín de delante de su casa.
Así, sin más.
Se esfumó.
Su madre estaba con ella, oyó que sonaba el teléfono y entró a atenderlo. La dejó un minuto, diría entre sollozos en la inevitable conferencia de prensa que tuvo lugar posteriormente. Un hermoso día de verano, una niñita jugaba en el jardín en un agradable barrio de clase media en Mira Mesa y, de pronto…
La tragedia.
La policía no tardó mucho en tener una pista sobre quién había sido. Russ Rasmussen, condenado a prisión dos veces y con antecedentes por pederastia, alquilaba una habitación en una casa situada en la misma calle. Cuando los detectives fueron a hablar con él, se había marchado y los vecinos dijeron que su Corolla verde modelo 1986 no estaba aparcado en la calle desde la tarde en que desapareció Rain.
Podía ser casualidad, pero cuesta creer en este tipo de coincidencias.
Se publicó una orden de busca y captura contra Russ Rasmussen.
Hacía tres años que Boone estaba en la policía. Le encantaba su trabajo: le gustaba muchísimo. Era perfecto para él: activo, físico, todas las noches ocurría algo distinto. Al acabar su turno, iba directamente a la playa justo a tiempo para el Club del Amanecer, luego desayunaba algo en The Sundowner y se marchaba a su pequeño apartamento a dormir un poco.
Después se levantaba y todo volvía a comenzar.
Era perfecto.
Tenía su trabajo, tenía a Sunny y tenía el mar.
Nunca le des la espalda al mar.
Es lo que siempre le había enseñado su padre: jamás te relajes y vuelvas la espalda al mar, porque, si lo haces, saldrá una ola inmensa de donde menos te lo esperes y te dará una paliza.
Una noche, una semana después del secuestro de Rain Sweeny, Boone patrullaba en coche con su compañero, Steve Harrington, que acababa de entrar a prueba para incorporarse al Cuerpo de Detectives. La noche había sido tranquila y estaban dando una vuelta por la parte oriental del Gaslamp District, cerca de los depósitos en los que suelen entrar a robar los adictos a las metanfetaminas, cuando divisaron un Corolla verde modelo 1986 aparcado en un callejón.
—¿Has visto eso? —preguntó Boone a Harrington.
—¿Si he visto qué?
Boone se lo señaló.
Harrington frenó a la entrada del callejón e iluminó con la linterna la matrícula del coche.
—Me cago en la puta —dijo Harrington.
Era el coche de Rasmussen.
El tío estaba profundamente dormido en el asiento delantero.
—Pensaba que estaría muy lejos a estas alturas —dijo Harrington.
—¿Llamo para avisar? —preguntó Boone.
—¡Ni hablar! —dijo Harrington.
Se apeó del coche patrulla, cogió el arma y se acercó al coche. Boone bajó del asiento del acompañante y se acercó tras él y a un lado, para cubrirlo. Harrington desenfundó el arma, abrió de golpe la portezuela del Corolla y sacó a Rasmussen del coche de un tirón. Antes de que despertara y empezara a chillar, Harrington le clavó la rodilla en el cuello, le retorció el brazo por detrás de la espalda y lo esposó.
Boone volvió a meter el revólver en la funda, mientras Harrington ponía de pie a Rasmussen y lo empujaba contra el coche. Rasmussen era un tío grandote, de más de ciento veinte kilos, pero Harrington lo levantó como si no pesara nada. El poli estaba a tope de adrenalina.
Lo mismo le pasaba a Boone mientras regresaba al coche patrulla.
—Ni se te ocurra acercarte a la puta radio —le soltó Harrington con brusquedad.
Boone se detuvo en seco.
—Ayúdame a subirlo al coche —dijo Harrington.
Boone cogió a Rasmussen por uno de los codos y ayudó a Harrington a arrastrarlo hasta el vehículo blanco y negro y después le mantuvo baja la cabeza mientras su compañero lo subía al asiento. Harrington cerró la portezuela de golpe y miró a Boone.
—¿Qué pasa? —preguntó Harrington.
—Nada —dijo Boone—. Llevémoslo a comisaría.
—No vamos a ir a comisaría.
—Pero las órdenes son…
—Vale, ya sé cuáles son las órdenes —dijo Harrington—, pero también sé lo que las órdenes quieren decir: que ni se nos ocurra llevarlo a comisaría hasta que nos haya dicho lo que ha hecho con la niña.
—No lo sé, Steve.
—Pues yo sí lo sé —dijo Harrington—. Mira, Boone, si lo llevamos a comisaría, pedirá un abogado y jamás averiguaremos dónde está la niña.
—Entonces…
—Entonces nos lo llevamos al mar —dijo Harrington— y le mantenemos la cabeza bajo el agua hasta que decida contamos lo que ha hecho con ella. Sin dejar morados ni marcas ni nada de nada.
—No puedes torturar a un hombre porque sí.
—Tal vez tú no puedas hacerlo —dijo Harrington—, pero yo sí. Ya lo verás.
—¡Por Dios, Steve!
—Por Dios una mierda, Boone —dijo Harrington—. ¿Y si la niña está viva aún? ¿Y si este hijo de puta pervertido la ha enterrado en alguna parte y se le está acabando el aire? ¿De verdad quieres esperar a pasar por todo «el proceso»? No creo que la chavala disponga de tiempo para tus escrúpulos morales. Vamos, sube al coche de una puta vez, que nos vamos a la playa.
Boone subió.
Guardó silencio mientras Harrington conducía hacia Ocean Beach y empezaba a meterse con Rasmussen.
—Si quieres ahorrarte sufrimientos, retorcido, vas a decimos ahora mismo lo que has hecho con la niña.
—No sé de qué me está hablando.
—Sigue así —dijo Harrington—, venga, sigue hinchándonos las narices.
—Es que no sé nada de ninguna niña —dijo Rasmussen.
Boone se volvió para mirarlo. El tío estaba acojonado: sudaba y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Sabes lo que tenemos pensado para ti? —preguntó Harrington, mirando por el espejo retrovisor—. ¿Sabes lo que siente uno cuando se ahoga? Cuando te saquemos después de respirar agua durante unos minutos, nos suplicarás que te dejemos contarlo. ¿Qué has hecho con ella? ¿Está viva? ¿La has matado?
—No sé…
—De acuerdo —dijo Harrington, apretando el acelerador—, ¡vamos a las carreras de submarinos!
Rasmussen se puso a temblar. Las rodillas se le entrechocaban involuntariamente.
—Si te meas en los pantalones en mi coche patrulla —le advirtió Harrington—, me voy a cabrear de verdad, Russ, y te voy a dar más leña.
Rasmussen empezó a chillar y a dar patadas contra la portezuela.
Harrington rio. ¡Qué más daba! Rasmussen no iba a ir a ninguna parte y nadie lo iba a oír. Al cabo de un par de minutos, dejó de chillar, se recostó en el asiento y siguió gimoteando.
Boone tenía ganas de vomitar.
—Tranquilo, surfista —dijo Harrington.
—Esto no está bien.
—Hay en juego una niña —dijo Harrington—, conque te aguantas.
No tardaron mucho en llegar a Ocean Beach. Harrington detuvo el coche junto al muelle, se volvió a mirar a Rasmussen y le dijo:
—Es tu última oportunidad.
Rasmussen sacudió la cabeza.
—De acuerdo —dijo Harrington.
Abrió la portezuela y empezó a apearse.
Boone cogió la radio:
—Aquí la unidad 9152. Tenemos al sospechoso Russell Rasmussen. Vamos a comisaría.
—Hijo de la gran puta —dijo Harrington—. Pendejo hijo de puta.
Rasmussen jamás reveló lo que hizo con la niña.
La Policía de San Diego lo retuvo todo lo que pudo, pero, sin pruebas, no pudieron hacer nada y tuvieron que soltarlo. Todos los agentes buscaron el cuerpo de la niña durante semanas, hasta que finalmente se dieron por vencidos.
En cuanto a Rasmussen, desapareció sin dejar rastros.
La vida se complicó para Boone.
Se convirtió en un paria dentro de la policía.
Harrington ingresó en el Cuerpo de Detectives y costó encontrar a otro uniformado que quisiera salir a patrullar con Boone Daniels. Los únicos dispuestos eran lo peor de lo peor, aquellos polis con los cuales nadie quería trabajar —los borrachos, los fracasados, los tíos que ya tenían un pie del otro lado, de todos modos—, y ninguna de las parejas duraba más de un par de semanas.
Cuando Boone llamaba para pedir refuerzos, los demás tardaban demasiado en reaccionar; cuando entraba en el vestuario, nadie le dirigía la palabra y le daban la espalda; cuando se disponía a marcharse, pillaba comentarios entre dientes: «pendejo cobarde», «asesino de niñas», «traidor».
Solo tenía un amigo en la policía: Johnny Banzai.
—No te conviene que te vean conmigo —le dijo Boone un día—: soy tóxico.
—Ya está bien de autocompasión —le dijo Johnny.
—Te lo digo en serio —insistió Boone—. No les gustará que seas amigo mío.
—Me importa un pimiento lo que les guste —dijo Johnny—. Mis amigos son mis amigos.
Y eso fue todo.
Un día, cuando Boone estaba saliendo del vestuario, oyó farfullar a un poli de nombre Kocera:
—Miedica de mierda.
Boone retrocedió, lo agarró y puso a su colega policía contra una pared. Volaron los puñetazos y Boone acabó con un mes de suspensión sin sueldo y una comparecencia obligatoria ante un asesor del departamento que le habló de la manera de gestionar la ira.